Hasta los mayores disparates del Grande apuntan «hacia adelante»..
Las cosas, lejos de mejorar, má s bien empeoran con los cuatro libros de Dialogi de vita et miraculis patrum italicorum, publicados hacia 593-594. En ellos Pedro, diá cono de Gregorio, es só lo un interlocutor ficticio para justificar la forma de un exudado, que hasta le mereció el sobrenombre de «Diá logos». El lenguaje papal se aproxima aquí aú n má s al latí n vulgar; lo que para el prelado Josef Funk no es sino una prueba de «lo cerca que Gregorio estaba del pueblo». En forma amplia, y con el brí o que le es propio, demuestra que tambié n en su tiempo florecen los milagros, la profecí a, la visió n y que, pese a las apariencias, «el Señ or Dios continú a actuando»; y que no es só lo el Oriente el que resplandece con los milagros de ascetas y monjes, sino tambié n su propia patria, como se lo aseguran personas fiables, sacerdotes, obispos y abades dignos de cré dito. Y personalmente pretende haber vivido media docena de milagros, «signos del cielo», «dones del Espí ritu Santo», signos de «defensa» y protecció n. No deja de extrañ ar, sin embargo, que de todos los santos agraciados casi ninguno sea conocido, fuera de Paulino de Ñ ola y de Benito de Nursia, el í dolo monacal de Gregorio, a quien só lo conocemos por los informes del papa (quien a su vez ú nicamente los obtuvo de oí das). Aun así. Benito juega un «papel de estrella» a lo largo del libro segundo. A cualquiera le extrañ a que esos santos —12 en el libro I y 37 en el III— carezcan de relieve, y no por casualidad, mientras que los milagros a menudo resultan piezas de notable vigor. ¿ Y a quié n le sorprende que K. Suso Frank atribuya recientemente y de forma agresiva al papa y doctor de la Iglesia «una medida colmada de fuerza creativa», y que piense: «El historiador encuentra ahí mucho y bueno acerca del narrador, pero cosas poco seguras y fiables en lo narrado»? 92 La obra imponente y grandiosa Diá logos sobre la vida y milagros de los padres itá licos pronto se hizo extraordinariamente popular con la ayuda de Dios y de la Iglesia, ejerciendo «la má s amplia influencia» en la posteridad (H. -J. Vogt). Contribuyó a travé s de la reina longobarda Theudelinde a la conversió n al catolicismo de su pueblo. Fue traducida al á rabe, al anglosajó n, al islandé s antiguo, al francé s antiguo, al italiano y el papa Zacarí as (741-752), un griego que se caracterizó sobre todo 176
No fue eso só lo: los Diá logos de Gregorio apuntaban «hacia delante»; representaron (junto con sus Homilí as, una especie de precursoras de los Diá logos y en forma similar desconcertantemente simples) «el resultado de algunas de las horas má s oscuras de Roma» —como se ha escrito con magní fica y no buscada ironí a—, «la nueva forma del saber» para la Edad Media, «la nueva cultura... de verdades má s bien simples: el sufrimiento, lo religioso, el bien... » (Richards). 93 Nada falta ahí de craso, crudo y supersticioso, que recibe el nombre de virtudes: curaciones de ciegos, resurrecciones de muertos, expulsiones de espí ritus impuros, multiplicaciones milagrosas de vino y aceite, apariciones de Marí a y de Pedro, apariciones de demonios de toda í ndole. De especial preferencia gozan en general los milagros punitivos. El crear miedo fue (y es) la gran especialidad de los pá rrocos. Ni es casual que el cuarto y ú ltimo libro «para edificació n de muchos» (Gregorio) gire drá sticamente en torno a la muerte, a las denominadas postrimerí as, el premio y el castigo en el má s alia: extra mundum, extra carnem. Durante la peste del añ o 590 asegura Gregorio que en Roma «se podí a ver con los ojos corporales có mo desde el cielo se disparaban las flechas, que parecí an atravesar a las personas». Un muchacho, que por la nostalgia de su casa y el deseo de ver a sus padres, se fugó del monasterio simplemente por una noche, murió al mismo dí a de su regreso. Pero al enterrarlo, la tierra se negó a recibir «a tan desvergonzado criminal» y repetidas veces lo expulsó, hasta que san Benito puso el sacramento en el pecho del muchacho. 94 Los criminales eran naturalmente a quienes ya de niñ os se encerraba de por vida en el monasterio, exclusivamente por la ambició n eclesiá stica de poder y provecho. El papa Gregorio «el Grande» consigna toda una serie de resurrecciones de muertos, llevadas a cabo por el sacerdote Severo, san Benito, un monje de Monte Argentarlo, el obispo Fortunato de Todi, famoso conjurador de los espí ritus, que tambié n devolvió inmediatamente la vista a un ciego con la simple señ al de la cruz. Por otra parte un obispo arriano fue castigado con la ceguera. Y entre los longobardos circula un demonio, al que unos monjes sacaron arrastrando de una iglesia. Gregorio nos transmite una multiplicació n del vino por obra del obispo Bonifacio de Ferentino, que con unos racimos llenó barriles enteros hasta rebosar. Y el prior Nonnoso del monasterio de Monte Sorac-
te, en Etruria, con só lo su plegaria movió una piedra, que «cincuenta parejas de bueyes» no habí an conseguido desplazar. Informa Gregorio que Mauro, un discí pulo de san Benito, caminó sobre el agua —«¡ Oh milagro inaudito desde los tiempos del apó stol Pedro! »—; que un «hermano hortelano» amaestró a una serpiente, la cual atajó a un ladró n;
que un cuervo se llevó el pan que estaba envenenado («¡ En el nombre de Nuestro Señ or Jesucristo toma este pan y llé valo a un lugar donde ningú n hombre pueda encontrarlo! Y entonces el cuervo abrió el pico... »). ¡ Gregorio el Grande! Una monja olvida «bendecir con la señ al de la cruz» un cogollo de lechuga antes de comé rselo, y así engulle a Satá n, que gruñ e por su boca: «Pero ¿ qué es lo que he hecho?, ¿ qué es lo que he hecho? Yo estaba sentado tranquilamente en el cogollo de la lechuga, y vino ella y me mordió... ». Mala mujer. Pero, ¡ bendito sea Dios!, un santo expulsa de ella a Sataná s. ¡ Gregorio el Grande! Pero hay tambié n diablos altruistas y serviciales; diablos que incluso, y precisamente, prestan sus servicios al clero y obedecen a su palabra. «¡ Ven aquí, diablo, y quí tame el zapato! », ordena un sacerdote como quien no quiere la cosa a su servidor, y el diablo le sirve personalmente con prontitud. Ah, y Gregorio conocí a al diablo en muchas de sus formas: como serpiente, cual mirlo, un joven negro y un monstruo asqueroso. Só lo como papa no lo conocí a. En efecto, se imponí a cautela e ilustració n. Segú n Gregorio, el santo obispo Bonifacio hací a un milagro tras otro. Como en cierta ocasió n necesitase apremiantemente doce monedas de oro, rezó a santa Marí a, y de inmediato encontró en su bolsillo lo que necesitaba: en los pliegues de su tú nica aparecieron «de repente doce monedas de oro, que brillaban cual si acabasen de salir del fuego». San Bonifacio obsequia con un vaso de vino, cuyo contenido no se agota, aunque se bebe constantemente del mismo. O el milagro de las orugas, el del trigo... No, Gregorio «no puede pasarlos en silencio». En efecto, viendo san Bonifacio «có mo todas las verduras se agostaban, se dirigió a las orugas y les dijo: " Os conjuro en nombre del Señ or y Dios nuestro, Jesucristo, que salgá is de aquí y no destruyá is esas verduras". Inmediatamente obedecieron todas a las palabras del varó n de Dios, de manera que no quedó ni una sola en el huerto». 95 Ya de joven obraba milagros Bonifacio. Como el granero de la madre, que representaba el alimento de todo un añ o, hubiese quedado casi vací o por su generosidad, el «muchacho de Dios, Bonifacio», lo volvió a llenar en seguida por medio de su oració n, colmá ndolo ademá s «como nunca antes lo habí a estado». Y como un zorro fuese robando las gallinas de su madre una tras otra, el muchacho de Dios, Bonifacio, corrió a la iglesia y dijo en alto: «" ¿ Te agrada, Señ or, que yo no reciba para comer nada de lo que mi madre crí a? Pues, mira có mo las gallinas que ella crí a las devora el zorro". Se alzó despué s de la oració n y abandonó la iglesia. 178 Tan pronto como el zorro volvió, dejó caer la gallina que llevaba en el hocico, y cayó muerto al suelo ante los ojos del muchacho». 1'6 Así son castigados el malo y el mal. Pero a este doctor de la Iglesia, «el Grande», ni siquiera todos esos disparates groseros —que generaciones enteras de cristianos han creí do, y naturalmente tambié n tuvieron que creer— lo excluyeron de los honores supremos de una Iglesia, en la cual la gente se acostumbra al sinsentido. Desde pequeñ o para toda la vida... Desde siempre gozaron de preferencia los milagros de castigo. A veces cae muerto un zorro, a veces un juglar. ¡ Lo importante es que se vea el poder de los sacerdotes! Como el santo obispo Bonifacio estuviera comiendo un dí a con un noble, y todaví a no hubiese abierto la boca para la alabanza de Dios, ni hubiera podido hacer alarde ninguno, «para reconfortarme», llega un poblé juglar «con su mono y tocando el tambor», que le irrita. ¡ Inaudito! El hombre le robaba el espectá culo. Entonces el santo, irritado, profetizó repetidas veces la muerte del amigo del tumulto. Y ya cuando se retiraba, una piedra caí da del tejado golpeó al individuo en cuestió n. Y para que todo el mundo entienda la moraleja escribe Gregorio: «En este caso, Pedro, se impone la consideració n de que a los varones santos hay que prestarles una muy grande reverencia, pues son el templo de Dios. Y si a un santo se le provoca la ira, ¿ a quié n otro se irritará sino a quien habita en ese templo? Por ello es tanto má s de temer la có lera de los justos, pues en sus corazones, como sabemos, está presente Aqué l, a quien nada puede impedir que tome venganza, si quiere». 97
Venganza, la criatura preferida de la religió n del amor. Segú n Johannes Haller estas crasas piezas milagreras pudieron (¡ y debieron! ) «actuar cual modelo y pauta para la posteridad... como freno y contenció n». Recientemente incluso, habida cuenta de todo cuanto hay de milagroso y monstruoso en los cuatro libros papales, el autor del artí culo correspondiente en el Reallexikon fü r Antike und Christentum, que constituye un panegí rico casi redondo de Gregorio, escribe: «Queda la cuestió n de si tal concepció n de lo divino y del milagro no responde a la necesidad de descender al nivel de los fieles y de las exigencias de la fe popular... ». Pues los eruditos cristianos ni siquiera creen que lo creyera é l, el santo patró n de los doctos. El eclesiá stico má s creyente no puede creer (y no só lo hoy) que el «gran» papa hubiera sido tan cré dulo. ¿ Y así mintió a propó sito de la aparició n del diablo? Cabe decirlo de manera má s fina: só lo existí a de acuerdo con la sentencia «Me da compasió n el pueblo»; el pueblo del que necesitaba el clero. Ahí estaba toda la «necesidad». 98 Y Karl Baus, para quien la «grandeza de Gregorio» está precisamente «en su vasta acció n pastoral», no dice una sola palabra sobre los Diá logos tan «pastorales» en el capí tulo del Manual cató lico de historia de la Iglesia en cuatro tomos. Por el contrario, su discí pulo H. J. Vogt, histo- riador de la Iglesia en Tubinga, admite que los santos de Gregorio —como se dice en forma un tanto iró nica— eran «hé roes apenas conocidos»; por lo cual «los Diá logos en tanto que fuente histó rica han de utilizarse con mucha cautela». Esto suena naturalmente mejor (aunque no lo es) que no el afirmar que cuanto se da ahí es una solemne mentira. Y, sin embargo, Vogt abre el capí tulo de Gregorio con una frase grandiosamente có mica a propó sito de su grandeza; «Gregorio el Grande, ú ltimo de los cuatro grandes doctores de la Iglesia latina, vivió en una é poca que ni exigí a... ni permití a grandes realizaciones... ». Á la bonne heure! Bien dicho, realmente. " Quien serí a el guí a de los siglos venideros tambié n enriquece la topografí a del infierno. Sus entradas, declara é l, son montes que vomitan fuego. Y como en Sicilia los crá teres se hací an cada vez mayores, declaró una vez má s el inminente fin del mundo: debido a la aglomeració n de los condenados se requerí an accesos cada vez má s amplios al infierno. Quien allí entra no regresa nunca. Pero Gregorio sabí a que determinados difuntos eran librados del purgatorio despué s de 30 misas; tal ocurrió con un monje, que habí a quebrantado el voto de pobreza. Pero tambié n sabí a Gregorio que no todos se libran del limbo, y que incluso los niñ os que mueren sin bautismo arden en el fuego eterno. Los papas está n bien informados. Y Gregorio, cuya doctrina del purgatorio es el fundamento teoló gico «para el culto de las misas de las á nimas» (misas gregorianas) (Fichtinger), proporcionó sus informaciones sobre el infierno y el diablo —seguramente que de primera mano— a la Edad Media, y luego a la Edad Moderna, estimulando a poetas y artistas, para no hablar del pueblo... 100
Como la é poca presente, segú n insiste el papa de continuo, «se acerca a su fin», tambié n se impone sin má s la consideració n del infierno. Y, lo primero, ¿ dó nde se encuentra? Gregorio no se arriesga a decidirlo sin má s. Pero, a partir de las palabras del Salmo, «Has rescatado mi alma del infierno inferior», concluye tajante: «que el infierno superior está sobre la tierra, y el inferior por debajo de ella». En lo del infierno superior seguramente que está en lo cierto. Por lo que al inferior se refiere, para Gregorio es seguro —y lo refrenda tambié n con la palabra bí blica de Mt 25, 45— que quien entra en el infierno ha de arder eternamente. (Los progresistas modernos, que ahora se apresuran para apagar el fuego del infierno —porque se les antoja increí ble—, tienen en contra no só lo al gran papa y doctor de la Iglesia, sino tambié n al propio Jesú s y a incontables otros corifeos de la Iglesia. ) Para Gregorio la eternidad de las penas del infierno «es verdadera con toda certeza y seguridad», y sin embargo —¡ no deberí a ser un pá rroco, y menos de esa í ndole! — enseñ a que «el tormento de su fuego es para algo bueno». ¿ Para algo bueno?
A nosotros nos resulta difí cil imaginarlo. Unos tormentos infernales eternos... ¿ Para qué pueden ser buenos? Nosotros desde luego no los necesitamos. Pero, cuando se es papa y santo y doctor de la Iglesia y «el Grande», se sabe todo eso. Bueno para los justos, para todos los angelitos encantadores del cielo, a quienes ha de recompensar y edificar la contemplació n de la miseria de los reprobos (cual si estuvieran vis-á -vis del paraí so), y a quienes esa vista pueda endulzar para siempre su felicidad eterna... «En efecto, los justos conocen en Dios la alegrí a, de la que han sido hechos partí cipes, y ven en aqué llos los tormentos a los que han escapado; con ello pueden reconocer tanto mejor su eterno deber de gratitud a la generosidad divina, el ver có mo aqué llos son castigados eternamente... »101 ¿ No es é sta una religió n magní fica, la religió n del amor?
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