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Rarezas y protestas




Entre las reliquias hay sin duda má s que de sobra en cuanto a aspectos
grotescos y curiosos. Pero rarezas todaví a mayores son quizá las plumas
y los huevos del Espí ritu Santo del venerable arzobispado de Maguncia.
O las reliquias del asno de la palma, en las que insistí a Verona. (En la pia-
dosa Edad Media hubo incluso varias fiestas del asno, como el festum
asinorum
de Rú an, que se consideraba el asno de Balaam, el animal que
hablaba en el Antiguo Testamento, mientras que la fiesta del asno de
Beauvais se celebraba en recuerdo de la huida a Egipto. )167

Podí an ser reliquias incluso edificios. Como en Roma una vivienda en
la que segú n parece estuvo viviendo y predicando durante dos añ os el
apó stol Pablo; la sala se mostraba todaví a en el siglo xx. Pero sin duda,
la má s desacreditada reliquia de este tipo es la Casa Santa de Loreto, el
presunto hogar de Marí a en Nazaret, visitada antañ o por innumerables
peregrinos. Sin embargo, cuando se perdió en 1291 el ú ltimo bastió n en
Palestina, los á ngeles llevaron la «santa casa» a Italia; primero hasta las
cercaní as de Fiume y má s tarde a Loreto, donde sigue siendo en el siglo xx
un centro de peregrinaje. 168

El culto a las reliquias se difundió mucho gracias al uso de las filacte-
rias, que no era otra cosa que la continuació n de los amuletos tan utiliza-
dos en el paganismo, consistentes por lo general en objetos de todo tipo
colgados del cuello, que debí an transmitir en especial fuerzas sobrenatu-
rales y proteger a sus portadores contra el mal. Aunque la Iglesia prohi-
bió los amuletos, bendijo las filacterias y pronto la demanda de é stas por
parte de los cristianos alcanzó «cotas desmesuradas» (Kó tting). 169

Pero el asunto fue tan abominable que tambié n dentro de la Iglesia se
levantaron protestas contra los «adoradores de cenizas y servidores de
í dolos» {cinerarios et idolatras). Esto se produjo con mayor vehemencia
a comienzos del siglo v de la mano del sacerdote galo Vigilancio, al que
tambié n apoyaban obispos de su patria pero al que el Padre de la Iglesia
Jeró nimo, por motivos evidentemente personales, atacó con sus tristemen-
te cé lebres infamias, desacreditá ndole. No obstante, tambié n durante la
Edad Media surgieron opositores a este espantoso culto, como por ejem-
plo el arzobispo Agobardo de Lyon (fallecido en 840) o, todaví a má s, su
contemporá neo el obispo Claudio de Turí n, que afirmaba que era mejor

 


dejar las reliquias en la tumba, en la tierra, donde correspondí an, e insul-
taba a los obispos contrarios llamá ndoles «una reunió n de asnos»; se opu-
so tambié n a las peregrinaciones a la presunta tumba de Pedro, e hizo reti-
rar de las iglesias de su dió cesis todas las imá genes, incluso la cruz. A pesar
de una condena, Claudio de Turí n se mantuvo en el cargo episcopal hasta
su muerte. Aunque só lo con la llegada de la Reforma hubo una condena ri-
gurosa de la adoració n a las reliquias. 170

Sin embargo, el Concilio de Trento volvió a recomendar esta antigua
costumbre cristiana, declarando que «habí a que reprobar totalmente como
ya habí a condenado antes la Iglesia y volví a a hacerlo ahora» a todos aque-
llos que afirmaban que las reliquias de los santos se adoraban inú tilmen-
te, que se acudí a en vano a sus tumbas (memoriae) y que con ellas no se
conseguí a ninguna ayuda. '71

El culto cristiano a las reliquias guarda una relació n de dependencia
inseparable con el culto a los má rtires y los santos, y casi en igual medida
con el peregrinaje, pues para llegar hasta el cuerpo de los má rtires y de
los santos (a los que a menudo, ademá s de todo tipo de milagros, se les
atribuí a la incorruptibilidad y la emanació n de los má s deliciosos aromas)
los prí ncipes, los obispos y sus enviados emprendí an grandes viajes. Pero
tambié n los simples creyentes deseaban llevarse a su casa las reliquias o
eulogias («recuerdos de peregrino») que tení an todos los centros de pere-
grinaje antiguos. Y en aquel tiempo apenas se hací an distinciones entre
reliquias y eulogias. La superstició n (o creencia) de que el santo ayudaba
má s que en ningú n otro sitio allí donde estaba enterrado, o al menos donde
se encontraba una parte de é l, cabeza, mano, pie, dedo o cualquier hueso,
estimuló tambié n las peregrinaciones. A esto se añ adió, finalmente, la
creencia (o superstició n) de que la fuerza sobrenatural de los santos vivos
se extendí a a sus restos y que se la obtení a o podí a obtenerse incluso me-
diante un mero contacto. 172


CAPÍ TULOS

EL EMBUSTE DE LAS PEREGRINACIONES

«¿ Qué podí a ser má s natural que satisfacer aquel anhelo de ver dejando
que los peregrinos viesen con sus propios ojos corporales lo que el ojo
de la fe só lo les permití a imaginarse en la silenciosa contemplació n? »

bernhard KÓ TTING'

«Y puesto que la santa " topomá ní a" no conocí a lí mites, los monjes le
enseriaron [a la famosa peregrina Eteria] la tumba de Moisé s, el palacio
de Melquí ades y la sepultura de Job. j Só lo faltó que le dejaran tocar el
crá neo de Adá n, ver el garrote de Caí n o probar el vino de Noé! »

J. STEINMANN2


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