índice
1. Embrutecimiento............................. . . . ……………………… 15
LA RUINA DE LA CULTURA ANTIGUA..................... …………………………. 17
La educació n entre los griegos, los romanos y los judí os. …….... 18
El cristianismo -ya desde los tiempos de Jesú s- enseñ a a
odiar todo cuanto no esté al servicio de Dios.......... …………….. 20
El cristianismo intentó desde un principio-y sigue
intentá ndolo en nuestros dí as- dominar a los niñ os a travé s,
de sus padres.............................................................................. 23
El cristianismo má s antiguo es hostil a la educació n.................... 25
Hambre, suciedad y lá grimas: El gran ideal cristiano
sustentado durante muchos siglos.................................................. 27
La hostilidad frente a la cultura de los primeros escritores
grecocristianos........................... …………………………………. 31
La hostilidad frente a la cultura en los escritores latinos,
paleocristianos................................................................................ 32
El teatro: «El templo del diablo»............... ……………………… 34
En vez de teatro, el gran teatro de la Iglesia y censura n '
eclesiá stica hasta el siglo XX................... ………………………. 38
Todo cuanto de la cultura pagana anterior podí a resultarle ú til fue ensalzado como «religió n cristiana» y plagiado
por el cristianismo.......................... ……………………………. 42
«... Despreciando las Sagradas Escrituras de Dios, se.
ocupaban de la geometrí a»............................................................ 44
«... El eco de su nombre y el fruto de su espí ritu». Las pruebas
de san Ambrosio en pro de una casta viudez: El ejemplo de
la tó rtola; en pro del nacimiento virginal de la madre de
Dios: El ejemplo de los buitres; en pro de la inmortalidad:
El ejemplo del ave fé nix y otras muchas brillantes
ocurrencias................................................................................. 47
Del arte exe gó tico de san Agustí n; sobre lo que creí a y lo que
no creí a. Có mo todo cuanto una persona necesita saber
está contenido en la Biblia.................... ... …………………... 53
El mundo se entenebrece cada vez má s............. ………………… 57
irrumpe LA OBSESIÓ N CRISTIANA POR LOS ESPÍ RITUS......... ……………. 61
La creencia en espí ritus en la é poca precristiana y en á mbitos
ajenos al cristianismo........................... …………………… 62
Jesú s «expulsó muchos demonios... ».......................................... 65
El exorcismo constituyó una de las piezas clave del antiguo
cristianismo.................................. …………………………. 68
Los «espí ritus malignos» segú n la creencia y el dictamen de
los Padres de la Iglesia.......................... …………………… 69
Los demonios y los monjes.......................... …………………… 74
Tambié n Agustí n enseñ ó toda clase de bobadas sobre los
«espí ritus malignos» y se convirtió en el «teó logo de la í yr
locura de las brujas»......................... ……………………… 75
Encantamientos cristianos en prevenció n de los «espí ritus
malignos»............................... ………………………………… 77
2. Explotació n.................................... ………………………….. ….. 81
la PRÉ DICA ECLESIÁ STICA......................... …………………………………… 83
La situació n polí tico-financiera antes de Constantino................ 84
Pareceres acerca de la riqueza y la pobreza en la antigü edad
precristiana................................ . ……………………………. 90
La tendencia hostil a la riqueza en el cristianismo primitivo. ….. 95
La tendencia favorable a la propiedad en el cristianismo
antiguo y el comienzo de la tá ctica sinuosa............................. 99
Un banquero protocristiano convertido en papa. Mirada de
soslayo a la doctrina social de los papas en el siglo xx. …….. . 102
Yo gano dinero a manos llenas; mi mujer practica la caridad
[... ]. De Clemente Romano a Gregorio Niseno....................... 107
Los «revolucionarios» salvan a los ricos. Los Doctores de la
1'glesia Gregorio de Nacianzo y Ambrosio de Milá n.............. 111
El semisocialista Doctor de la Igleisa Juan Crisó stomo y su
discí pulo Teodoreto ……………………………………………….. 113
El Doctor de la Iglesia Agustí n aboga por la «fatigosa
pobreza»............................. ........................................................... 117
la PRAXIS DE LA iglesia..................... …………………………………………… 123
Dinero para todos los mensajeros del Evangelio y en
particular para los obispos................ ……………………….. 124
La Iglesia de los pobres comienza a ser rica.......................... .... . 127
Los monjes se convierten en la primera fuerza econó mica de
la Iglesia «bajo el pretexto» de compartirlo todo con los
pobres, en realidad, al objeto de convertir a todos en pobres» …. 131
Mé todos para obtener dinero espiritualmente............ ……………… 137
Algunos mé todos eclesiá sticos de obtener y gastar dinero
legí timamente................................. ……………………………... 142
Desde la é poca de Constantino, son los ricos quienes rigen la
«Iglesia de los pobres»..................................................................... 146
La simoní a................................................................................... 148
El nepotismo. ............. . ............................................................ 150
La caza subrepticia de herencias................................................ 152.
mantenimiento Y CONSOLIDACIÓ N DE LA ESCLAVITUD.......................... 157
La esclavitud antes del cristianismo........................................ 158.
Pablo, el Nuevo Testamento, la Patrí stica y la Iglesia abogan
por el mantenimiento de la esclavitud............................... 162
Subterfugios apologé ticos y mentiras acerca de la cuestió n de
la esclavitud........................................................................ 167
La gé nesis del colonato: Una nueva forma de esclavitud ……. . 175.
El nacimiento del Estado despó tico cristiano: Corrupció n,
explotació n y supresió n gradual de las libertades................... 177
3. Aniquilació n............................................................................. 189
la DESTRUCCIÓ N DE LIBROS POR PARTE DE LOS CRISTIANOS EN
LA ANTIGÜ EDAD................................................................................................ 191
Destrucció n de libros en é pocas precristianas.......................... 192..
Cristianos que destruyen literatura cristiana, , , ....................... 193
La aniquilació n del paganismo.................................................. 199
El Doctor de la Iglesia Juan Crisó stomo arruina los templos. 201
San Porfirio predica el Evangelio «con suma mansedumbre y
paciencia [... ]»................................................................. 205
Conducta de Teó filo de Alejandrí a en relació n con los templos
y tesoros paganos. Su actitud para con los sentimientos
religiosos de los seguidores de la antigua fe........................ 207.
Iglesia y Estado actú an violentamente contra los fieles dela
antigua religió n pagana.................................................... 212
La «cristianizació n» del expolio y la expulsió n de los «espí ritus
malignos»....................................................................... .. 216
El impulso al exterminio provení a de la Iglesia...................... . 218
Una ola de terror inunda los paí ses............................................ 224
observació n FINAL...............................
Notas............................................................................................ 225
La educació n entre los griegos, los romanos y los judí os
En la é poca helení stica, la educació n y la cultura alcanzaron un alto
nivel bajo la influencia de los griegos. É stos, en cuyas escuelas la juven-
tud, ya desde el siglo v antes de Cristo, trababa conocimiento con aque-
llos autores que uní an en sí la fuerza poé tica y la utilidad pedagó gica, fue-
ron quienes introdujeron en la historia el concepto de cultura así como el
de una ocupació n libre y sistemá tica del espí ritu, legá ndoselos a Europa
con su impronta decisiva. Ya antes de la creació n de centros de enseñ anza
permanentes, los sofistas, aquellos «maestros de la sabidurí a» de los si-
•glos v y iv, se convirtieron en portadores de la ilustració n antigua. Su as-
piració n era la de una educació n polifacé tica, la de un saber lo má s am-
plio y variado posible, pero bien ordenado, puesto al servicio del sosté n
de la vida y, especialmente, de la «virtud» polí tica (arete), aspiració n que
les llevó a revolucionar la pedagogí a. 9
Só crates, que se debatió crí ticamente con los sofistas y especialmente
con su subjetivismo, enseñ ando por su parte el mé todo de la continua in-
terrogació n, el «mé todo socrá tico», trató, con sus artes de partero espiri-
tual (la mayé utica), de conducir a los hombres a un pensamiento propio,
emancipado, y a la toma de decisiones é ticas propias. Desenmascaró lo
especulativamente gratuito, el saber aparente, los denominados ó rdenes de
lo objetivo, la costumbre, el estado, la religió n, siendo el primero que
fundamentó el á mbito de lo moral, no en aquellos ó rdenes, sino en la ma-
yorí a de edad del individuo, en la autoconciencia, en el «Daimonion», lo
que acabó acarreá ndole la pena de muerte. 10
Tambié n Isó crates, en las antí podas de Plató n, ejerció una fuerte in-
fluencia en la educació n antigua. É l intentó, adicionalmente, fomentar la
prevalencia del hombre en la vida prá ctica y polí tica, intentando unir una
amplia erudició n con la pulcritud sintá ctica y la claridad de pensamiento,
adquirida gracias al cultivo de las matemá ticas. Sus ideas acerca de la edu-
cació n y la cultura han dejado una fuerte impronta en la pedagogí a y la
actividad formad va posteriores a la Antigü edad. 11
En la é poca helení stica, los niñ os quedaban en general al cuidado de
la madre o de un aya hasta la edad de siete añ os. Despué s se les confiaba
a un prolongado proceso de enseñ anza escolar. Ese proceso abarcaba la
lectura, la escritura, el cá lculo y la introducció n en la obra de los clá sicos,
pero tambié n comprendí a el canto, la mú sica y ejercicios gimná sticos y
militares. Todo culminaba con la formació n retó rica, el adiestramiento
imprescindible en el uso de la palabra y del pensamiento. A ello se suma-
ba despué s la filosofí a, concebida a menudo como contraste. No existí a
aú n propiamente un estudio especializado, salvo el de la medicina y, pos-
teriormente, el de la jurisprudencia. La instrucció n de las muchachas era
algo infrecuente. Las referencias a valores é ticos eran continuas y en ge-
neral se pretendí a transformar al hombre í ntegro -incluidas sus potencia-
lidades fí sicas y psí quicas, su sensibilidad é tica y esté tica- en una perso-
nalidad lo má s perfecta posible sin que hubiese, con todo, «una instruc-
ció n propiamente religiosa» (Blomenkamp). 12
En la antigua Roma el niñ o quedaba de inmediato bajo la é gida de la
madre, altamente respetada. Despué s era el padre el encargado de su edu-
cació n. Má s o menos a los diecisé is añ os, el romano recibí a una especie
de instrucció n polí tica general (tirociniumforÍ ). Con vistas a su futuro
empleo al servicio del Estado, su educació n se orientaba de pleno a la vida
prá ctica; su adiestramiento fí sico tení a cará cter premilitar y el psí quico se
limitaba a conocimientos de uso concreto, de jurisprudencia, por ejem-
plo. Bajo la influencia griega, las escuelas latinas se fueron asemejando
gradualmente a las helení sticas tanto por lo que respecta a su estructura
como en lo tocante a las materias y los mé todos. Gracias a los profundos
cambios en la estratificació n social en la é poca del imperio tardí o, se ge-
neralizaron, fomentadas por los emperadores, las escuelas elementales
casi hasta los ú ltimos confines del imperio, no faltando las de gramá tica
en ninguna ciudad medianamente importante. Todo parece indicar que las
muchachas asistí an a las elementales y las chicas de buena familia inclu-
so a las de gramá tica. El estoico Musonio (30-108, aproximadamente)
exigí a para las muchachas, como ya lo indican incluso los tí tulos de algu-
nos de sus libros -Que tambié n las mujeres han de filosofar. Sobre si se
ha de dar a las hijas la misma educació n que a los hijos-, una escolari-
zació n semejante a la de los chicos y valoraba por igual a ambos sexos. 13
El sistema educativo grecorromano, considerado como un todo, tení a
por objeto el desarrollo de todas las capacidades humanas. Los empera-
dores favorecieron la difusió n de escuelas superiores. El programa edu-
cativo era lo má s amplio posible y la cultura constituí a un poder realmen-
te determinante en la Antigü edad tardí a. Por parte de toda la sedicente
buena sociedad en torno al Mediterrá neo era objeto de una veneració n
poco menos que religiosa y aparte de ir í ntimamente unida al paganismo
estaba firmemente orientada al má s acá, pues si bien integraba tambié n a
la divinidad no se regí a por é sta sino por disposiciones humanas. 14
Muy distinto era el ideal sustentado por el judaismo, que unió estre-
chamente educació n y religió n.
En el Antiguo Testamento el mismo Dios entra una y otra vez en es-
cena como padre y educador y raras veces educa sin castigo disciplinar.
De ahí que el Antiguo Testamento hebreo traduzca habitualmente el con-
cepto de educació n con el té rmino jisser o con el sustantivo musar, que
en primer té rmino significan punició n, y adicionalmente pueden signifi-
car disciplina y formació n. El castigo fí sico está al servicio de la educa-
ció n y é sta -buena muestra del amor paterno- desemboca a menudo en
el castigo fí sico. El hombre es concebido en el pecado, nace en la culpa y
es malo desde su adolescencia. «Quien flaquea con la vara, odia a su hijo. »
Hay que castigarlo desoyendo sus lamentos. Los golpes y la disciplina
son siempre prueba de sabidurí a. l5
En consecuencia tambié n el judaismo rabí nico vinculaba estrechamen-
te educació n y religió n y tambié n é l consideraba a Dios educador y cas-
tigador. Con cinco añ os, segú n el tratado Aboth, 5, 24, es ya necesario
aplicarse al estudio de las Escrituras; con diez al de la Mischna y con
quince al del Talmud. (La instrucció n de las muchachas carecí a para ellos
de todo valor. É stas no debí an asistir a ninguna escuela pú blica y en la
é poca talmú dica era usual que se casasen con trece añ os escasos. ) La
asistencia a la escuela no era propiamente obligatoria, pero las escuelas
eran a menudo anejas a las sinagogas y los textos sagrados constituí an la
base de toda la enseñ anza. Ya la lectura se enseñ aba al hilo de textos bí -
blicos. (Tambié n segú n el programa de enseñ anza del Doctor de la Igle-
sia san Jeró nimo habí a que aprender a leer silabeando los nombres de los
apó stoles, de los profetas y del á rbol genealó gico de Cristo. ) La sabidurí a
mundana no hallaba allí cabida. En cuanto que trasmisor de la divina sa-
bidurí a, el maestro gozaba, sin embargo, de mayor estima que entre grie-
gos y romanos. ¡ El profundo respeto ante é l debí a igualar al que se sentí a
por el cielo! 16
Muchos aspectos de esta educació n judí a nos recuerdan la educació n
del primer cristianismo, pero en é sta dejó tambié n su impronta la hele-
ní stica.
El cristianismo -ya desde los tiempos de Jesú s- enseñ a
a odiar todo cuanto no esté al servicio de Dios
El Evangelio fue originariamente un mensaje apocalí ptico, escatoló -
gico, una predicació n del inminente fin del mundo. La fe de Jesú s y de
sus discí pulos era, a este respecto, firme como una roca, por lo que cual-
quier cuestió n pedagó gica carecí a de toda relevancia para ellos. No mos-
traban el má s mí nimo interé s por la educació n o la cultura. La ciencia y
la filosofí a, así como el arte, no les preocupaban en absoluto. Hubo que
esperar nada menos que tres siglos para contar con un arte cristiano. Las
disposiciones eclesiá sticas, incluso las promulgadas en é pocas posterio-
res, miden con el mismo rasero a los artistas, a los comediantes, a los
dueñ os de burdeles y a otros tipos de esa misma laya. Pronto se dará el
caso de que el «lenguaje de pescadores» (sobre todo, segú n parece, el de
las biblias latinas) provoque la mofa a lo largo de todos los siglos, si bien
los cristianos lo defiendan ostensiblemente -eso pese a que tambié n y ca-
balmente Jeró nimo y Agustí n confiesen en má s de una ocasió n cuá nto
horror les causa el extrañ o, desmañ ado y a menudo falso estilo de la Bi-
blia-. ¡ A Agustí n le sonaba incluso como un cuento de viejas! (En el si-
glo iv algunos textos bí blicos fueron vertidos a hexá metros virgilianos,
sin que ello los hiciera má s sufribles. ) «Homines sine litteris et idiotae»,
así califican los sacerdotes judí os a los apó stoles de Jesú s en la versió n
latina de la Biblia. 17
Como no sobrevino el Reino de Dios sobre la Tierra, la Iglesia lo sus-
tituyó por el Reino de los Cielos hacia el que los creyentes tuvieron que
orientar su vida entera, entié ndase: segú n los planes de la Iglesia; entié n-
dase, exclusivamente en provecho de la Iglesia; entié ndase, exclusiva-
mente en interé s del alto clero. Pues cuando quiera y dondequiera que este
clero hable de Iglesia, de Cristo, de Dios y de la eternidad, lo hace ú nica
y exclusivamente en su provecho. Pretextando abogar por la salud del
alma del creyente, piensa solamente en su propia salud. Y aunque podrí a
ser que en sus primeros comienzos no identificase siempre ambas cosas,
en todo caso sabí a que todo ello le resultaba provechoso.
En el cristianismo, el desarrollo de las capacidades psí quicas no cons-
tituí a un fin por sí mismo, cual era el caso en la pedagogí a del mundo he-
lení stico, sino só lo un medio para la educació n religiosa, para la supuesta
asimilació n a Dios. Sin duda que tambié n la educació n cristiana debí a,
naturalmente, preparar para la profesió n, para la vida laboral, pero lo de-
cisivo era la meta final, la preparació n para el má s allá. Es só lo a partir de
ella como la restante educació n adquirí a su sentido. Todas las virtudes
de las que el cristianismo hací a especial propaganda, o sea, la humildad,
la fe, la esperanza, la caridad e incluso aquellos valores que tan pró diga-
mente tomó prestados de la é tica no cristiana no fueron particularmente
apreciados per se, sino má s bien en cuanto conducentes a aquella meta
final. Cristo, Dios, la eterna bienaventuranza, la creencia de que el cris-
tiano «gozará de una dicha inacabable» en el má s allá (Atená goras), cons-
tituí an el centro de esta domesticació n educativa. 18
En el Nuevo Testamento no es ya la pedagogí a humana, a la que ape-
nas si se aborda, lo que está en juego, sino la pedagogí a de la redenció n
divina, algo que, si prescindimos de ciertos asomos en la Stoa, apenas
halla paralelo en el á mbito cultural grecorromano. Ocurre má s bien que
entre la concepció n pedagó gica cristiana, kyriocé ntrica o cristocé ntrica,
y la Paideia helena, de cará cter antropocé ntrico, se dan algunas contra-
dicciones de base. Tambié n el Nuevo Testamento, como era el caso en el
Antiguo, sitú a en un primer plano la idea del rigor disciplinario. «Vivi-
mos como sujetos a disciplina, aunque no como afligidos hasta la muer-
te», escribe Pablo. Y la primera carta a Timoteo, una falsificació n que
usurpa su nombre, alude a dos «herejes». Himeneo y Alejandro, «a quie-
nes entregué a Sataná s para que con el rigor de la disciplina, aprendan a
no blasfemar». «Pues tambié n nuestro Dios -como dice la carta a los He-
breos en alusió n a Deut. 4, 24- «es un fuego devorador» (siete versí culos
má s adelante, Deut. 4, puede leerse: «Pues Yahveh, tu Dios, es Dios mi-
sericordioso»: a gusto del interé s momentá neo). 19
Los Padres de la Iglesia prosiguen con esa tendencia. En la obra de
Ireneo, creador de una primera teologí a propiamente pedagó gica, en las
de Clemente de Alejandrí a, Orí genes, Gregorio de Nacianzo y Gregorio de
Nisa, se discute a menudo la idea de una pedagogí a divina y Dios se con-
vierte en el educador propiamente dicho. Ergo toda educació n debe, a su
vez, ocuparse en primera y ú ltima lí nea de Dios y é ste debe ser su come-
tido. De ahí que Orí genes enseñ e que «nosotros desdeñ amos todo cuanto
es camal, transitorio y aparente y debemos hacer lo posible [... ] para ac-
ceder a la vida con Dios y con los amigos de Dios». De ahí que Juan Cri-
só stomo exija de los padres que eduquen «paladines de Cristo» y exija la
temprana y persistente lectura de la Biblia. De ahí que Jeró nimo, que en
cierta ocasió n llama a una niñ a pequeñ a recluta y combatiente de Dios,
escriba que «no queremos dividimos por igual entre Cristo y el mundo.
En vez de hacemos partí cipes de bienes viles y perecederos, hemos de
serlo de la dicha eterna». Y tal es su enfoque pedagó gico má s importan-
te: «Conozcamos en la tierra aquellas cosas cuyo conocimiento perdure
para nosotros en el cielo». «Toda la educació n queda supeditada a la cris-
tianizació n» (Ballauf). Tampoco el Doctor de la Iglesia Basilio considera
«un bien auté ntico el que ú nicamente aporta un goce terrenal». Aquello
que fomente la «consecució n de otra vida», eso es «lo ú nico que, a nues-
tro entender, debemos amar y pretender con todas nuestras fuerzas. Todo
aquello, en cambio, que no esté orientado a esa meta, debemos desechar-
lo como carente de valor». 20
Tales principios educativos que reputan como quimé rico -o en caso
de no ser quimé rico- como «carente de valor» todo cuanto no se relacio-
ne con una supuesta vida tras la muerte, hallan su fundamento en la Bi-
blia y hasta en el mismo Jesú s: «Si alguien viene a mí y no odia a su pa-
dre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas e
incluso a su propia vida, é se no puede ser mi discí pulo» (! ). Considé rese
cuá ntas desgracias vienen sembrando ya esas solas palabras desde hace dos
mil añ os. Son algo inconcebiblemente funesto. ;
Al igual que en el Antiguo y Nuevo Testamento, la idea del castigo
correctivo sigue jugando una y otra vez un papel importante en los Pa-
dres de la Iglesia y continuarí a jugá ndolo en la educació n cristiana a lo
largo de dos mil añ os. Las consecuencias son bien conocidas.
Clemente de Alejandrí a subraya incansablemente la importancia pe-
dagó gica del castigo: es un instrumento educativo del Dios amoroso des-
tinado a tener continuidad incluso en la otra vida. A este respecto. Cle-
mente diseñ a toda una escala de divinos correctivos comenzando con la
aprobació n bondadosa y acabando con el fuego. Tambié n Orí genes valo-
ra a cada paso el castigo como recurso pedagó gico, como auté ntica obra
de caridad. El pecador está por ello en deuda con la bondad de Dios,
quien desea de ese modo salvar al hombre. Para el mismo Juan Crisó sto-
mo los castigos de Dios no son otra cosa que medicinas. «¡ Anotadlo: 08
quiero enseñ ar una sabidurí a auté ntica! ¿ Por qué nos lamentamos por quie-
nes sufren el correctivo y no por los pecadores? [... ]. Pues lo que las me-
dicinas, lo que el cauterizar y cortar son para el mé dico, eso es lo que los
correctivos representan para Dios». 21
El Doctor de la Iglesia Agustí n, un consumado cí nico -por no decir
sá dico- estima provechosa para los padres la misma muerte de sus hijos:
un saludable correctivo. «¿ Por qué no habrí a de suceder algo así? -pre-
gunta el buen pastor-. Cuando ya ha pasado, ya no afecta a los hijos y a
los padres les puede servir de provecho al ser mejorados por los reveses
humanos y resolver vivir má s justamente. » Hay en esas palabras algo
que recuerda la justificació n agustiniana de la guerra: «Que yo sepa, na-
die murió en ellas que no hubiese tenido que morir má s tarde o má s tem-
prano». O bien: «¿ Qué se puede objetar contra la guerra? ¿ Acaso que en
ella mueren personas que, no obstante, han de morir algú n dí a? ». «En los
escritos sobre la educació n infantil -escribe P. Blomenkamp refirié ndose
particularmente a los Doctores de la Iglesia Jeró nimo, Juan Crisó stomo y
Agustí n- la educació n divina es presentada como modelo a los ojos de
los padres». 22
El cristianismo intentó desde un principio -y sigue
intentá ndolo en nuestros dí as- dominar a los niñ os
a travé s de sus padres
Ya el Antiguo Testamento enseñ aba así: «Vosotros, niñ os, sed en todo
obedientes a vuestros padres, pues eso es lo que place a Dios». Y los pa-
dres deben educar a sus hijos en «la disciplina y en la exhortació n del Se-
ñ or». Son incontables los escritos que han seguido al pie de la letra esa
divisa hasta nuestros dí as, situando en el centro mismo de la educació n
paterna la salvació n del alma del niñ o, es decir, el interé s de la Iglesia, o
sea, del clero. A eso se ha subordinado todo lo demá s. De acuerdo con
ello la propia vida de los padres ha de ser modé lica debiendo é stos vigilar
cuidadosamente con quié n tienen trato sus hijos y elegir el personal de
servicio adecuado. Para ello han de aplicar criterios exigentes. ¡ Esa vigi-
lancia es, efectivamente, perfecta, sin fisuras! Si los padres incurren en
una transgresió n nociva para esa egolatrí a clerical se verá n amenazados por
los má s severos castigos al cometer un delito peor que el infanticidio, pues
en tal caso son ellos quienes enví an a sus hijos al fuego del infierno. 23
La misió n decisiva corresponde al padre, instancia suprema en la fa-
milia. Segú n Agustí n, aqué l debe investirse en el hogar de una funció n
sacerdotal, o, má s aú n, cuasi episcopal. Y Juan Crisó stomo soflama así al
pater familias: «Tú eres el profesor de toda la familia. Dios enví a a tu
mujer y a tus hijos a tu escuela». ¡ Pues es el caso que la mujer debe, se-
gú n la «Sagrada Escritura», someterse en todo al hombre! Ella no debe ni
tutelarlo, ni dominarlo; no debe impartir lecciones y sí callar hasta en la
misma iglesia. «Debe mantener un callado recato, pues Adá n fue creado
primero y só lo despué s Eva. Y no fue Adá n quien se dejó seducir, sino la
mujer... »24
La postergació n de la mujer fue continua y ello ya en la Iglesia primi-
genia. Tertuliano la tilda de «trampa del infierno». Se le niega que esté
hecha a imagen de Dios: «Mulier non estfacta ad imaginem Dei» (Agus-
tí n). Una frase apó crifa de Pedro dice así: «Las mujeres no son dignas de
la vida». Y en 585, durante el Sí nodo de Macó n, un obispo desempeñ a
un brillante papel con su explicació n de que las mujeres no son seres hu-
manos (mulierem hominem vocitari non posse). Todo ello conducirí a
má s tarde a la hoguera. 25
Con todo, «la mujer puede ser salvada por el hecho de dar la vida a
los niñ os», a condició n de que se muestre constante en la fe, la caridad y
la santidad. La mujer aparece desde un principio justificada como má qui-
na paridora, una situació n que perdura hasta Lutero (e incluso hasta é po-
cas mucho má s recientes), quien con el cinismo propio del curá ngano
alecciona de este modo: «Entré ganos al niñ o y esfué rzate en ello al má xi-
mo; si ello te cuesta la vida, vete sin má s y considé rate feliz, pues mueres
en verdad por una obra honrosa y en la obediencia a Dios». O bien: «Aun-
que se fatiguen y acaben muriendo a fuerza de embarazos, eso no impor-
ta. Que mueran de embarazos, pues para eso está n aquí ». 26
De ahí que la esterilidad equivalga a una horrible privació n y que el
aborto se castigue con el má ximo rigor. Cuando, no obstante, se elevan
loas en pro de la virginidad, algo bastante comú n, entonces se elevan tam-
bié n lamentos a causa de la penosa carga representada por la educació n
de los niñ os. Una vez má s la consabida doblez. Doblez tambié n en la me-
dida en que, por una parte, los niñ os deben a sus padres una obediencia
tan grande y un respeto tan profundo que só lo ceden ante los debidos a
Dios, mientras que, por la otra, aquel deber cesa brusca e í ntegramente
apenas su cumplimiento redunde en desventaja de la Iglesia. En tal caso
todo ha de subordinarse a las exigencias de é sta, que ella siempre declara
exigencias de Dios, y ello incluso en el caso de que esa subordinació n en-
trañ e desventajas para el niñ o. Apenas, pues, los niñ os apremien con su
deseo de servir a la Iglesia -lo cual sucede de ordinario porque la Iglesia
les apremia a ello-; apenas quieran o deban hacerse sacerdotes, monjes o
monjas y los padres los contradigan, repentinamente, el deseo y la volun-
tad de estos ú ltimos no cuentan ya para nada y su autoridad queda deses-
timada con inconcebible desconsideració n. 27
A la vista de tales má ximas educativas -que en el fondo (¡ ya veces
expressis verbis\) enseñ an a despreciar, a odiar el mundo y a considerar
como realmente necesaria tan só lo la «pedagogí a de la salvació n», el se-
guimiento de Cristo-, toda la filosofí a, la ciencia y el arte de la Antigü e-
dad tení an que resultar sospechosos ya de antemano cuando no un engen-
dro del diablo.
El cristianismo má s antiguo es hostil a la educació n
Esa actitud tení a y sigue teniendo su fundamento en la Biblia. El mis-
mo Jesú s habí a suprimido el aura del ideal del sabio. Por lo demá s el
Nuevo Testamento previene por su parte contra la sabidurí a de este mun-
do, la filosofí a: 1 Co. 1, 19 ss, 3, 19, Col, 2, 8, afirmando que en Cristo
residen «todos los tesoros de la sabidurí a y del conocimiento» (Col. 2, 3).
Y si bien es cierto que el evangelio -que no habí a sido predicado por mor
de los sabios y avisados- fue, en gran medida, entreverado de filosofí a
por parte, sobre todo, de Justino, Clemente de Alejandrí a y Orí genes, que
lo racionalizaron e intelectualizaron con un acervo de ideas extracristia-
nas, no lo es menos que hasta el siglo m los adversarios de la filosofí a
-entre ellos Ignacio, Policarpo, Taciano, Teó filo y Hermas- fueron en el
cristianismo má s numerosos que sus preconizadores producié ndose un sin-
fí n de ataques contra las «charlatanerí as de los necios filó sofos», su «men-
daz fatuidad», sus «absurdos y desvarios». 28
A este respecto se remití an gustosos a Pablo, a quien, supuestamente, sé
le enfrentaron epicú reos y estoicos en Atenas y que en numerosas ocasio-
nes habí a prevenido contra las falsas pré dicas de ciertos maestros extra-
viados, deseosos de unificar la filosofí a pagana y el cristianismo, ademá s
de enseñ ar que «escrito está: " Coge a los sabios en sus propias redes"
(Job, 5, 13) y " conoce Dios los pensamientos de los hombres, cuan vanos
son (Sal, 94, 11)» «¿ Dó nde está el sabio? ¿ Dó nde el letrado? ¿ Dó nde el
disputador de las cosas de este mundo? ¿ No ha hecho Dios necedad la sa-
bidurí a de este mundo? » «Plugo a Dios salvar a los creyentes por lassabi-
durí a de la predicació n» O bien: «Mirad que nadie os engañ e con filoso-
fí as falaces y vanas, fundadas en tradiciones humanas». 29
Esta hostilidad paleocristiana contra la educació n basada en la autori-
dad del Cristo, de los sinó pticos y de Pablo iba muy de la mano de distin-
tos factores de í ndole religiosa, religioso-polí tica y socioeconó mica.
Por una parte la primigenia creencia cristiana en el fin de los tiempos
-aunque sus efectos se fuesen debilitando con el paso del tiempo- era in-
compatible con la cultura y con el mundo en general. Quien aguarda la
irrupció n del fin, quien no es de este mundo, no se preocupa por la filo-
sofí a, la ciencia o la literatura. Cristo no las propaga o las menciona ni
con una sola palabra. Es claro que para é l «só lo una cosa es necesaria».
De ahí que cuando alguien alaba ante é l la magnificencia del templo de
Jerusalé n se limite a opinar que no quedará piedra sobre piedra del mis-
mo: probablemente su ú nica manifestació n acerca del arte. Arte que ape-
nas jugaba ningú n papel en su entorno cultural, en virtud del freno que
suponí a la prohibició n mosaica: «No te hará s imá genes talladas, ni figu-
ració n alguna... ». 30
Aquella hostilidad del cristianismo primitivo derivaba asimismo del
estrecho entrelazamiento de todo el mundo cultural de la antigü edad con
, 1a religió n pagana frente a la cual mantení a el cristianismo -y tambié n
frente a cualquier otra religió n- una actitud de extrañ eza y animadver-
sió n como resultado de su hí brida pretensió n de validez absoluta, de su
exclusivismo (veterotestamentario), de su intolerancia. Revestidos de una
arrogancia inaudita, los cristianos se denominaban a sí mismos la «parte
á urea», el «Israel de Dios», el «gé nero elegido», el «pueblo santo» y «ter-
tium genus hominum», mientras denostaba a los paganos como impí os,
como rebosantes de envidia, de mentira, de odio, de espí ritu sanguina-
rio, decretando que todo su mundo estaba maduro para la aniquilació n «a
sangre y fuego». 31
Aquella hostilidad está asimismo relacionada con la composició n so-
cial de las comunidades cristianas, que se reclutaban casi exclusivamente
a partir de los estratos sociales má s bajos. Se considera, incluso por parte
cató lica, que numerosos testimonios evidencian que, «durante los prime-
ros siglos (! ), la inmensa mayorí a de los cristianos pertenecí a, tanto en
Oriente como en Occidente, a los estratos populares má s bajos y só lo
en contados casos gozaban de una educació n superior» (Bardenhewer).
No es ciertamente casual que un Clemente de Alejandrí a tenga que po-
nerse en guardia contra los creyentes que afirman que la filosofí a es cosa
del demonio, ni que los cristianos antiguos se vean tan a menudo expues-
tos al reproche de «ser los tontos» (stulti). El mismo Tertuliano reconoce
sin ambages que los idiotae está n siempre en mayorí a entre los cristia-
nos. La hostilidad cultural de la nueva religió n figura siempre entre las
principales objeciones de los polemistas paganos. La apologí a «Ad paga-
nos» rechaza no menos de treinta veces la denominació n de stulti aplica-
da a los cristianos. 32
Celso, el gran adversario de los cristianos de la segunda parte del si-
glo n acierta, como tantas otras veces, en lo esencial cuando cataloga como
«simple» la nueva doctrina y cuando escribe que los cristianos «huyen a
toda prisa de las personas cultas, pues é stas no son accesibles al engañ o,
pero tratan de atraerse a los ignaros»: ¡ actitud y conducta que siguen por
cierto en vigor entre las sectas cristianas de nuestro tiempo! «Esos son los
principios que sustentan -prosigue Celso-: " Que no se nos aproxime nin-
gú n hombre culto, ningú n sabio ni ningú n sensato. É sas no son personas
recomendables a nuestros ojos. Pero si alguien es ignorante, obtuso, in-
culto y simple, ¡ venga intré pido a nuestras filas! En la medida en que
consideran a gentes tales como dignas de su Dios, ponen de manifiesto
que só lo quieren y pueden persuadir a las personas sujetas a tutela, a los
viles y obtusos, así como a los esclavos, a las mujercillas y a los niñ os. »33
Con vehemencia superior incluso a la del clero secular despreciaban
los monjes la ciencia viendo en ella, con toda razó n, una antagonista de
la fe. Con la misma consecuencia fomentaban, por lo tanto, la ignorancia
como premisa de una vida virtuosa. No era é sta la menor de las causas de
que los cultos viesen a los monjes, especialmente idolatrados por las ma-
sas, como el peor obstá culo para su conversió n al cristianismo. Causa
tambié n de que no só lo los paganos cultos, sino tambié n los seglares cris-
tianos aborreciesen de los ascetas y de que un procer perdiese todo deco-
ro social si abrazaba los há bitos. 34
Hambre, suciedad y lá grimas: El gran ideal
cristiano sustentado durante muchos siglos
Ya a finales del siglo iv y tan só lo en las regiones desé rticas de Egipto
viví an, al parecer, 24. 000 ascetas. ¿ Viví an? Semejaban animales con fi-
gura humana. Estaban metidos en lugares subterrá neos, «como muertos
en su tumba», moraban en chozas de ramaje, en oquedades sin otra aber-
tura que un agujero para reptar hasta ellas, «tan estrechas que no podí an
ni estirar las piernas» (Paladio). Se acuclillaban como trogloditas en gran-
des rocas, en empinados taludes, en grutas, en celdas minú sculas, enjau-
las, en cubiles de fieras y en troncos de á rboles secos, o bien se apostaban
sobre columnas. En una palabra, viví an como animales salvajes pues ya
san Antonio, el primer monje cristiano de quien se tiene noticia, habí a or-
denado «llevar una vida de animal», mandato que tambié n el tantas veces
alabado Benito de Nursia adoptó en su regla. Y segú n la divisa de los an-
tiguos ascetas, «el auté ntico ayuno consiste en el hambre permanente» y
«cuanto má s opulento es el cuerpo, má s exigua el alma; y viceversa», se
limitaban a entresacar con los dedos un grano de cebada del estié rcol de
camello permaneciendo, por lo demá s, dí as e incluso semanas enteras en
total abstinencia. 35
San Sisino, de quien sabemos a travé s de los escritos de Teodoreto,
vivió tres añ os en una tumba, «sin sentarse, sin tenderse o dar un solo
paso». San Maró n vegetó once añ os en un á rbol hueco, salpicado en su
interior con enormes espinas. É stas debí an impedirle cualquier tipo de
movimiento, al igual que lo hací an unos complicados colgantes de pie-
dras de su frente. Santa Marañ a y santa Cira llevaban sobre sí tal canti-
dad de cadenas que só lo podí an avanzar doblá ndose bajo el peso. «Así
-afirma Teodoreto- vivieron cuarenta y dos añ os. » San Acé psimo, famo-
so en todo Oriente, llevaba tal carga de hierros que cuando salí a de su
gruta para beber, debí a caminar a cuatro patas. San Eusebio vivió duran-
te tres añ os en un estanque seco y arrastraba habitualmente «el peso de
veinte libras de cadenas de hierro; les añ adió primero las cincuenta que
llevaba el divino Agapito y despué s las ochenta que arrastraba el gran
Marciano [... ]». 36
«Desde que me adentré en el desierto -confiesa el monje Evagrio
Pó ntico, muerto a finales del siglo iv- no comí ni lechugas ni otras ver-
duras, ni fruta ni uvas, ni carne. Jamá s tomé un bañ o. » Hambre, suciedad
y lá grimas constituí an entonces, al igual que durante muchos siglos pos-
teriores, un alto ideal cristiano. Un tal Onofre (Onuphrius, en griego) dice
de sí mismo: «Se cumplen ya siete añ os desde que estoy en este desierto
y duermo en las montañ as a la manera de las fieras. Como lolium y hojas
de los á rboles. No he visto nunca a una persona». Pablo de Tamueh atra-
viesa el desierto con un rebañ o de bú falos: «Vivo como ellos; como la
hierba del campo [... ]. En invierno me acuesto junto a los bú falos, que
me calientan con el aliento de sus bocas. En verano se apiñ an y me dan
sombra». Cuando menos era una compañ í a que inspiraba confianza.
San Sisoe se ejercitó toda su vida «en el amor al santo desprecio» (Pala-
dio). Tambié n santa Isidora, metida en el primer monasterio femenino,
junto a Tabennisi, conocí a un ú nico deseo: «El de ser continuamente des-
preciada». Pasó su vida cubierta de harapos y descalza en la cocina del
monasterio alimentá ndose «de las migas de pan que recogí a del suelo
con una esponja y del agua de fregar las ollas». Juan Egipciano vivió cin-
cuenta añ os en una choza y, al igual que los pá jaros, só lo se alimentaba
de agua y granos. Juan el Exiguo regó, a instancias de un anciano, un
palo seco plantado en medio del desierto durante dos añ os, debiendo bus-
car el agua de un manantial a dos kiló metros del lugar. Segú n Paladio, el
palo rebrotó realmente. Todaví a hoy puede verse en el mismo lugar, en
Wadi Natrum, una iglesia dedicada a Juan el Exiguo y junto a ella un á r-
bol -naturalmente el que brotó de aquel palo seco- llamado Chadgered el
Taa, ¡ Á rbol de la Obediencia! Pues el monje, dice Juan Climaco en el si-
glo vn, debe «ser un animal obediente dotado de razó n», formulació n que
merece todaví a ser clasificada de clá sica por el miembro de una orden en
el siglo xx (Hilpisch). El eremita ambulante Besarió n no penetró nun-
ca en un lugar habitado y recorrí a el desierto lloriqueando dí a y noche. Y
no es que llorase por sí mismo o por el mundo, nos dice Paladio, poste-
riormente obispo de Helenó polis (Bitinia) y monje de Egipto a finales del
siglo iv; nada de eso, Besarió n «lloraba por el pecado original y por la
culpa de nuestros primeros padres». 37
Camino distinto para evitar el «mundo» y ganar el Reino de los Cie-
los era el emprendido por los «pasturantes» de Siria y otras regiones. «Re-
corren sin meta fija los desiertos en compañ í a de los animales salvajes,
como si ellos mismos fuesen animales. » Así los glorifica el Doctor de la
Iglesia Efré n, el gran antisemita, denominado Cí tara del Espí ritu Santo.
«Pacen -añ ade- entre animales salvajes como los ciervos. » Y en el siglo vi
un estricto cató lico como Evagrio Escolá stico, cuestor imperial y prefec-
to imperial, escribe en su Historia de la Iglesia acerca de hombres y mu-
jeres casi desnudos que se conforman con «pacer como los animales. In-
cluso su porte extemo tiene mucho de animal, pues apenas ven a una per-
sona huyen y si se les persigue se escapan con increí ble velocidad y se
ocultan en lugares inaccesibles». En aquella «edad dorada» de los pastu-
rantes parecí a lo má s natural del mundo pasar una vida cristiana comien-
do hierba a cuatro patas. Apa Sofroní as pació en su é poca durante seten-
ta añ os a orillas del mar Muerto y completamente desnudo. El pacer se
convirtió, en puridad, en una pí a profesió n o, mejor dicho, en una voca-
ció n. Juan Mosco, que fue por entonces monje en Egipto, Siria y Palesti-
na, regiones donde los boskoi, los comedores de hierba, vegetaban por
doquier, menciona en su obra principal, el Pratum spirituale (Prado espi-
ritual) a un anacoreta que hizo ante é l esta presentació n: «Yo soy Pedro,
el que pace a orillas del Jordá n». Este tipo de ascé tica se difundió hasta
Etiopí a, donde en la comarca de Chimezana, los eremitas dejaron tan pe-
lado todo el terreno que no quedó nada para los animales, por lo que los
campesinos los persiguieron hasta que se metieron en sus grutas, donde
perecieron de hambre. 38
De seguro que no hay que tomar siempre por moneda de ley todo
cuanto los cronistas cristianos nos brindan a este y a otros respectos. Al-
gunos de estos santos ni tan siquiera han existido. Algunos de estos rela-
tos u otros de aná loga í ndole son «meramente antiguas novelas egipcias
adaptadas a las nuevas ideas» (Amelineau). Otros, pese a su propensió n a
la hipé rbole, son conmovedores. Macario el Joven, por ejemplo, mata
cierto dí a un tá bano y como castigo se hace picar por los otros: durante
seis meses se echa en el suelo, del que no se moverí a, en un yermo «en el
que hay tá banos grandes como avispas, con aguijones que taladran hasta
la piel de los jabalí es. Su cuerpo queda en tal estado que cuando vuelve a
su celda todos lo toman por leproso y só lo reconocen al santo por su voz». 39
Sea cual sea el grado de veracidad de estas historias, de ellas trascien-
de con toda claridad todo cuanto influí a, extraviaba y entontecí a a los
cristianos de aquella é poca y a los de varios siglos subsiguientes, el su-
blime «ideal» por el que debí an y tení an que regirse. Pues aquellos orates
eran idolatrados, celebrados, consultados y ellos y sus iguales pasaban por
santos. Siendo así, ¡ ¿ qué podí an significar para ellos el arte, la ciencia y
la cultura?!
Buena parte de los má s cé lebres ascetas egipcios eran analfabetos como
lo era, sin ir má s lejos, el má s famoso de entre ellos, el fundador genuino
del monacato cristiano, Antonio, que, se supone, nació en Roma en el
seno de una familia acomodada. Incluso siendo ya «un muchacho bien
crecido» se negó a aprender a leer y escribir y no por pereza, sino por
motivos exclusivamente religiosos. Pues -comentario del jesuí ta Hertiing
en pleno siglo xx- «¿ para qué toda esa educació n mundana, cuando se es
cristiano? Lo necesario para la vida se oye ya en la iglesia. Con eso hay
bastante». 40
De ahí que Antonio deambulase de un escondrijo para otro a lo largo
del desierto lí bico, atrayendo a otros anacoretas, atrayendo a demonios y
' á ngeles, teniendo visiones completas de mujeres lascivas, granjeá ndose
má s y má s la fama de la santidad, de hé roe ideal (cristiano). Hacia el fi-
nal de su larga vida su estatura crece literalmente, con tantos milagros y
visiones, hasta adentrarse en el cielo.
En relació n con todo esto, la Vita Antonii de aquel antiguo falsario
que era Atanasio ejerció una influencia má s que nefasta. Escrita en grie-
go hacia el 360 y tempranamente traducida al latí n, se convirtió en un
é xito publicí stico, má s aú n, en paradigma de la hagiografí a griega y lati-
na. Y es bien posible que, como ensalza Hertiing, esta fá bula de Antonio
haya constituido «uno de esos libros que deciden el destino de la humani-
dad», ya que, segú n la opinió n de Hartnack, «ninguna otra obra escrita ha
tenido mayor efecto entontecedor sobre Egipto, Asia Occidental y Euro-
pa» que ese deleznable producto surgido de la pluma de san Atanasio «el
Grande», «quizá el libro má s fatí dico de cuantos se hayan escrito jamá s».
Esa obra es «la má xima responsable de que demonios, milagrerí as y toda
clase de trasgos hallasen su acomodo en la Iglesia» (Lé xico de conceptos
para la Antigü edad y el cristianismo)
La misma mayorí a de los dirigentes eclesiá sticos carecí a en absoluto
de nivel intelectual. Hasta el má s prominente persecutor de «herejes» de
la Iglesia antigua, el obispo de Lyon Ireneo, se lamenta, y no sin razó n,
hacia el añ o 190 «por su torpeza en la escritura». El Padre de la Iglesia
Hipó lito constata poco despué s la ignorancia del papa Ceferino. Apenas
otro siglo despué s, un documento eclesiá stico testimonia que en el Sí no-
do de Antioquí a (324-325), la mayorí a de los obispos no son expertos «ni
siquiera en las cuestiones relativas a la fe». Y todaví a má s tarde, al de Cal-
cedonia (451), asisten cuarenta obispos que no saben ni leer ni escribir. 42
A lo largo de los siglos, la mayorí a de los autores del cristianismo pri-
mitivo rechazan resueltamente la cultura pagana, la filosofí a, la poesí a, el
arte. Frente a todo ello mantení an una actitud de profunda desconfianza,
de declarada hostilidad, actitud determinada tanto por el resentimiento
propio de espí ritus vulgares como por el odio antihelé nico de los cristia-
nos má s o menos cultos.
La hostilidad frente a la cultura
de los primeros escritores grecocristianos
Ya mostramos má s arriba cuan decididamente, con qué expresiones
resueltamente groseras, despotricaba Taciano, el «filó sofo de los bá rba-
ros», el autoproclamado Heraldo de la Verdad, hacia el añ o 172 contra
todo cuanto tení a rango y renombre en la cultura grecorromana y hasta
qué punto vilipendiaba de la manera má s ordinaria la filosofí a, la poesí a,
la retó rica y la escuela. 43
El escritor Hermias (la datació n de su vida oscila entre el 200 y el 600) inserta en el inicio mismo de su Escarnio de los filó sofos no cristianos las
palabras de Pablo «Dilectos, la sabidurí a de este mundo es necedad a los
ojos de Dios» sin permitir que prevalezca otra verdad que la del Evange-
lio. De manera má s bien burda que ingeniosa, ignorante de cualquier sen-
tido profundo y en extremo superficial, Hermias califica la filosofí a de
algo «carente de fundamento y de utilidad», de «pura especulació n aven-
turera, de absurda, quimé rica y abstrusa o de todo ello al mismo tiem-
po», pese a que só lo conoce a sus ví ctimas a travé s de meras lecturas de
compendios. Es, por lo demá s, el caso de la mayorí a de los autores cris-
tianos. 44
Ignacio de Antioquí a, un faná tico adversario de los cristianos de orien-
tació n diversa a la suya («bestias con figura humana») y primero en brin-
damos el té rmino «cató lico», repudia la casi totalidad de la enseñ anza es-
colar y cualquier contacto con la literatura pagana, a la que é l apostrofa
como «ignorancia», «necedad», siendo sus representantes «má s bien abo-
gados de la muerte que de la verdad». Y mientras afirma que «ha llegado
el fin de los tiempos», «nada de cuanto aquí es visible es bueno» y pregun-
ta con sarcasmo «¿ Dó nde está la jactancia de aquellos a quienes se deno-
mina sabios? », se permite afirmar que el cristianismo ha superado todo
ello y ha «erradicado la ignorancia»: «una de las grandes cumbres de la
literatura paleocristiana» (Bardenhewer). 45
Hacia 180, el obispo Teó filo de Antioquí a decreta en sus tres libros A
Autó lico que toda la filosofí a y el arte, la mitologí a y la historiografí a de
los griegos son despreciables, contradictorias e inmorales. Es má s, recha-
za por principio todo saber mundano y se remite al respecto al Antiguo
Testamento, a varones, como é l dice encomiá stico, «carentes de ciencia,
pastores y gente inculta». Por cierto que Teó filo, que no se convirtió en
cristiano y en obispo sino cuando ya era adulto y cuya prosa es alada y
rica en imá genes, si bien algo fugaz, imprecisa y a menudo poco original,
debí a su formació n al paganismo. Ese paganismo cuyos representantes,
desde luego, «han planteado y siguen planteando falsamente las cuestiones
cuando, en vez de hablar de Dios, lo hacen de cosas vanas e inú tiles», au-
tores que, no poseyendo «un á pice de la verdad» está n todos ellos poseí -
dos por espí ritus malignos. Se evidencia, pues, que «todos los demá s esi
tá n en el error y que só lo los cristianos poseemos la verdad, habiendo
sido adoctrinados por el Espí ritu Santo, que habló por medio de los pro-
fetas y lo anunció todo de antemano». 46
Aparte de Taciano, Ignacio y Teó filo de Antioquí a, tambié n Policarpo
y la Didaché repudian radicalmente la literatura antigua. La Didaché, el
Pastor de Hermas, la Carta de Bamabá s y las Cartas a Diogneto ni la
mencionan. La Didascalia siria (tí tulo completo: Doctrina cató lica de los
doce apó stoles y santos discí pulos de nuestro Redentor), falsificada por
un obispo el siglo ni, pudiera resumir adecuadamente la opinió n de todos
los adversarios cristianos de la cultura griega cuando escribe: «Alé jate de
todos los escritos de los paganos, pues qué tienes tú que ver con palabras
y leyes ajenas ni con profecí as falsas capaces, incluso, de apartar a los ]6-,
venes de la fe? ¿ Qué es lo que echas de menos en la palabra de Dios, que
te lanzas a devorar esas historias de paganos? ». 47
Só lo el Padre de la Iglesia Ireneo y el «hereje» Orí genes, entre los cris-
tianos que escriben en griego durante los primeros siglos, prestan un reco-
nocimiento casi pleno a todas las ramas del saber. Con todo, Ireneo desa-
prueba la casi totalidad de la filosofí a griega, a la que no concede un solo
conocimiento verdadero. Y Orí genes, que precisamente hace amplí simo
uso de la misma (algo que ya advirtió Porfirio, que lo tení a en buena esti-
ma), rechaza la sofí stica y la retó rica como inservibles. Todos los escritores
grecocristianos coinciden, sin embargo, en un punto: todos sitú an el Nue-
vo Testamento muy por encima de toda la literatura de la Antigü edad. 48
La hostilidad frente a la cultura
en los escritores latinos paleocristianos
El hecho de que tambié n autores eclesiá sticos imbuidos de filosofí a
descalifiquen u odien a esta ú ltima es algo que se pone de manifiesto en
Minucio Fé lix y en Tertuliano, dentro de la Patrí stica latina.
Minucio, un abogado romano, que «se elevó desde la profunda tinie-
bla a la luz de la verdad y de la sabidurí a» cuando ya era bastante mayor,
entronca de pleno, por lo que respecta a su diá logo Octavius, escrito pro-
bablemente hacia el añ o 200, tanto conceptual como estilí sticamente, con
la cultura grecorromana y especialmente con Plató n, Ciceró n, Sé neca y
Virgilio. No obstante, aborrece de la mayor parte, si no de toda ella, y en
especial de todo cuanto tiende al escepticismo. Só crates es para é l «el á ti-
co loco», la filosofí a en sí misma «locura supersticiosa», enemiga de la
«verdadera religió n». Los filó sofos son seductores, adú lteros, tiranos. Los
poetas. Hornero incluido, extraví an cabalmente a la juventud «con men-
tiras de mera seducció n», mientras que la fuerza de los cristianos «no
estriba en las palabras, sino en su conducta», de forma que ellos han «al-
canzado eso [... ] que aquellos buscaban con todas sus fuerzas y nunca ha-
llaron». 49
Tambié n Tertuliano, auté ntico padre del cristianismo occidental, lla-
mado fundador del catolici
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