Corrupción, explotación y supresión gradual de las libertades
La formació n de nuevas capas sociales viene a coincidir justamente
con la consolidació n de los estamentos a lo largo del siglo iv. La socie-
dad se va haciendo despué s má s inmó vil y el estatus radicado en el naci-
miento se convierte en el factor decisivo para la pertenencia a uno u otro
grupo social. La adscripció n a un oficio determinado llegó, finalmente,
a ser obligatoria. El hijo de un funcionario de la administració n tení a que
ser a su vez funcionario de la administració n y el hijo de un carnicero,
carnicero. Se intentó, incluso, asegurar el mantenimiento de los contin-
gentes del ejé rcito haciendo hereditaria la profesió n de soldado. Es má s,
el emperador Constancio quiso que la misma profesió n de sacerdote se
convirtiera en hereditaria, de lo cual desistió má s tarde.
La rigidez de este sistema cristiano de coacció n debiera quedar ilus-
trada por este decreto: «Decretamos que los hijos de panaderos que no ten-
gan aú n capacidad jurí dica queden libres de la obligació n de cocer pan
hasta cumplir los veinte añ os. Es necesario, no obstante, que en su lugar
se dé empleo a otros panaderos, corriendo ello por cuenta de todo el gre-
mio. Una vez cumplidos los veinte añ os, los hijos de los panaderos está n
obligados a asumir las obligaciones laborales de sus padres, pese a lo cual,
sus sustitutos deberá n seguir siendo panaderos». La fuga de estas corpo-
raciones coactivas fue perseguida con medidas punitivas y la reincor-
poració n forzosa por parte del Estado. El cumplimiento de las obligacio-
nes heredadas podí a, incluso, ser forzada judicialmente. Y si bien es cier-
to que aquella vinculació n forzosa y brutal a una profesió n, fuertemente
consolidada ya a mediados del siglo iv, fue quebrantada, legal o ilegal-
mente y permití a ocasionalmente un cambio de profesió n, con todo, era
ya, en virtud del hermetismo de las fronteras entre clase y clase, un prea-
nuncio de la rí gida sociedad estamental de la cristiana Edad Media. 250
Pero donde imperan, por una parte, la carencia de libertad y la mise-
ria, tienen que imperar, por la otra, una explotació n y una corrupció n tan-
to mayores.
De ahí que por entonces creciesen aú n má s las imponentes posesiones
agrarias de los emperadores cristianos. Bajo Constantino o Constancio II,
las propiedades de los templos se convirtieron en res privata del sobera-
no, en propiedad de la corona, aun cuando buena parte de las rentas ex-
traí das de ellas fueran a parar al fisco. Valentiniano y Valente ampliaron
la res privata mediante la confiscació n de terrenos urbanos y de la totali-
dad de sus rentas, lo cual acarreó la penuria financiera de muchos muni-
cipios. Tambié n Zenó n acrecentó la propiedad imperial mediante nuevas
confiscaciones. El emperador Anastasio, en cambio, un experto en finan-
zas -mal visto por la Iglesia y particularmente por los papas- intentó em-
plear preferentemente las rentas de las fincas propias en proyectos pú bli-
cos y no en la corte imperial. Justiniano, sin embargo, tan ensalzado por
el clero, volvió a favorecer intensamente la propiedad imperial, acentuó
su potestad para disponer del fisco y del patrimonio privado y convirtió
a Sicilia, y puede que tambié n a Dalmacia, en dominios imperiales pri-
vados. 251
La administració n romana, antañ o barata y eficaz, se hizo cada vez
má s cara y peor. El historiador má s importante del siglo iv, Amiano Mar-
celino, cuyo objetivo explí cito es el de la objetividad y la verdad, deduce
meridianamente de las actas de la é poca que Constantino comenzó a abrir
las fauces de los má s altos funcionarios y que Constancio los cebó con la
sustancia de las provincias. 252
Ya Constantino, desde luego, aplicó atolondradamente una polí tica
econó mica de despilfarro. Tan só lo las fastuosas iglesias con las que em-
belleció la nueva capital y tambié n Roma y Palestina se tragaron sumas
ingentes de dinero. Para la iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalé n, por
ejemplo, hizo costosos presentes para su consagració n: de oro, de plata y
de piedras preciosas. El techo fue asimismo recubierto de oro por or-
den imperial. Tambié n lo fue el techo de la iglesia de los Apó stoles en
Constantinopla, cuyos exteriores fulgí an con ornamentos á ureos; relieves
de bronce y de oro orlaban por el exterior el tejado. En Roma habí a siete
iglesias constantinianas. Y como a todo ello se añ adí a una lujosa vida
cortesana y un afá n general de ostentació n, por no hablar de las horren-
das sumas destinadas al armamento, la carga fiscal, a la que nos referire-
mos en breve, hubo de aumentar. Y eso no fue todo: al final de su gobier-
no se deterioró tambié n el valor de la moneda. 253
Con Constantino dio comienzo una emisió n masiva de dinero, obteni"
do por medio de varios impuestos nuevos y, desde el añ o 331, a travé s de
la confiscació n de los tesoros y del oro de los templos. Ello determinó
que el oro desplazase al bronce como patró n monetario, incluso para las
transacciones de poco valor, con el consiguiente y considerable aumento
de la circulació n monetaria.
El solidus de oro creado hacia 309 (1/72 libras de oro; una libra de
oro = 72 solidi; una libra de plata = 5 solidi) permaneció inalterablemen-
te en vigor en Bizancio hasta el siglo xi. Ha sido denominado el «dó lar
de la Edad Media» y determinó una extraordinaria estabilidad en los sa-
larios má s altos. El hombre de a pie, por así decir, ni veí a, ni, menos aú n,
tocaba esta moneda a lo largo de su vida. É l seguí a usando la moneda in-
flacionaria, el denarius communis, tambié n llamado fallí s, el dinero de
bronce ya muy devaluado y que seguí a devaluá ndose a ritmo vertiginoso.
Así por ejemplo, en el añ o 324 el solidus valí a en Egipto 45. 000 dena-
rios. A la muerte de Constantino (337) valí a ya 270. 000. En el añ o 361
valí a ya 4. 600. 000. Los artesanos urbanos y rurales, y tambié n los cam-
pesinos, «se vieron por ello sumidos, juntamente con sus hijos, en una
miseria cada vez má s atroz bajo el gobierno de Constantino». Las dife-
rencias sociales se «acentuaron todaví a má s» (Vogt). 254
Hasta el cató lico Clé venot lo reconoció recientemente: «En el siglo iv
se ahondó el abismo que separaba a ricos y pobres». El campo cató lico,
sin embargo, suele enjuiciar de modo muy distinto esta é poca y en pala-
bras de un teó logo alemá n, centrado especialmente en el aspecto social, en-
salza, la «é poca de paz ascendente» y escribe que «la nueva é poca avanzó
tambié n considerablemente por lo que respecta a su conciencia social»
(Voelkl). 255
Esos avances los ilustra de inmediato la polí tica monetaria seguida
por los sucesores inmediatos de Constantino. Los hijos de é ste, en efecto
-«su declaració n de fe cristiana respondí a a su má s í ntima convicció n»
(Baus/Ewig)-, declararon invalidada, por medio de una ley monetaria, la
moneda de cobre blanco, de amplia circulació n, medida que supuso arre-
batar de golpe a la gran masa los pocos ahorros que tení a en esos ocha-
vos, los ú nicos a los que podí a a lo sumo aspirar con grandes esfuerzos y
que solí a, incluso, enterrar en situaciones de peligro. «Ese gran robo per-
petrado contra el patrimonio de toda la població n del imperio» (Seeck) se
atribuye preferentemente a Constancio, a quien tanto agradaba resaltar
sus ademanes religiosos. Era el favorito del clero cató lico, pero se hizo
odioso, prescindiendo de esta inflació n, por el chalaneo en la concesió n
de los grandes cargos, por las subidas de impuestos y por las medidas de
dura disciplina en el ejé rcito, de modo que de ahí a poco perdió su trono
y su vida. 256
La rá pida desvalorizació n del dinero conllevaba ló gicamente el alza
de los precios y la subida de los impuestos, proceso que se remontaba
ciertamente a tiempos muy anteriores. Con todo, la imposició n fiscal no
era especialmente agobiante en la temprana é poca imperial. No se dieron
aú n en ella ni el abandono masivo de tierras, ni rebeliones. Hubo que es-
perar hasta el hijo de Marco Aurelio, Có modo (180-192) -quien por cier-
to fue tolerante para con los cristianos y fue asesinado con la ayuda de
Marcia, una concubina cristiana muy respetada en la corte-, para que es-
tallase, en las Galias, la primera revuelta. Despué s los levantamientos se
fueron sucediendo en las provincias occidentales hasta bien entrado el si-
glo v, aunque só lo conozcamos pocos detalles de las mismas porque los
cronistas del imperio tardí o suelen pasarlas por alto. No es nada desdeñ a-
ble el hecho de que, segú n un crí tico contemporá neo, los impuestos, a
partir de la toma de posesió n de Constantino, se doblasen en una gene-
ració n. 257
Aquella economí a coercitiva por sus medidas dí rigistas y fiscales in-
tensificó progresivamente la explotació n a travé s de impuestos de capita-
ció n, impuestos por actividades productivas y toda una gama de tributos
y prestaciones obligatorias cada vez má s gravosas (muñ era), especialmen-
te en favor del ejé rcito cristiano. Y semejantes cargas se distribuí an de
manera especialmente injusta, ya que los funcionarios del fisco las hací an
recaer sobre todo sobre masas ya exhaustas, las de las clases media y baja.
El impuesto principal en el tardí o imperio romano era el impuesto
fundario (que gravaba el fundus o finca), pero tambié n habí a otros mu-
chos impuestos de í ndole distinta y, adicionalmente, impuestos indirectos
sobre el volumen de ventas y aduanas. Junto a todo ello, el gobierno im-
poní a toda una retahila de prestaciones personales y de tributos en espe-
cie, los muñ era, entregas obligatorias al ejé rcito, alojamiento de las tro-
pas y de los funcionarios de paso, trabajos forzados para la construcció n
de edificios pú blicos, fortificaciones, mejora de ví as de comunicació n et-
cé tera.
Los emperadores cristianos recaudaban los impuestos sin el menor
miramiento, de modo tan implacable como lo hicieron en su tiempo los
emperadores paganos. El cató lico Valentiniano I (364-375), quien, segú n
Amiano, castigaba brutalmente las transgresiones de los pobres mientras
concedí a carta blanca a los grandes señ ores en la comisió n de sus fecho-
rí as, quiso, incluso, ejecutar a los tributarios insolventes. Bajo su poder,
un senador cristiano de la familia de los Aní ceros -de la que provendrí a
el futuro papa y Doctor de la Iglesia Gregorio I- agobió al má ximo Ili-
ria con sus exacciones y forzó ademá s a aquellas provincias esquilmadas
a enviar solemnes escritos de agradecimiento a la corte. Ocasionalmente,
las autoridades intervinieron contra los abusos de sus propios funcionarios,
siguiendo en ello la sabia má xima de Tiberio: «Al rebañ o propio hay que
esquilarlo, pero no desollarlo». 258
Por ley, todos estaban obligados a los muñ era. De hecho, sin embar-
go, los ricos, altos funcionarios, la nobleza del imperio, los grandes terrate-
nientes, el clero y otros cuantos grupos sociales má s quedaban exentos. Es
cierto que el Codex Theodosianus estipula explí citamente: «Todo cuanto,
en lo referente a prestaciones por Nos decretadas, se exija a quienquiera
que sea como obligació n general, deberá ser satisfecho por todos sin dis-
tinció n de mé ritos o de persona». A rengló n seguido, no obstante, se
mencionan las excepciones de «esta regla general: los altos funcionarios
de la corte y los miembros del Consistorio Imperial, así como las Igle-
sias [... ], que quedará n todos ellos exentos de la prestació n de servicios
viles». 259
Es cierto que la aristocracia senatorial y los má s ricos entre los gran-
des terratenientes debí an pagar aú n un impuesto particular. Pero justa-
mente esos cí rculos conocí an procedimientos má s que suficientes para
defraudar al fisco. De ahí que Juliano el Apó stata no promulgase ninguna
amnistí a fiscal, ya que «eran ú nicamente los ricos los que sacaban prove-
cho de ella». Aparte de ello el impuesto particular de la aristocracia del
imperio era exiguo y fue suprimido por completo en 450. Los estratos so-
ciales pobres, asaeteados por recaudadores implacables, jueces injustos y
violencias de toda í ndole, contemplaban en ocasiones, en el siglo v, la
paz como una desdicha peor aú n que la guerra, pues los crecientes gastos
militares acarreaban un crecimiento continuo de las exigencias en entre-
gas y prestaciones personales. Y en todo aquel tiempo, los grandes terra-
tenientes no pagaban en absoluto otros impuestos sino los que les apete-
cí a y en la cuantí a y momento que les apetecí a. 260
En la segunda mitad del siglo iv, quizá hacia 360, un pagano anó nimo
escribió De rebus bellicis, un interesante estudio que no só lo se ocupaba
de problemas militares, sino tambié n econó micos y administrativos, y por
cierto «de modo muy perspicaz, al menos en algunas de sus partes» (Maz-
zarino). El escrito de «un hombre con propuestas», se conservaba en la
catedral de Espira, de donde desapareció, pero se cuenta con una copia
del mismo. Este pagano anó nimo que dirigió su memorá ndum a un sobe-
rano tambié n anó nimo, probablemente a Constancio II, hijo de Constan-
tino, abriga la esperanza de que el regente perdonará su atrevimiento por
dirundir propuestas «en nombre de la libertad en la indagació n de la ver-
dad» (propter philosophiae libé rtate! }. En primer lugar discute la nece-
sidad de reducir el gasto pú blico. Despué s remonta «los comienzos de la
dilapidació n y las exacciones» nada menos que al emperador Constantino.
En un capí tulo especialmente dedicado a la «Corrupció n de los fun-
cionarios» reprocha a los procuradores de provincia que explotan a los
tributarios, ademá s de robar al Estado, y escribe así: «Estos hombres pien-
san, dando muestras de carencia del juicio valorativo exigible a su edad,
que han sido enviados a las provincias para hacer allí negocios. Con ello
causan dañ os tanto mayores, cuanto que las injusticias toman comienzo
precisamente en aquellas personas de las cuales cabrí a esperar el reme-
dio [... ]. ¿ No dejaron a menudo que expirase el plazo del cobro de los im-
puestos con tal de obtener una ganancia explotadora? ¿ Qué aviso judicial,
por demora en el pago, fue emitido que no les reportase a ellos ventaja?
El enrolamiento de reclutas, la compra de caballos y de trigo e incluso las
sumas destinadas para fortificar las ciudades, todo ello les sirvió con ma-
ravillosa regularidad de fuente de enriquecimiento propio, rayano, por
sus proporciones, en un auté ntico saqueo oficial. Si fueran hombres inta-
chables, penetrados hasta lo má s í ntimo del espí ritu de la inmortalidad, los
que rigiesen las provincias, entonces no habrí a ya espacio para el fraude
y el imperio se revigorizarí a mediante ese enriquecimiento moral». 261
Como conclusió n, el atrevido autor apela al soberano para que «eli-
mine el desbarajuste de las leyes» y con ello «los eternos litigios» que de
ello resultan, pues una jurisprudencia clara puede distinguir lo que es «lí -
cito y ajustado a derecho para cada cual». El cató lico Clé venot observa
respecto a este escrito: «En el momento mismo en que los emperadores
ocupan buena parte de su tiempo en solventar controversias teoló gicas,
este pagano clarividente y antidogmá tico confí a en la razó n, la filosofí a y
la ciencia, tratando de estimular la investigació n. Sensible para con la de-
sesperació n de los oprimidos, no vacila en llamar por su nombre a los
opresores». 262
Todo ese Estado coercitivo cristiano era tirá nico y corrupto en alto
grado. Si es cierto que la simoní a comenzó justamente en ese siglo IV a
causar estragos entre el clero, que veí a su poder bruscamente acrecenta-
do, tambié n lo es que el comercio lucrativo por los altos cargos estatales
cobró gran auge bajo Constantino y sus hijos cristianos. Juliano el Apó s-
tata tomó medidas contra é l. Sin embargo, bajo Teodosio I, gobernacio-
nes de provincias enteras fueron vendidas al mejor postor. Y esa situa-
ció n perduró bajo el poder de sus hijos y durante todo el siglo v. En la
corte del piadoso Teodosio II, todo acabó, en ú ltimo té rmino, por ser ve-
nal. Y todo era regido de manera draconiana. «Los funcionarios, y no só lo
los urbanos sino tambié n los de las comunidades rurales y de las aldeas,
son puros tiranos» (Salviano). Y tan duros, sobomables y corruptos como
los funcionarios eran tambié n los altos oficiales, que gustaban de redu-
cir los suministros de las tropas y los vendí an por cuenta propia. Só lo
unos cuantos oficiales germá nicos como Argobasto, Bauto y Estilicó n cons-
tituí an una excepció n. La policí a secreta, infiltrada en todas las autorida-
des -en ocasiones fueron empleados hasta 10. 000 agentes- extorsiona-
ban a todo el mundo. 263
«
182
Los funcionarios má s siniestros eran los esbirros del fisco, que roba-
ban en todas las direcciones, al Estado y a los sufridos tributarios. Ya des-
de el momento mismo de la fijació n impositiva procedí an con todos los
medios coercitivos a su alcance, desfalcando, trabajando con facturas y
recibos falsos, con la cá rcel, con la tortura (para obtener posibles objetos
valiosos escondidos) e incluso con el asesinato. Y su actuació n empeora-
ba con el tiempo. 264
Los cronistas paganos y cristianos del siglo iv describen có mo el pue-
blo, congregado en las plazas del mercado, era forzado al pago de im-
puestos má s elevados mediante la tortura o las declaraciones de los hijos
en contra de sus padres, y có mo esos hijos tení an que ser condenados a la
esclavitud o la prostitució n por causa de la informació n fiscal. Así por
ejemplo, una mujer que se refugió en la clandestinidad para escabullirse
de los esbirros del procurador y de la curia de su ciudad declara esto en
Egipto, al filo del siglo v: «Despué s de que mi marido fuese azotado y
encarcelado repetidas veces y de dos añ os a esta parte, a causa de una
deuda fiscal, y de que mis tres amados hijos fuesen vendidos, llevo una vida
fugitiva, vagabundeando de ciudad en ciudad. Ahora voy por el desierto
sin rumbo fijo y he sido atrapada varias veces y continuamente azotada.
En este momento llevo tres dí as sin comer a travé s del desierto». Y el Pa-
dre de la Iglesia Salviano escribe: «A los pobres se les priva de lo má s
necesario, las viudas sollozan, los hué rfanos son pisoteados. De ahí que
muchos de ellos, incluidos los de noble alcurnia y los que son libres, hu-
yan hacia el enemigo para no ser ví ctimas de las persecuciones del poder
pú blico ni asesinados por é l. De ahí que busquen entre los bá rbaros la hu-
manidad romana, ya que no pueden sufrir la bá rbara inhumanidad de los
romanos [... ]. Prefieren ser libres bajo la apariencia de la servidumbre a
llevar una vida de esclavos bajo la apariencia de la libertad». 265
Para sustraerse a la corrupció n de la burocracia, a las torturas y a los
castigos impuestos por ocultar impuestos, muchos, a veces aldeas ente-
ras, entregaban, mitad libremente, mitad forzados, sus posesiones a los
grandes terratenientes, de quienes las volví an a obtener, ahora «má s pro-
tegidas», en condició n de arrendatarios. De este modo el rusticas, vica-
nus o agrí cola se degradaba hasta convertirse en colono. A finales del si-
glo iv, los mendigos abarrotaban de tal modo las calles de Roma que
hubo que llevarlos a la fuerza a los latifundios, en calidad de colonos o
de esclavos. Y cuanto má s ricas eran las ciudades, mayor era la miseria.
Por aquel tiempo, Libanio hací a esta observació n en Antioquí a: «Ayer
por la noche alguien lanzó un fuerte suspiro de dolor al contar los mendi-
gos: los que allí habí a y los que ya no podí an estarse de pie, ni siquiera
sentados, los mutilados, má s podridos, a menudo, que muchos muertos.
Dijo que era digno de compasió n tener que soportar aquel frí o con tales
harapos. Algunos llevan tan só lo una saya. Otros muestran la desnudez
de sus partes pudendas, de sus hombros, de los brazos y los pies [... ]». Los
asilos de pobres y las limosnas apenas sirven de hoja de parra, de mani-
das excusas (cristianas). Muchos pobres, a los que aú n quedan suficien-
tes fuerzas, se convierten en salteadores de caminos. Para prevenirla, el
gobierno prohibe a toda la població n de Italia la propiedad y uso de caba-
llos, salvo a aquellas personas de alta posició n. 266
Como quiera que las antiguas clases medias, la burguesí a sustentado-
ra de la cultura antigua, se fueron diezmando a causa de las cargas fisca-
les, las extorsiones, las tributaciones forzosas y las confiscaciones, su
creciente pobreza les hizo perder su independencia y desaparecieron en
el siglo v, de modo que la sociedad acabó estando constituida en lo esen-
cial por dos grupos extremadamente diferentes: de un lado estaban los
potentes o sé niores, es decir, los poderosos, los «respetables», especial-
mente la clase de los beneficiados por privilegios fiscales, la de los no-
bles terratenientes, cada vez má s influyentes y con mayores latifundios
esparcidos por Á frica, las Galias y el Asia Menor. Del otro, los humilio-
res o tenuiores, el amplio estrato social de los plebeyos, los dé biles, los
oprimidos: la masa maltratada, acosada por los esbirros del fisco, morti-
ficada por los administradores de los latifundios y domesticada por los
sacerdotes, masa que, en medio de su apatí a, de su frustració n y de su
agotamiento, aú n tení a tiempo, pese a algú n que otro mago de protesta
verbal, para rezar y acudir ocasionalmente a la iglesia. Viví a en una ser-
vidumbre continuada e impuesta contra su voluntad, «en un sistema de
pura coacció n, de mando y obediencia» (F. G. Maier). 267
Fue justamente esa masa la que resultó esquilmada sin contemplacio-
nes por el Estado cristiano, que la llevó a la ruina en las postrimerí as de la
Antigü edad. En todo el imperio, y de modo aú n má s acusado en Occiden-
te, los latifundios de los grandes terratenientes se expandieron a lo largo
de los siglos iv y v a costa de los pequeñ os campesinos libres. Cuanto má s
menguaba el nú mero de los pequeñ os campesinos, má s extensas se hací an
las posesiones en las diversas provincias del imperio, aunque é ste se man-
tuviese y sostuviese siempre gracias a una població n, el grueso de la cual
viví a en estado de semiservidumbre en los campos. Mucha gente se veí a
sujeta a pré stamos del 50 %. Otros tení an que entregar a menudo la mitad
de lo cosechado al Estado, debiendo ademá s transportar las cargas ha-
ciendo largos recorridos hasta los graneros estatales. Las mujeres morí an
miserablemente con sus lactantes en esos transportes sin que ni siquiera
se les diese sepultura. 268
Toda aquella camarilla feudal dependí a del campesino. É l era el garan-
te de su riqueza, de su lujo y de casi todo lo demá s. Viví a a su costa, pero
apenas le dejaba vivir a é l. El campesino se veí a cada vez má s apremia-
do, má s incondicionalmente «atado a la gleba». Se transformó en glebae
adscriptus, en colono, en siervo, en esclavo del suelo, servus terrae. Ya
no podí a abandonar su lugar de trabajo, tení a que ser vendido con é l, y
tras é l, su descendencia seguí a la misma suerte. Só lo podí a tomar esposa
de entre las mujeres pertenecientes al mismo distrito de su colonato. En
caso de fuga, era perseguido como un esclavo rebelde y severamente cas-
tigado. Aquí se aplicaba la sentencia paulina: «Que cada cual permanezca
en el estado [... ]». Aquí perduraba la vieja sujeció n y surgí a una nueva. 269
El má s que probable aumento de la esclavitud resulta precisamente de
la degradació n del pequeñ o campesino a esclavo. Por todas partes, des-
de las Galias a Á frica, pasando por Italia y Españ a, imperan ostensible-
mente las mismas y desoladas circunstancias sociales y econó micas. In-
capaces de pagar sus impuestos, los pequeñ os propietarios acaban por ser
dependientes de los grandes, los patroni, que a menudo son personal-
mente idé nticos con los curiales, que, finalmente, engullen las pequeñ as
fincas como agentes embargadores. Las familias caen en total depaupera-
ció n y son esclavizadas en compañ í a de sus hijos. 270
Desde el reinado de Constantino los campesinos huyen por doquier
de la tierra: en Palestina y en Egipto; tanto en Á frica como en Italia. Por
doquier las mismas calamidades fiscales, las mismas prestaciones socia-
les, las mismas vejaciones. Hasta el mismo correo imperial, con desme-
suradas í nfulas legales y del que hací an uso nada pequeñ o los obispos
con su incesante ir de acá para allá, le quita al campesino los bueyes de-
suncié ndolos del mismo arado. De ahí que bajo el emperador Constan-
cio, por ejemplo, innumerables granjas se convirtieran en eriales en las
provincias Ilirias. Y como los grandes latifundistas sacaban partido, a lo
largo del siglo iv, del ruinoso derecho fiscal -que halló su continuació n
en la «inmunidad» medieval- podí an subyugar totalmente a los pequeñ os
campesinos agobiados por las deudas. É stos se convierten en ví ctimas del
bá rbaro sistema y pierden su tierra aunque la sigan cultivando sin gozar
ya de seguridad alguna. Ya no son otra cosa que arrendatarios «revoca-
bles», a los que, segú n una ley de 365, se les puede echar despué s de
veinticinco añ os de arrendamiento. «La ruina de la població n campesina
se hizo aú n má s aguda en esa é poca» (Lé xico conceptual para la Anti-
gü edad y el cristianismo), , 271
La aristocracia agraria, en cambio, incrementa sin cesar su riqueza.
Sus arcas está n repletas de oro. El nú mero de sus dominios, fé rtiles y di-
latados, aumenta aú n má s en Á frica, Sicilia, Italia y las Galias (donde, no
obstante, hay tambié n extensas zonas en barbecho por falta de personal).
Esos dominios está n ademá s -privilegio de que originalmente só lo goza-
ban los imperiales- libres de muchas cargas y deberes. Es má s, mientras
el Estado se empobrece a cada paso, estas fincas gigantescas, cultivadas a
veces por millares de esclavos, colonos y campesinos semilibres, de cu-
yos tributos se aprovechan, se transforman gradualmente en «nuevas uni-
dades econó micas y administrativas» (Imbert/Legohé rel), en dominios
autá rquicos. Todo va cayendo bajo la «protecció n» de los grandes, todo
cae, vendido, en sus manos; hasta la propia piel y los huesos. Los domi-
nios se tragan aldeas y mercados rurales enteros, situados en su entorno,
Van consumiendo la sustancia de las ciudades y se aprovechan con repul-
siva codicia de cada situació n de penuria. Donde no se acepta de grado,
se recurre a la fuerza: el mismo aire que se respira, decide ya, como en la
Edad Media, sobre la libertad o la servidumbre.
Van surgiendo así centros de soberaní a privada provistos no só lo de
obreros y artesanos de toda especie, toneleros, carpinteros, tejeros, con
molinos y mercados propios, sino tambié n con jurisdicció n propia, con cá r-
celes, iglesias y sacerdotes propios e incluso, como es el caso en Á frica y
Españ a, con obispos, bien cató licos, bien donatistas. La residencia agra-
ria queda protegida a partir de entonces con un foso y una torre y la finca
(villa) se convierte en aldea (village). El señ or organiza su pequeñ a tro-
pa de defensa con sus siervos, se las entiende con los salteadores, y poco
a poco van surgiendo el castillo medieval, el señ or y el caballero feu-
dales. 272
En el siglo v, en la é poca de Salviano (quien vivió en Marsella hasta
má s o menos 480 como sacerdote, con ideas sociales radicales y como
ú nico autor de aquel tiempo que reconoció el hundimiento definitivo del
Imperio Romano de Occidente), muchos romanos, algunos de noble al-
curnia, huyen a tierra de «bá rbaros» esperando hallar entre ellos má s
humanidad. Y Salviano describe tambié n cargando quizá, las tintas, pero
objetivo en lo esencial, la horrible situació n de los pobres, aú n no es-
clavizados, cuyo «ú nico deseo» no es otro que el de «poder vivir entre
bá rbaros» y huir para siempre de la dominació n romana. No pudiendo,
naturalmente, llevarse consigo su pequeñ a hacienda, sus cabanas y sus
campos, permanecen allí y «se entregan como prisioneros a la merced de
los potentados», quienes se apropian de casi todos sus bienes. Y como han
de seguir pagando impuesto de capitació n y fundario, la desesperació n
les lleva a entregar la hacienda entera a sus explotadores. Van como colo-
nos a los latifundios de los señ ores y al perder su hacienda, pierden tam-
bié n su libertad, pues los ricos convierten a «sus colonos y protegidos,
antes libres o semilibres, en esclavos». 273
Ahora bien, durante esos siglos iv y v los grandes terratenientes se
enriquecieron tambié n gradualmente en las tierras germá nicas a la par que
se acrecentaba la masa de los humiliores. Tambié n entre los longobardos,
los francos, los godos y los burgundos habí a señ ores de la tierra que la
explotaban, al igual que sus antecesores romanos, con colonos tributarios
suyos y dependientes de ellos. Y el cristianismo, naturalmente, tampoco
trajo allí ni reforma ni revolució n social alguna. Las cosas siguen como
antes, con señ ores y con siervos, con libres y con esclavos. Al igual que
en el Imperio Romano, sigue habiendo siervos de la gleba, nominalmen-
te libres, pero sin ninguna libertad de hecho, ni la de escoger profesió n,
ni la de matrimonio, pudiendo má s bien ser dejados en herencia, como
donació n o como objeto de intercambio. 274
De ahí que tambié n allí, al igual que en otras partes del Imperio Ro-
mano, y de modo especial en los territorios fronterizos, se produjeran re-
beliones. En Á frica se desencadenó la rebelió n campesina de los circun-
celiones, de cará cter religioso-revolucionario. En Noricum Ripense, en
Panonia y en Tracia, la de los Escamaros; en Españ a y en las Galias, la de
los bagaudas, todas ellas puras acciones defensivas para hacer frente tan-
to a los nuevos señ ores, los invasores germá nicos, como a los antiguos.
Fueron especialmente los sectores sociales campesinos los que se rebela-
ron repetidamente en la primera mitad del siglo v y en las revueltas de
los añ os 408 a 411 y de 435 a 437 echando mano de las armas y liberá n-
dose de sus opresores. Los bagaudas contaron con el apoyo de casi todos
los que, en el sentido má s lato, estaban esclavizados. Dondequiera que se
impusieron, anularon las leyes y el derecho romano, debilitaron decisiva-
mente las formas de organizació n basadas en la dominació n señ orial y
ampliaron los derechos campesinos para la utilizació n del suelo. Los se-
ñ ores de la tierra, se dice en un poema de Rutilio Numantino, se convir-
tieron en siervos de sus siervos. Durante estas rebeliones de los deshere-
dados, la Iglesia cató lica, sin embargo, tomó resueltamente partido por
los explotadores, por los esclavistas y predicó humildad y obediencia a los
colonos. Só lo tras una serie de reñ idas batallas consiguieron los romanos
aplastar el movimiento en las Galias. Los bagaudas de Hí spanla fueron
aniquilados por un ejé rcito visigodo. Y es que ya en la Antigü edad se
optó por aniquilar prá cticamente a todos aquellos a quienes no se conse-
guí a explotar, o convertir, ya se tratara, lo hemos visto, del cristianismo
amano o de la sinagoga judí a; o bien de donatistas, samaritanos, vá nda-
los o godos. O del mismo paganismo. 275
Ya en el primer volumen pudimos seguir atentamente la sangrienta
persecució n del paganismo en el Antiguo Testamento; despué s los ataques
antipaganos lanzados por los cristianos en el Nuevo Testamento, en la
é poca preconstantiniana. Tambié n asistimos a la primitiva difamació n
del cosmos, de la religió n, de la cultura, a la calumnia contra los empera-
dores fieles a la antigua religió n, a su descripció n por parte de la Patrí sti-
ca, que los denigraba hasta convertirlos en monstruos. Tambié n examina-
mos la continuació n de la polé mica literaria, el tratamiento insultante
dado a los tres primeros siglos por parte de la tendencia opresora iniciada
con Constantino, la confiscació n y demolició n de estatuas, el arrasamien-
to de templos aislados: eso despué s de que ya san Gregorio el Ilumina-
dor, el apó stol de Armenia, hubiese dado allí ejemplo destruyendo los
templos paganos con la ayuda de las tropas. 276
En el volumen anterior habí a ya constantes resonancias de la destruc-
ció n fá ctica del paganismo, pero é sta no fue tratada en detalle ni en su
contexto, como exige inexcusablemente la importancia de este trá gico
acontecimiento y tanto má s cuanto que la historia cristiana, y a mayor
abundancia la clerical, tiende má s bien a ignorarla. De la pretensió n tota-
litaria de esta religió n, de la sed de poder de sus señ ores, tanto seculares
como espirituales, expresada de manera cada vez má s abierta y má s cí ni-
ca, apenas si cabí a, en verdad, esperar otra cosa que no fuese la aniqui-
lació n.
CAPÍ TULO 3
ANIQUILACIÓ N
«Só lo a su mansedumbre debe la Iglesia, que el Señ or fundó
con su sangre, su difusió n. En ello imita al divino benefactor [... ]. »
SAN ambrosio'
«La Iglesia subrayó siempre el respeto que sentí a ante los valores
del mundo pagano. »
J. danié lou, TEÓ LOGO CATÓ LICO2
«Así, por el mar y por la tierra, fueron destruidos los templos
de los demonios. »
teodoreto, padre DE LA IGLESIA3
«El total desamparo jurí dico del paganismo o de sus templos,
en su caso, se pone aquí particularmente en evidencia. Allá donde
los cristianos eran, numé ricamente, suficientemente fuertes, raras
veces esperaron a solicitar el permiso imperial para la destrucció n;
allá donde se veí an enfrentados a un poder que les era netamente
superior, hallaron medios y recursos para movilizar el poder
del Estado con el mismo propó sito. »
ví ctor SCHULTZE4
«Desde Mesopotamia hasta el norte de Á frica, la ola de violencia
religiosa inundó ciudades y campos. »
peter browns
«Los obispos dirigí an la lucha, las bandas de monjes negros libraban
esa lucha en primera lí nea. »
H. LlETZMANN6
«[... ] Los monjes cristianos, con Shenute o Macario de Thu a su cabeza,
saquean los templos paganos, les prenden fuego, despedazan sus í dolos
y en ocasiones aprovechan incluso la oportunidad para masacrar
al personal de servicio de aqué llos»
jacques LACARRIERE7
«La alianza entre el sable y el hisopo conlleva siempre (! )
intolerancia y persecució n de los disidentes. »
M. clé venot, TEÓ LOGO CATÓ LICO8
LA DESTRUCCIÓ N DE LIBROS POR PARTE
DE LOS CRISTIANOS EN LA ANTIGÜ EDAD
«Los escritos apó crifos, sin embargo, que bajo el nombre,
de los apó stoles contienen un abigarrado vivero de desvanos,
no só lo deben ser prohibidos, sino retirados de la circulació n
y arrojados al fuego. »
PAPA leó n I EL magno, doctor DE LA IGLESIA9
«Nadie debe copiar (se. este libro); y no só lo eso: sostenemos
má s bien que es merecedor del fuego. »
concilio de nicea (787)'°
«Desde el siglo iv hasta la Edad Moderna, ardieron hogueras
alimentadas por los escritos de los herejes [... ]. El gobierno
de Constantino representa el principio de ese desarrollo [... ].
Para J. Crisó stomo, la literatura pagana está ya casi olvidada
y desaparecida; só lo en casos muy aislados se hallan tales escritos
en posesió n de los cristianos [... ]. Hay que esperar a la Edad Media
para hallar las primeras declaraciones expresas reconociendo
que la mojigaterí a condujo en la Antigü edad cristiana
a la supresió n total de los libros paganos. »
wolfgang speyerh
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