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Destrucción de libros en épocas precristianas




Destrucció n de libros en é pocas precristianas

Ya en la é poca precristiana, los libros fueron mirados con recelo,
prohibidos o destruidos. Se les retiró de circulació n mediante su oculta-
miento (en é pocas impregnadas de ideas má gico-religiosas), o destrozan-
do las tablillas de arcilla o piedra, o quemando rollos de papiro y có dices
de pergamino, o bien arrojando los escritos a los rí os o al mar. 12

Tambié n los griegos y, má s aú n, los romanos retiraron y destruyeron
libros y escritos de poetas, astró logos y magos. Destruyeron ocasionalmen-
te bibliotecas enteras, rollos de la Thora y actas sobre impuestos, orá cu-
los y rituales de cultos secretos. Expulsaron y encarcelaron a profesores
de retó rica y a filó sofos. Persiguieron a escritores e historiadores com-
prometidos. En el transcurso de su lucha contra los judí os, el rey seié uci-
da, Antioco IV Epifanes, mandó matar a cualquiera de ellos que fuera
sorprendido con un ejemplar de su libro sagrado en las manos. Bajo Domi-
ciano fue liquidado el historiador griego Hermó genes de Tarso. A quie-
nes copiaban sus obras se les crucificaba. Y ellos no fueron los ú nicos
autores cuya pluma los convirtió en ví ctimas de este dé spota, má s bien
dado a las letras, pero patoló gicamente desconfiado. Siendo emperador
Adriano, en la ciudad de Bether, los romanos envolvieron a todos los ni-
ñ os que copiaban la Thora en los rollos de é sta y los quemaron vivos. 13

Algunos emperadores intervinieron tambié n contra los cristianos que-
mando sus libros. Eso fue má s bien tarde, pero en algunos casos dio pie a
algunos martirios, ya que algunos cristianos, los de Numidia en especial,
se negaron a entregar lo que era para ellos má s sagrado, las biblias, los
textos litú rgicos u obras semejantes. Otros muchos, sin embargo, no va-
cilaban en traicionar su fe como traditores codicum para salvar su pelle-
jo, entre ellos, segú n parece a tenor de las afirmaciones hechas por los
donatistas, los obispos cató licos Fé lix de Abthungi y Mensurio de Carta-
go, el archidiá cono de é ste, Ceciliano e, incuestionablemente, el obispo
romano Marcelino, acompañ ado, al parecer, por sus tres presbí teros y su-
cesores, los papas Marcelo I, Milciades y Silvestre I. Tambié n, desde lue-
go, el obispo donatista Silvano cuando era aú n diá cono. 14


La destrucció n de los libros no respondí a siempre a una acció n inten-
cionada. Tambié n desaparecieron a causa de las guerras, de las catá stro-
fes naturales o como consecuencia de un cambio en el espí ritu de la é po-
ca (como, presumiblemente, pasó cuando la escritura á tica fue sustituida
por el alfabeto jó nico en 403-402 a. de C. ). Tambié n fue é se el caso cuan-
do el latí n fue desplazando al griego en Occidente a lo largo del siglo n d.
de C.; o por la simple razó n de que ciertos escritos, como pasó especial-
mente con muchas obras paganas durante la é poca cristiana de los siglos iv
y v, no fueron ya copiados, si bien ello tiene ya componentes de una re-
presió n consciente. 15

Los emperadores paganos, sin embargo, raras veces hicieron extensi-
vo el castigo impuesto por un libro condenado a sus lectores o a sus con-
feccionadores. Hubo que esperar a la dominació n cristiana para que ello
se hiciera habitual. Ademá s, aqué llos só lo aplicaban castigos seculares.
La Iglesia, en cambio, no se conformaba con la destrucció n de escritos
adversos a ella. Respondí a tambié n con la excomunió n y la maldició n del
autor y a veces tambié n con la de los lectores y los productores materia-
les de la obra. Y no fueron el Estado y la Iglesia los ú nicos en tomar par-
te en la destrucció n de la literatura religiosa indeseada. Tambié n lo hicie-
ron los propios creyentes. En todo caso, la quema de libros «heré ticos»
se vino sucediendo hasta bien entrado el siglo xvin. '6

Cristianos que destruyen literatura cristiana

Mientras la Iglesia carecí a de poder se conformó, a lo largo de los tres
primeros siglos, con un debate, digamos cultural, y con la maldició n de
sus adversarios, algo que desde un principio, desde la misma redacció n
del Nuevo Testamento, adoptó formas de gran aspereza. Desde su reco-
nocimiento y protecció n por parte de Constantino, se valió tambié n del
poder del Estado, para atacar todo cuanto se le oponí a. Primero dirigió
sus golpes contra los inicuos, los insensatos, aniquilando sus arsenales li-
terarios. Para ello se valí a generalmente del fuego, arrogá ndose así el pa-
pel de custodio autoritativo de la «tradició n». Seguro es, sí, que muchas
cosas se perdieron sin má s en el transcurso de los añ os, pero ya entonces
sabemos de quemas sistemá ticas de libros. Y es evidente que muchas co-
sas fueron destruidas sin que de ello nos haya llegado noticia alguna. Las
cartas de Orí genes, por ejemplo, estaban originalmente contenidas en cua-
tro diversas compilaciones, y ya en una sola de ellas habí a má s de cien:

de todo ello no queda má s que dos cartas. De ahí que desde el siglo iv
«hasta la Edad Media haya una lí nea que conduce derechamente a la In-
quisició n y al tribunal condenatorio de herejes con la quema pú blica de
los escritos heré ticos, en nombre del emperador o del rey cristianos» (Spe-


yer). Todo parece indicar, sin embargo, que la persecució n antigua afec-
taba ú nicamente a los escritos que atentaban contra la fe y no» como en la
Edad Media, a la literatura «obscena». 17

El mé todo de la quema de libros fue practicado por todos y contra to-
dos durante la Antigü edad cristiana. Los heré ticos instigaron a la quema
de los escritos de la gran Iglesia y é sta puso un cuidado todaví a mayor en
la quema de los libros de sus adversarios, especialmente de los de las di-
versas tendencias «heré ticas». La leyes estatales que disponí an la quema
de libros afectaban habitualmente a «herejes» expresamente menciona-
dos. Los decretos de la Iglesia, en cambio, revestí an a menudo un cará c-
ter general: «The books ofthe heretics and their book cases (recé pteteles)
search out in every place, and wherever you can, either brí ng (them) to
us or burn (them) infire».
La quema de escritos «heré ticos» está ya docu-
mentada en el siglo vil. Entre los escritores eclesiá sticos cuyas obras fue-
ron ocasionalmente censuradas, confiscadas o aniquiladas a instancias de
la gran Iglesia, W. Speyer menciona a los siguientes: Taciano, Orí genes
juntamente con sus discí pulos, el presbí tero Luciano de Antioquí a, Dio-
doro de Tarso, Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro, Tertuliano,
Novaciano y Rufino. 18

Ya en 320, el obispo Macedonio de Mopsuestia arrojó al fuego los li-
bros de Paulino de Adana, un mago que fue posteriormente obispo cris-
tiano, a quien má s tarde se excomulgó de nuevo acusado de desenfreno
moral. De ahí a poco, Constantino hizo quemar en Nicea (325) todos los
escritos inculpatorios de los conciliares, para que no quedaran ni vesti-
gios de sus disputas: vano esfuerzo amoroso. Los conciliares mismos
rompieron en trozos la confesió n de fe arriana que les fue presentada en
aquella famosa asamblea. Pocos añ os despué s, en 333, el emperador or-
denó que todos los escritos de Arrio fuesen quemados. Tambié n é ste, si
hemos de creer a Eusebio, dio pie para que se interviniera legalmente con-
tra los escritos marcionitas. En todo caso, la obras de Marció n, el «here-
je» má s combatido durante el siglo u y uno de los cristianos de cará cter
má s noble, fueron tan completamente destruidas por la Iglesia posterior
que no ha llegado hasta nosotros ni una sola lí nea que podamos atribuir
con seguridad a su pluma. Desde el punto de vista de las fuentes, Marció n
constituye «un auté ntico espacio vací o» (Beyschiag). Tambié n la obra de
sus discí pulos fue objeto de completa destrucció n. 19

Teodosio I rompió en pedazos las confesiones de fe de obispos arrí a-
nos, macedonios y de otras tendencias. El papa Juan IV (640-642) conde-
nó un escrito expuesto al pú blico en Constantinopla y dirigido contra el
Concilio de Calcedonia (449) e hizo valer su influencia ante el empera-
dor para que lo rompiera en pedazos. En las postrimerí as del siglo IV, el
eunuco Eutropio ordenó quemar en la Roma de Oriente los libros de Eu-
nomio, el obispo de Cizico y jefe de fila de los jó venes arrí anos. É l mis-


mo fue expulsado de la ciudad y desterrado. La posesió n de sus escritos,
segú n el edicto imperial, conllevaba la pena de muerte. Só lo dos de ellos
se han conservado í ntegros. 20

Tambié n Arcadio, el gran perseguidor de «herejes» y de paganos, ame-
nazó en 398 con la pena de muerte a todo el que poseyera escritos monta-
ñ istas. Durante los siglos iv y v fueron quemadas en Egipto muchas
obras de Orí genes. Teodoreto de Ciro hizo confiscar -y presumiblemente
destruir- en el territorio de su dió cesis, a principios del siglo v, má s de
doscientos ejemplares del Diatessaron de Taciano. 21

Los «padres» del Concilio de É feso (431) solicitaron de los emperado-
res Teodosio II y Valentiniano que ordenaran la quema de las obras de Nes-
torio dondequiera se las encontrase. Despué s de que é ste fuese depuesto
de su sede, dos decretos imperiales promulgados en el otoñ o de 435 or-
denaban confiscar todos sus bienes en favor de la Iglesia, destruir todos
sus escritos y aplicar a sus partidarios la apelació n difamatoria de «simo-
nianos» (en referencia al «hereje» Simó n el Mago). 22

Diversos obispos cató licos tales como Rá bulas de Edesa, un voluble
oportunista que se pasó rá pidamente al partido de los vencedores tras el
Concilio de Efeso (431), o Acacio de Melitene, urgieron la quema de las
obras de Teodoro de Mopsuestia, quien antañ o habí a sido seguramente el
maestro de Nestorio. El obispo Rá bulas lanzó el anatema contra todos los
que no entregaran los libros de Teodoro. 23

En el añ o 448, Teodosio II decretó que fueran arrojados al fuego to-
dos los escritos contrarios a los concilios de Nicea y de É feso u opuestos
a Cirilo de Alejandrí a. A quienes obrasen en contra, se les aplicarí an los
má s severos castigos. Fueron varios los edictos que ordenaban la quema
de escritos nestorianos. Es má s, el piadoso emperador llegó a ordenar la
quema de los escritos del Padre de la Iglesia Teodoreto de Ciro. A quien
ocultase esos escritos o los de Nestorio, se le embargaban todos sus bie-
nes y se le imponí a destierro perpetuo. En su lucha dirigida en especial
contra los monofisitas y los eutiquianos, los emperadores cató licos Valen-
tiniano III y Marciano dispusieron la quema legal de todos los escritos
anticalcedonios e infligieron destierro perpetuo a quien los guardase o di-
fundiese. Con todo, anularon, ya en 452, las disposiciones relativas a Teo-
doreto. 24

Ya unos añ os antes, el Doctor de la Iglesia y papa. Leó n I, que atizó
con celo verdaderamente inquisitorial la persecució n de los maniqueos,
no só lo dispuso que se acosase a é stos como si fuesen animales, sino que
ordenó asimismo que sus escritos fueran recogidos y pú blicamente que-
mados. Este «gran» papa mandó tambié n arrojar al fuego los tratados apó -
crifos, especialmente estimados por los priscilianistas, esa «secta abomi-
nable». A finales de ese siglo, Gelasio I, que combatí a con gran profusió n
de palabras la «iniquidad», «tentació n», «pestilencia», etc., de todos los


disidentes, persiguió tambié n a los maniqueos, los expulsó de Roma y
quemó sus libros ante las puertas de la basí lica de Santa Marí a Maggiore.
Tambié n sus sucesores, el papa Sí maco -cuyo pontificado quedó marca-
do por la violencia de la guerra civil, el nuevo pogrom antimaniqueo y un
florecimiento sin apenas parangó n de la falsificació n de escritos- y el papa
Hormisdas, quien atizó especialmente la guerra de religió n en Oriente,
hicieron quemar la literatura maniquea ante la basí lica del Laterá n. 25

Cuando alrededor de 490 se descubrió de improviso en Berytos una
asociació n estudiantil en plena sesió n de magia dirigida por un armenio,
un tesalonicense, un sirio y un egipcio y en el curso de la cual debí a, por
cierto, ser quemado en el circo y al filo de la medianoche el esclavo ne-
gro del egipcio, numerosos «libros de magia» fueron incautados y que-
mados. Incluso Leoncio, profesor de la escuela de derecho de Berytos y
elogiosamente mencionado por el emperador Justiniano en su introduc-
ció n a las Digestas, fue inculpado a raí z de aquello. Despué s fue el mis-
mo Justiniano quien dispuso, sin embargo, que todos los escritos de ese
tipo fueran quemados y que se aplicase el correspondiente castigo a quien
transgrediese la orden. Y cuando los obispos cató licos de Oriente intenta-
ron hacer valer el ascendiente que el papa Agapito tení a sobre el empera-
dor para obtener de é ste la quema de las obras del patriarca Severo de
Antioquí a, Justiniano acabó por dar una orden en ese sentido. En las pos-
trimerí as del siglo vi, el rey cató lico de los visigodos ordenó quemar en
Toledo todos los escritos arrí anos («Omnes libros Arrí anos»). 26

Só lo raramente tení an los «herejes» ocasió n de proceder del mismo
modo con los escritos de la gran Iglesia. En general debí an conformarse
con realizarlo en sueñ os. La leyenda de la quema de los escritos del papa
Gregorio es una buena muestra de ello. Tambié n lo es la espú rea «profe-
cí a» monofisita de Pisencio de Qift, segú n la cual llegarí a un dí a en que
un rey romano quemarí a todos los escritos del Concilio de Calcedonia,
tras lo cual, todo el que conservase, reprodujese, leyese o creyese lo má s
mí nimo de aqué llos y se negase a quemarlo, serí a quemado é l mismo:

sueñ o desiderativo, cristiano, de una minorí a perseguida. Los arrí anos sí
que destruyeron ocasionalmente libros, tanto de los cató licos como de las
otras «herejí as». Así, por ejemplo, el vá ndalo Hunerico no se limitó a
matar cató licos, en ocasiones por su propia mano y tras someterlos a tortu-
ras atroces, o a arrojarlos a las fieras o quemarlos vivos, sino que tambié n
quemó sus libros. 27

Ya el influjo de Paulo, a raí z de sus habilidades milagrosas y exorcistas,
condujo en É feso a que muchos magos (goetes) y encantadores quema-
ran sus propios libros por un valor total estimado en «cincuenta mil mo-
nedas de plata», suma casi increí ble, lo cual hace, quizá, increí ble ese
mismo evento. ¡ Pero ahí está escrito! «Tan poderosamente crecí a y se ro-
bustecí a la palabra del Señ or», escribe ufana la Biblia. 28


Así creció en todo caso la palabra del Señ or una vez que el Estado se
hizo oficialmente cristiano pues ello ofrecí a a la Iglesia la posibilidad de
entroncar con la legislació n pagana para luchar contra los libros má gicos
y astroló gicos. No mucho despué s de 320, cuando el obispo Macedo-
nio de Mopsuestia mandó arrojar al fuego los libros del ex mago y ahora
obispo excomulgado Paulino, el historiador de la Iglesia Eusebio expresó
el deseo de ver destruidos todos los escritos paganos de contenido mito-
ló gico.

Constantino ordenó asimismo quemar los 15 libros de la obra Contra
los cristianos
escritos por Porfirio, el má s agudo de los adversarios del
cristianismo en la é poca preconstantiniana: «La primera prohibició n es-
tatal de libros decretada en favor de la Iglesia» (Hamack). Y sus suceso-
res, Teodosio II y Valentiniano III, condenaron nuevamente a la hoguera,
en 448, aquella obra polé mica de Porfirio. Eso despué s de que Eusebio
de Cesá rea hubiera escrito 25 libros contra ella y el Doctor de la Iglesia
Cirilo nada menos que 30. 29

Hacia finales del siglo iv, siendo emperador Valente, tuvo lugar una
gran quema de libros, acompañ ada de muchas ejecuciones. Aquel regen-
te cristiano dio rienda suelta a su furor por espacio de casi dos añ os, com-
portá ndose como «una fiera salvaje», torturando, estrangulando, queman-
do viva a la gente, decapitando. Los innumerables registros permitieron
dar con las huellas de muchos libros que fueron destruidos, especialmen-
te del á mbito del derecho y de las artes liberales. Bibliotecas enteras fue-
ron a parar al fuego en Oriente -donde, en Siria, hasta los mismos obispos
practicaban la «nigromancia»- por incluir «libros de magia». A veces los
eliminaron sus mismos propietarios bajo el efecto del pá nico. 30

Con ocasió n de los asaltos a los templos, los cristianos destrozaban,
con especial frecuencia en Oriente, no só lo las imá genes de los dioses
sino tambié n los libros litú rgicos y los de orá culos. El emperador cató lico
Joviano (363-364) hizo arrasar a fuego en Antioquí a la biblioteca allí ins-
talada por su predecesor Juliano el Apó stata. A raí z del asalto al Serapeo
en 391, en cuyo transcurso el siniestro patriarca Teó filo destrozó é l mis-
mo, hacha en mano, la colosal estatua de Serapis labrada por el gran ar-
tista ateniense Bryaxis, la biblioteca fue consumida por las llamas. Des-
pué s de que la biblioteca del Museo de Alejandrí a, que contaba ya con
700. 000 rollos, se consumiese ví ctima de un incendio casual durante la
guerra de asedio por parte de Cé sar (48-47 a. de C. ), la fama de Alejan-
drí a como ciudad poseedora de los má s numerosos y preciados tesoros
bibliográ ficos só lo perduró gracias a la biblioteca del Serapeo, ya que la
supuesta intenció n de Antonio de regalar a Cleopatra, como compensa-
ció n por la pé rdida de la biblioteca del museo, toda la biblioteca de Pé r-
gamo, con 200. 000 rollos, no parece que llegara a realizarse. La quema
de bibliotecas con ocasió n del asalto a los templos era efectivamente algo


frecuente, especialmente en Oriente. Volvió a suceder, una vez má s bajo
la responsabilidad de Teó filo, a raí z de la destrucció n de un santuario egip-
cio en Canopo y de la del marneion de Gaza, en 402. 31

A comienzos del siglo v, Estilicó n hizo quemar en Occidente -con
gran consternació n por parte de la aristocracia romana fiel a la religió n
de sus mayores- los libros de la sibila pagana, de la madre inmortal del
mundo, como dijo quejá ndose Rutilio Namatiano, un procer galo que
ocupaba altos cargos en la corte occidental y a quien la secta cristiana le
parecí a peor que el veneno de Circe. En las ú ltimas dé cadas del siglo v,
se quemaron en Beirut los libelli hallados allí -«é stos eran una abomina-
ció n a los ojos de Dios» (Zacarí as Rhetor)- ante la iglesia de Santa Ma-
rí a. El escritor eclesiá stico Zacarí as, que entonces estudiaba derecho en
Beirut, desempeñ ó un papel de protagonista en esta acció n apoyada por
el obispo y por las autoridades estatales. Y en el añ o 562, el emperador
Justiniano, quien hizo perseguir a filó sofos, rectores, juristas y mé dicos
paganos, dispuso la quema de imá genes y libros paganos en el kynegion
de Constantinopla, donde liquidaban a los criminales (en 553 este dé spo-
ta prohibió el Talmud). 32

Segú n parece, ya al filo de la Edad Media, el papa Gregorio I el Gran-
de, un enemigo faná tico de todo lo pagano, quemó libros de astrologí a en
Roma. Y esta celebridad, la ú nica, junto a Leó n I, en reunir en su persona
la doble distinció n de papa- y Doctor de la Iglesia, convicta en su des-
precio para con la cultura antigua, a la que opone entre continuas glorifi-
caciones las Sagradas Escrituras, parece haber sido la que destruyó los li-
bros que faltan en la obra de Tito Livio. No es ni siquiera inverosí mil que
fuese é l quien ordenara derruir la biblioteca imperial sobre el Palatino.
En todo caso, el escolá stico inglé s Juan de Salisbury, obispo de Chartres,
asevera que el papa Gregorio destruyó intencionadamente manuscritos
de autores clá sicos de las bibliotecas romanas. 33

Todo indica que muchos paganos convertidos al cristianismo demos-
traban haber mudado realmente de convicciones quemando sus libros a
la vista de todos, fuesen estudios astroló gicos, tratados matematici, escri-
tos con invocació n de los dioses paganos, con nombres de demonios, li-
bros de magia, etc. Tambié n en algunas narraciones hagiográ ficas, tanto
falsas como auté nticas, figura ese lugar comú n de la quema de libros como
sí mbolo, por así decir, de una historia de conversió n. 34

No siempre era obligado el paso a la hoguera. Ya en la primera mitad
del siglo m, Orí genes, muy afí n en este aspecto al papa Gregorio, «desis-
tió de enseñ ar la gramá tica considerá ndola carente de valor y contraria a
la ciencia sagrada y, calculando frí a y sabiamente, vendió todas las obras
de los antiguos autores con las cuales se habí a ocupado hasta entonces
al objeto de no necesitar ayuda ajena para el sustento de su vida» (Eu-
sebio). 35


Apenas queda nada de la crí tica cientí fica del cristianismo por parte
de los paganos. De ello se ocuparon el emperador y la Iglesia. Desapare-1
cieron, incluso, muchas respuestas cristianas a la misma. Probablemente
porque en sus pá ginas habí a aú n demasiado veneno pagano. 36

Pero fue al paganismo como tal al que le llegó entonces la hora de su
desaparició n bajo el Imperio romano.

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