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Todo cuanto de la cultura pagana anterior podía resultarle útil fue ensalzado como «religión cristiana» y plagiado por el cristianismo




Así como los cristianos escasean entre los intelectuales -pues, en té r-
minos generales, cuanto má s sabe una persona, menos cree; menos aú n
en las religiones; y menos que en ninguna en el cristianismo- tambié n el
siglo iv sucedí a aú n que la nueva religió n cosechaba sus é xitos má s men-
guados entre los cultos y los aristó cratas. Los seguidores de la vieja fe
entre estos estratos sociales siguieron reputando, en su gran mayorí a, al
cristianismo como una fe para carboneros, como religió n de la gente de
poco fuste, totalmente incompatible con la ciencia antigua. Pero la Igle-
sia necesitaba justamente de los cultos. De ahí que tambié n en ese punto
revisase a fondo su pensamiento y comenzase a abrirse a quienes hasta
entonces habí a puesto en cuarentena o incluso combatido. Y como la nue-
va religió n constituí a un buen punto de partida para hacer carrera -tam-
bié n carrera mundana-, los proceres y los cultos se sintieron ahora impul-
sados a la conversió n. Pronto llegó el momento en que las sedes obispales
fueron cubiertas casi exclusivamente por personas de las capas superio-
res. Al filo del siglo v, el paganismo entra en una lenta agoní a. Los repre-
sentantes del á mbito cultural cristiano acabaron por ser claramente supe-
riores a los paganos que aú n quedaban, si prescindimos del má s significado
de los historiadores en lengua latina, Amiano Marcelino. Ello sucedió,
naturalmente, valié ndose de los medios de la cultura antigua, que, cuando
menos parcialmente y con bastante desgana, fue legada a la Edad Media. 76

Ese desarrollo de las cosas está ciertamente en contraposició n con las
enseñ anzas bá sicas del Nuevo Testamento, de un Evangelio que no fue
anunciado para los sabios ni los doctos. Por otro lado, sin embargo, hací a
ya tiempo que el cristianismo habí a dado ya un paso decisivo para salir
del mundo judí o de Jesú s y los apó stoles. El mismo Pablo era ya ciuda-
dano romano e hijo de una ciudad helení stica y el propio judaismo estaba
ya helenizado desde hací a siglos, de modo que el cristianismo fue absor-
biendo má s y má s la sabia del mundo helení stico-romano convirtié ndose
en un hermafrodita tí pico. Se debatí a con y se impregnaba de esa cultura


en la que, al igual que Pablo, habí an nacido la mayorí a de los cristianos; en
la que crecieron, cuya lengua hablaban y a cuyas escuelas asistí an. 77

Hasta el siglo vi no tuvo la nueva religió n una escuela propia. Cierto
que los cristianos odiaban la escuela pagana, pero no crearon una propia
ni hicieron ningú n intento al respecto: les faltaban todos los requisitos,
los mismos fundamentos para ello, y tambié n les resultaba imposible
competir con los clá sicos. Habí a una má xima ampliamente difundida,
propugnada tanto por Tertuliano como por el papa Leó n I: los cristianos
debí an ciertamente apropiarse el saber mundano, pero no enseñ arlo nun-
ca. La Statuta Ecciesiae Antiqua ú nicamente permití a a los seglares la
docencia pú blica con una autorizació n especial y bajo control eclesiá sti-
co. Pero ni siquiera un rigorista como Tertuliano, que prohibí a a los cris-
tianos toda docencia en escuelas paganas, se atrevió a prohibir a los ni-
ñ os la asistencia a la escuela. Y bajo el imperio transformado ya en cris-
tiano los planes de enseñ anza y los contenidos escolares siguieron siendo
los mismos. 78

Todo ello no podí a por menos de tener consecuencias. Para ganarse el
mundo, era forzoso tentarlo con sus propios tesoros. Para vencer habí a
que contar con su ayuda y no oponerse a ella. Inconsciente y tambié n
conscientemente, el cristianismo fue vinculado a la cultura contemporá -
nea, al espí ritu de la ciencia griega. Durante los siglos n y m quedó em-
bebido de la misma y aquel movimiento fundamentalmente escatoló gico
en sus inicios se transformó en un sistema de especulació n filosó fica.

Y ello, gracias a personas como Justino, para quien só lo la filosofí a
conduce a Dios, só lo los filó sofos son santos y para é l todo aquel que viva
o haya vivido «segú n la razó n», incluso aunque su vida haya transcurrido
muchos siglos antes de Cristo y haya, incluso, pasado por «ateo», es un
cristiano. Tal fue el caso de un Só crates, de un Herá clito y de otros seme-
jantes a ellos. Tal proceso fue fomentado asimismo y en mucha mayor
medida por Clemente de Alejandrí a, quien trasvasó la filosofí a pagana al
cristianismo de forma incansable y con inequí voca intenció n. Así hizo de
é ste una filosofí a de la religió n segú n la cual ya antes de Cristo só lo a la
filosofí a le fue dado redimir a ciertos hombres, educar a los griegos ca-
mino de Cristo, hasta tal punto que un cristiano carente de formació n
griega no puede comprender a Dios. Clemente, a quien Roma no recono-
ce como santo, fue el primero que, con su mé todo, «hizo del cristianismo
una doctrina capaz de conquistar el mundo antiguo» (Dannmenbauer).
Aná logo es el caso del «hereje» Orí genes, quien asimismo vertió a rau-
dales la cultura pagana en el paganismo, valié ndose de é sta para formular
su concepto de Dios, su cosmologí a, su pedagogí a, su doctrina del logos
y la virtud, su antropologí a y su filosofí a de la libertad. Un cristiano per-
fecto só lo podí a serlo, opinaba, el heleno cultivado. Es má s, en su obra
Stromateis, que abarcaba diez volú menes y se perdió (quizá no por ca-

 

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sualidad), demostraba, segú n el obispo Eusebio, «todas las tesis de nues-
tra religió n a partir de Plató n, Aristó teles, Numenio y Lucio Comuto. El
cristianismo, " vastago del judaismo tardí o", experimentó una " total trans-
formació n" gracias a Clemente y Orí genes» (Jaeger). 79

Esta tremenda adaptació n, que, de hecho, constituyó tambié n un fac-
tor para el triunfo del cristianismo, culmina en Agustí n, quien, al igual
que Clemente, volvió conscientemente a poner el saber de la antigü edad,
en cuanto ello era posible, al servicio del cristianismo. Lo hizo de forma en
verdad casi programá tica en su escrito De doctrina christiana, donde, con
el cinismo que le era propio y la arrogancia que no le era menos propia,
pero solí a revestir de humildad, aventura la osada frase de que: «Lo que
ahora se designa como religió n cristiana existí a ya entre los antiguos y no
falto nunca desde los comienzos del gé nero humano hasta la venida car-
nal de Cristo, a partir de la cual esa verdadera religió n, que ya existí a pre-
viamente, comenzó a llamarse cristiana». 80

Con todo, ese trasvase de la cultura antigua fue, en Occidente, bastante
má s lento que el Oriente, donde, verbigracia, Basilio enseñ a en su Discur-
so a los jó venes
«a sacar provecho de los libros de los griegos» (aunque
sea nuevamente la castidad lo que é l aprecie má s que nada en aquellos:

«Nosotros, oh jó venes, no apreciamos en nada esta vida humana»; «quien
no quiera hundirse en los placeres sensuales como en una cié naga, é se
debe despreciar todo el cuerpo», tiene que «disciplinar y domeñ ar el
cuerpo como los ataques de un animal salvaje [... ]». (El consabido tema
favorito. ) En Occidente los teó logos parecen tener casi siempre mala con-
ciencia -si es que los teó logos pueden tener algo así - respecto al saber
cientí fico. A lo largo de todo el siglo ni la Iglesia occidental sigue pen-
sando sobre esta cuestió n como Tertuliano. Despué s, el saber y la cultura
fueron tolerados como una especie de mal necesario, convirtié ndolos en
instrumento de la Teologí a: ancilla theologiae. st

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