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El mundo se entenebrece cada vez más




Del arte exegé tí co de san Agustí n; sobre lo que creí a y lo que no creí a. Có mo todo cuanto una persona necesita saber está contenido en la Biblia

A la hora de la interpretació n alegó rica, Agustí n procede tal y como
solí a y suele ser habitual entre los teó logos de la Iglesia. Segú n ello la
luna es el sí mbolo de la Iglesia, que refleja la luz de Dios; el viento sí m-
bolo del Espí ritu Santo y el nú mero 11 sí mbolo del «pecado», puesto que
sobrepasa el 10, sí mbolo, naturalmente, de los diez mandamientos. Apli-
cando ese mé todo, Agustí n distingue lo siguiente en la pará bola del hijo
pró digo: a Dios, en el padre; a los judí os, en el hijo mayor; a los paganos,
en el menor; la inmortalidad, en el vestido con que se envuelve a quien
retomó al hogar; a Cristo (cebado por los pecados del hombre) en el ter-
nero cebado que se sacrifica, etc. El meollo de la pará bola parece haberse
escapado a su vista. Có mo Agustí n solventa, por lo demá s, las má s insó -
litas proclamaciones bí blicas es algo que puede ilustrar un ejemplo de
sus 124 Tractatus in Joannis evangelium, «especialmente valiosos» para
Altaner/Stuiber. Tambié n el sermó n 122 de ese libro, que aduciremos a
continuació n, lo escribió y predicó tardí amente, no antes del añ o 418, con
gran experiencia de la vida.

Así pues, Agustí n leyó en el Evangelio de Juan, 21, 11, que Pedro tra-
jo a tierra «ciento cincuenta y tres grandes peces» por cuenta de la pesca
milagrosa en el lago de Tiberí ades. Ese nú mero tan exacto dio que pensar
a Agustí n. Pero así como habí a desentrañ ado otros misterios de í ndole
muy diversa, desentrañ ó el de los 153 peces. ¡ É stos simbolizaban, claro
está, a todos los elegidos! He aquí su contundente prueba: 10 es el nú me-
ro de los mandamientos y representa la ley; 7 es el nú mero de los dones
del espí ritu y representa al Espí ritu Santo. Añ á dase a ello la gracia del
Espí ritu Santo: eso hace 10 + 7 = 17. Ahora basta sumar todos los nú me-
ros que van desde el O al 17 y ¿ qué se obtiene?: ¡ el nú mero 153! Algo que
asombra al experto y admira al lego, pero que era, es y seguirá siendo un
cá lculo cabal. Y Agustí n, el grandioso inté rprete de la Sagrada Escritura,
predicó una y otra vez sobre esta pesca milagrosa, sobre esta, digamos, do-
ble pesca milagrosa y sobre el sentido, por é l desentrañ ado, de los 153 pe-
ces. ¡ Qué sensació n de triunfo debió de sentir y qué escalofrí o de auté nti-
ca veneració n por esa sabidurí a debieron de sentir los miembros de su grey
a sus espaldas! 103

Todo ello son aspavientos, dicho sea de paso, por un evangelio que no
só lo no fue escrito por el apó stol Juan, sino que, rechazado en su tiempo
por los cí rculos ortodoxos, fue reelaborado a mediados del siglo n por un
redactor de la Iglesia, quien, entre otras cosas, le añ adió todo el capí tu-
lo 21, justamente el capí tulo en el que nadan «nuestros 153» peces. 104


Los logros intelectuales de Agustí n -que son de naturaleza teoló gica,
lo cual, rebus sic stantibus, habla especialmente en contra suya- fueron
sobrevalorados desde siempre. Si se exceptú an ciertas observaciones psi-
coló gicas, siempre escribió bajo inspiració n ajena, y se limitó a «convertir
en una vivencia personal lo que captaba al meditar sobre los pensamien-
tos de otro. s» (H. Holl). «Nunca en su vida tuvo valor para pensar de for-
ma autó noma. » O algo aú n peor: un historiador tan esclarecedor y digno
de ser leí do como H. Dannenbauer se ve tentado de aplicar a Agustí n la
vieja sentencia con que Goethe se referí a a Lavater: «La verdad rigurosa-
mente estricta no fue cosa suya. Se mintió a sí mismo y a los demá s». 105

Agustí n sentí a auté ntica adicció n por la autoridad. Siempre tuvo que
buscar cobijo bajo algo, adherirse a algo, a los maniqueos, al escepticis-
mo acadé mico, al neoplatonismo y, finalmente, al cristianismo. A este
respecto, só lo creí a en la Biblia en virtud de la autoridad de la Iglesia (la
cual basaba su autoridad en la Biblia). La autoridad de la Biblia es a su
vez garantí a, piensa Agustí n, de la verdad. Lo que aqué lla afirma es
verdad, es completamente infalible. «Es má s, la Escritura aparece a ve+
ees como criterio del saber profano. De las narraciones histó ricas, ú nica-
mente debemos creer cuanto no contradiga las afirmaciones de la Escri-
tura». 106

Ya en la é poca de Agustí n habí a menguado tanto el caudal del saber
como la calidad de la educació n. Con todo, cierta formació n clá sica con-
taba aú n hasta el punto de que con ella era posible hacer carrera en el
imperio romano y acceder a las altas e incluso a las supremas dignida-
des. É sa era la ambició n de Agustí n, y Sí maco, el prefecto pagano de
Roma, lo alentó y le procuró un puesto de profesor de retó rica en Milá n.
Su debilitada salud, sin embargo, impuso la renuncia a sus ambiciones.
Probablemente ello está (tambié n) en relació n con el hecho de que Agus-
tí n, cuya formació n se inició demasiado tarde y concluyó demasiado
pronto, sintió «siempre cierto desdé n por la ciencia pura» y comenzó a
despreciar la educació n de entonces «como algo condenado a muerte»
(Capelle). '07

El obispo de Hipona no tení a la menor noció n del hebreo. Tambié n su
conocimiento del griego era endeble. A duras penas podí a traducir textos
griegos. É l, un rhetor y durante varios añ os profesor de varias escuelas
superiores, llegaba apenas a leer la Biblia griega. A los clá sicos, incluidos
Plató n y Plotino en la medida en que los conocí a, y a la Patrí stica Griega,
los leí a en versió n latina. Y es probable que la mayorí a de sus citas fue-
sen de segunda mano. Só lo muy pocas provienen de fuentes directas: Li-
vio, Floro, Eutropio, quizá Josefo, pero sobre todo Marco Terencio Varró n,
el gran erudito de la antigua Roma, cuyas Antiquitates rerum humanarum
et divinarum
constituyen su ú nica fuente de informació n respecto a las
divinidades paganas. 108


La formació n cientificonatural de Agustí n era muy dé bil. Cierto que
no creí a necesario admitir la existencia de pigmeos, de cinocé falos ni de
gentes que se protegí an del sol bajo sus pies planos: creciere non est ne-
cesse.
Creí a firmemente, eso sí, que el diamante só lo se podí a partir con
la sangre de un macho cabrí o y que el viento de Capadocia preñ aba a las
yeguas. Tambié n creí a firmemente en el purgatorio. Es má s, fue é l el teó -
logo que sacó a colació n esa idea prestá ndole así entidad dogmá tica. Creí a
tambié n firmemente en el infierno, siendo é l mismo quien nos lo pinta
como fuego realmente fí sico y quien enseñ a que la intensidad del calor se
rige por la gravedad de los pecados. En cambio, no cree en absoluto que
la Tierra sea esfé rica (nulla ratione credendum est) aunque ello hubiese
sido demostrado hací a siglos. 109

Las ciencias naturales, segú n Agustí n, son opinió n antes que ciencia.
La investigació n del mundo es a lo sumo investigació n de un mundo de
apariencias. Eso vale tanto para el teatro como para la ciencia natural o la
magia. Afá n de espectá culos, curiosidad, eso es todo. «A causa de esa
morbosa apetencia, en el teatro se representan piezas efectistas. Partien-
do de ahí, uno va má s allá con el afá n de desentrañ ar los misterios de la
naturaleza exterior a nosotros, el conocimiento de las cuales de nada sir-
ve y no es otra cosa que curiosidad humana. » La curiositas dirigida a lo
puramente terrenal y no hacia Dios es perversa y peligrosa, una fornica-
tio animae,
una fornicació n espiritual, una comunidad con los demonios.
De ahí que no só lo rechace las artes má gicas, sino que considera asimis-
mo superfluas la medicina y la agricultura. La esencia pura de Dios, en-
señ a como buen neoplató nico, es algo má s pró ximo a nuestro espí ritu
que todo lo corpó reo. 110

Agustí n, que se inspira sobremanera en Plató n y que durante cierto
tiempo creyó que, prescindiendo de algunos té rminos, platonismo y cris-
tianismo vienen a ser lo mismo, asumió particularmente el neoplatonis-
mo, «una prepedé utica hacia Cristo», por así decir. Filosofí a y teologí a
se compenetran sin cesar en la obra del obispo -especialmente a partir
del 400- si bien lo contempla todo desde la perspectiva cristiana, la vera
religio
ya que el hombre, segú n la doctrina agustiniana de la iluminació n
no puede, en puridad, conocer, si no es iluminado por la gracia y la luz de
Dios. El saber y la cultura profanos no tienen por ello ningú n valor por sí
mismos. Só lo adquieren valor al servicio de la fe y no tienen otra finali-
dad que el de conducir a la santidad, a una comprensió n má s profunda de
la Biblia. Tampoco la filosofí a que, ya en su ancianidad, se le antojaba
«charlatanerí a sutil» (garrulae argtiae) tiene para é l otro valor que el de
mera ayuda para interpretar la «revelació n». Todo se convierte así en re-
curso, en instrumento para la comprensió n de la Escritura. En otro caso
la ciencia, cualquier ciencia, es alejamiento de Dios. " '

Todo, en Agustí n, gira en el fondo en torno a Dios, a la Iglesia. Es sig-


nificativo que su escrito De doctrina Christiana, objeto de lecturas e in-
terpretaciones continuamente renovadas, sea simultá neamente fundamen-
to de la educació n cristiana y guí a de predicadores. El obispo, que tam-
bié n escribe en ella acerca de la utilidad de las ciencias (profanas) y tami-
za toda la cultura antigua -en la medida en que la conoce- condena todo
aquello que no resulte ú til al pensamiento cató lico y particularmente al
estudio de la Biblia. La curiosidad, el afá n de saber siempre creó suspica-
cias en el cristianismo. Ya Tertuliano la habí a combatido con crudeza y
Agustí n, un representante aú n má s encarnizado de ese fatal despropó sito,
ataca casi por sistema esa curiosidad, ese anhelo de saber, toda inclina-
ció n hacia metas puramente humanas. Lo cual conduce en é l, con toda
consecuencia, a la anatematizació n de la ciencia, del conocimiento sen-
sorial: instrumentos que atenazan, obstá culos para la fe. «¡ Los ignorantes
se levantan y arrebatan para sí el reino de los cielos! » De ahí que, ardien-
do en el celo religioso, considerase mucho má s fiable, en caso de enfer-
medad, invocar a los santos que aplicar cualquier remedio medicinal y,
consecuente una vez má s, recomendaba curar la migrañ a mediante la im-
posició n de los evangelios. Su grey, sin embargo, usaba tambié n como
medicamento una papilla hecha de pan eucarí stico. " 2

Siguiendo la tó nica que no só lo es tí pica en é l, sino en general en toda
esa corriente del cristianismo relativamente amiga de la cultura, Agustí n
toma en cambio de los paganos, sus «poseedores ilegí timos», todo cuanto
le puede resultar ú til, que es muchí simo. Es necesario, dice, desposeerlos
de sus tesoros al igual que hicieron los judí os en su é xodo cuando se lle-
varon consigo el oro y la plata de los egipcios. Así despoja a toda la cultu-
ra pagana de su propio valor. La expropia, por así decir, para poner «en el
marco de la cosmovisió n y la cultura cristianas, sin alterarlo apenas» todo
cuanto de aqué lla podí a aprovechar a su causa. La cultura antigua aparece
ahora como «preá mbulo del cristianismo», pasa como acervo de «bienes
terrenales a usufructo de los cristianos una vez que la filosofí a -ya defini-
tivamente cristianizada- hubo sometido a su fé rula todo el saber profano»
(H. Maier). 113

Agustí n -y ello es bien ilustrativo- desarrolló ideas sobre la enseñ an-
za que, casi como una cuestió n de principio, marcaron la pauta ¡ a lo largo
de un milenio! El arte apenas juega un papel en ellas, como sigue pasan-
do en la escuela actual. La pintura, la mú sica y la escultura son super-
fluas. La teorí a musical importa, en el mejor de los casos, cuando resulte
ú til para la comprensió n de la Escritura. El mismo juicio le merecen la
medicina, la arquitectura y la agricultura, salvo que se las haya de ejercer
profesionalmente. Este obispo veí a en la Iglesia la Schola Christi y todas
las ciencias fuera de ella le eran sospechosas. Uno puede, ciertamente,
ocuparse en ellas, pero só lo tras riguroso examen de esa opció n y de sus
lí mites. Lo decisivo es siempre si resulta o no fructí fero para la religió n.


Pues en el fondo todo cnanto una persona necesita saber está en la Biblia
y lo que no está allí es nocivo. 114

El mundo se entenebrece cada vez má s

La cultura era altamente estimada en los siglos iv y v. Era uno de los
legados de la Antigü edad y gozaba de una «veneració n casi religiosa»
(Dannenbauer). Todaví a en el añ o 360 una ley del emperador Constancio
podí a declarar que el cultivarse era la virtud suprema. Y realmente mu-
chas familias nobles de aquella é poca, galas y romanas, se consagraban a
ella y particularmente en el seno de los proceres senatoriales. Pero eran
ya simples custodios de la cultura, a la que no enriquecí an. Y tambié n ha-
bí a por doquier cí rculos y fuerzas sociales de í ndole muy distinta; incluso
en las má s altas posiciones. El rey cristiano Teodorico el Grande portaba
ciertamente la espada lo suficientemente bien como para atravesar con
ella a parientes como Recitaquio o a rivales como Odoacro, pero ya no
era capaz de escribir ni el propio nombre sobre los documentos: ni lo eran
tampoco la mayorí a de los prí ncipes cristianos hasta la é poca de los Stau-
fer. Teodorico escribí a las cuatro letras LEGI («lo leí ») por medio de un
molde á ureo expresamente forjado para é l. La instrucció n de los niñ os
godos estaba prá cticamente prohibida por é l, pues, como parece haber di-
cho, quien tembló ante los varazos del maestro nunca sabrí a despreciar
los tajos y acometidas de la espada en la batalla. 115

En la Galia, al parecer, donde el sistema escolar floreció desde co-
mienzos del siglo ni hasta las postrimerí as del iv, las escuelas pú blicas
van desapareciendo en el transcurso del siglo siguiente por má s que aquí
y allá, en Lyon, Vienne, Burdeos y Clermont hubiese aú n escuelas de gra-
má tica y retó rica aparte, naturalmente, de las privadas. Pero todas las en-
señ anzas, al menos las literarias, serví an exclusivamente para el acopio
de material para sermones y tratados, para ocuparse con la Biblia y para
la consolidació n de la fe. La indagació n cientí fica era ya cosa del pasado;

ya no se contaba con ella ni se la deseaba. El conocimiento del griego, que
desde hací a siglos era el requisito -tambié n en Occidente- de toda auté n-
tica cultura, se convirtió en una rareza. Hasta los mismos clá sicos roma-
nos, tales como Horacio, Ovidio y Cá tulo se leí an y citaban cada vez
menos. " 6

Pero tambié n en Oriente se hizo patente la decadencia. Para Epifanio,
obispo de Salamis, la misma filosofí a en cuanto tal era sospechosa de
«herejí a». Su debate con la Antigü edad se limitó a la «pura negació n»
(Altaner/Stuiber). Pero tambié n el Doctor de la Iglesia Cirilo de Alejan-
drí a, supuestamente, «un tipo de intelectual eminentemente cerebral»
(Jouassard), se formó ostensible y primordialmente con la Biblia y debió


de rechazar la filosofí a. Es má s, se ha opinado que deseaba vetar su ense-
ñ anza en Alejandrí a. En general y ya en el siglo iv, la profesió n de maes-
tro apenas si resulta atractiva en Oriente. Libanio, el paladí n de la cultura
helení stica, el má s famoso profesor de retó rica del siglo, se queja de la
aversió n suscitada por esa profesió n. «Ellos ven —dice refirié ndose a su¿
alumnos- que esta causa es despreciada y tirada por los suelos; que no
aporta ya fama, poder o riqueza y sí una penosa servidumbre bajo mu-
chos señ ores, los padres, las madres, los pedagogos, los mismos alumnos,
que ponen las cosas del revé s y creen que es el profesor quien los necesi-
ta a ellos... Cuando ven todo esto evitan esta depreciada profesió n como
un barco los escollos. »117                                     . '

En la é poca de Agustí n apenas hay ya escuelas de filosofí a en Occi-
dente. La filosofí a está mal vista, es cosa del demonio, padre original de
toda «herejí a», y causa espanto a los piadosos. Incluso en un centro de cul^
tura tan importante como Burdeos hace ya tiempo que no se enseñ a filo-
sofí a. E incluso en Oriente, la mayor y má s importante de las universida-
des del Imperio Romano, la de Constantinopla, fundada en 425, só lo tiene
una cá tedra de filosofí a entre un total de 31. " 8

El conocimiento de un saber existente desde hací a mucho tiempo se
perdió en casi todos los á mbitos. El horizonte espiritual se fue haciendo
má s y má s estrecho. La cultura antigua languidecí a desde las Galias has-
ta Á frica, mientras que en Italia desaparecí a prá cticamente. El interé s por
la ciencia natural se esfumó. Só lo quedaron restos de un saber elemental
y una predilecció n convencional por fenó menos de la naturaleza abstru-
sos, curiosos o considerados como tales. Tambié n la jurisprudencia, al me-
nos en Occidente, sufre «estragos», una «pasmosa demolició n» (Wieacker).
En vez de filosofar se citan lugares comunes, en vez de historia se leen
ané cdotas. No interesan ya ni la historia má s antigua, ni la posterior, ni la
má s reciente. El obispo Paulino de Ñ ola, muerto en 431 y sucesor de Pa-
blo de Ñ ola, no leyó nunca a un historiador: actitud bien tí pica del mo-
mento. Caen en el olvido é pocas enteras, verbigracia, la é poca de los em-
peradores romanos. El ú nico historiador de renombre en las postrimerí as
del siglo iv es Amiano Marcelino, un pagano. Se desiste de leer las bellas
letras. Resulta peligrosa a fuer de mundana. Sí nodos enteros prohiben a
los obispos la lectura de libros paganos. En suma: cesa la investigació n
cientí fica; no se experimenta; se piensa cada vez con menos autonomí a:

la crí tica se paraliza; el saber mengua; la razó n se desprecia. «El claro es-
pí ritu crí tico de los cientí ficos griegos parece haber expirado del todo»
(Dannenbauer). En cambio, en todos los á mbitos «profanos», en la biolo-
gí a, en la zoologí a, en la geografí a, al igual que en la religió n, se creen
cosas cada vez má s absurdas; cuanto má s disparatadas, tanto mejor. Triun-
fan la ciega obediencia a la autoridad y la mí stica fantá stica. El poder de
los santos cura má s que el arte de los mé dicos, dice hacia el añ o 500 un


sacerdote italiano. Unas dé cadas despué s ningú n mé dico pudo sanar al
obispo Gregorio de Tours, un hombre con la mente llena de supersticio-
nes, pero sí, milagrosamente, un trago de agua con algo de polvo tomado
de la tumba de san Martí n. " 9

La educació n de los seglares, que todaví a persiste en el siglo vi, se
extiende prá cticamente durante siglos. Só lo los clé rigos sabrá n aú n leer y
con frecuencia má s que suficientemente mal. Hasta un historiador como
Gregorio de Tours (muerto en 594) nos sirve de escandaloso ejemplo. Su
estilo es bá rbaro. Abunda en graví simos deslices gramaticales, con usos de-
fectuosos de las preposiciones -cosa que é l mismo sabe y confiesa- con
empleo del acusativo en lugar del ablativo y viceversa. Confunde a menu-
do los gé neros, usa nombres femeninos por masculinos, masculinos por fe-
meninos, masculinos por neutros. Hasta los reyes fueron durante un largo
perí odo analfabetos. En el siglo vn la cultura estaba prá cticamente postra-
da. Desde Á frica hasta las Galias, la ú nica lectura eran leyendas de santos
y novelas monacales. La ú nica base de la instrucció n en las escuelas eran
los salmos. Só lo en Españ a, donde al menos habí a algunos obispos semi-
letrados, hallamos un saber mí nimo en el clero, limitado, desde luego, al
conocimiento de la Biblia y de las leyes canó nicas. Pues ocurre que en la
medida en que la cultura profana languidece -caduca, de hecho- en los ini-
cios de la Edad Media, la eclesiá stica se hace má s estrecha, unilateral y rí -
gida. Los prejuicios contra aqué lla aumentan. Su rechazo es cada vez má s
decidido y pasa por impropia del estado sacerdotal. El auté ntico manual
de instrucció n del clero son los salmos y son particularmente los monjes
quienes desarrollan una decidida aversió n contra la cultura, especialmente
contra la filosofí a. Todo ello es superfluo, nocivo, necia sabihondez. 120

Para la admisió n en un monasterio benedictino del siglo vi no cuenta
para nada el hecho de si se sabe o no se sabe leer y escribir. Si se leí a
algo, habí a de ser la Biblia, la lectio divina. «En ninguna parte hallamos
mencionada otra finalidad de la lectura» (Weissengruber). Lo decisivo
para ingresar en el monasterio era que el novicio comprendiera unas re-
glas monacales machaconamente inculcadas. No habí a enseñ anza para
novicios y si algo se aprendí a era como autodidacta. La lectio, como se
llamaba a semejante studium, no era tanto un proceso de enseñ anza y
aprendizaje como un ejercicio ascé tico-religioso. «En la mayorí a de los
casos a la lectio se le asignaba el papel de mera oració n», era un «acto sa-
cral» (Illmer). Y durante la «clase», los niñ os -algunos de los cuales ve-
ní an ya con cinco añ os o directamente de la cuna al monasterio- estaban
allí metidos entre otros monjes, analfabetos adultos, algunos casi ancia-
nos. Situació n que se denominaba schola sancta. m

Como quiera que casi todo el mundo se entontecí a gradualmente, au-
mentaba tambié n la creencia en toda clase de bobadas, verbigracia, en
toda una caterva de espí ritus malignos.


IRRUMPE LA OBSESIÓ N CRISTIANA
POR LOS ESPÍ RITUS

«A travé s de todo el Nuevo Testamento se presupone [... ] firmemente
la existencia y actividad de los espí ritus. Siguen operantes
las prá cticas de la antigua magia. »

E. schweizer, TEÓ LOGO'22

«En la é poca de Cristo floreció la prá ctica de conjurar a los demonios.
Tanto los adeptos de la piedad helení stica como los rabinos judí os
conjuraban a los demonios y otro tanto hací an Jesú s y los apó stoles.
La virtud exorcizadora de los demonios constituye uno de los rasgos
histó ricos mejor documentados en Cristo. »

F. heiler, TEÓ LOGO'"

«La cruz es el terror de los demonios [... ]. Se espantan
apenas ven esta señ al. »

cirilo DE jerusalé n, doctor DE LA IGLESIA124

«Presto desaparecen si uno se protege con la fe y la señ al de la cruz. »

antonio, PROTOMONJE125

«Y así, tanto la literatura patrí stica como la hagiografí a está n llenas
de ejemplos de una fe palpable en los demonios, en una jerarquí a
infernal que perdurará en igualdad de derechos con
la jerarquí a de los coros angé licos hasta el dí a del Juicio Final. »

B. RUBÍ N126

«El cristiano no puede dudar de la existencia de espí ritus malignos
pues 1) ¿ a Sagrada Escritura nos ofrece las pruebas má s firmes
y convincentes de aqué lla
[... ]; 2) el mismo Jesú s expulsaba
a los demonios
[... ]; 3) Jesú s concedió a los apó stoles ese
mismo poder. »
S.
luegs en 1928, teó logo cató lico'"

«No es posible dejar de lado el mal sin perturbar el ensamblaje
de todo el conjunto [... ]. El demonio existe».

J. ratzinger, CARDENAL128


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