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Reliquias, o mentiras como casas




 

Gregorio defendió asimismo la creencia má s abstrusa en las reliquias, y su influencia se deja sentir hasta hoy.

Habí a reliquias en abundancia, sin limitació n alguna. Porque el papa hizo el camino de la «multiplicació n», poniendo en circulació n por ejemplo pañ os pasados por los restos de los apó stoles y así consagrados. O sacando limaduras de las supuestas cadenas de san Pedro y enviá ndolas a todo el mundo como «benedictiones sancti Petri», y por supuesto a los grandes mandatarios, y sobre todo a los prí ncipes y soberanos. Colocadas sobre el enfermo o llevada sobre el cuerpo, al cuello por ejemplo, las reliquias obraban milagros. El papa realizó trueques con el patriarca de Alejandrí a. Y así, a cambio de algunas «benedictiones» de Pedro obtuvo otras de Marcos, discí pulo de Pedro. En 599 envió al rey españ ol Recaredo un trozo de la (supuesta) cadena que Pedro habí a llevado al cuello, una cruz con supuesta madera de la cruz de Cristo ¡ y hasta un mechó n de los cabellos de Juan Bautista! El rey franco Childeberto recibió la llave de san Pedro con partí culas de las cadenas del apó stol. Tambié n la reina Brunichilde recibió algunas reliquias del prí ncipe de los apó stoles. El patricio galo Dinamio obtuvo ademá s a travé s de Gregorio fragmentos de la parrilla del (legendario) san Lorenzo, quemado lentamente hasta morir. Má s aú n, el papa llegó a enviar restos de los alimentos del Bautista, así como dos camisas y cuatro pañ uelos «ex benedictione S. Petri» 102

¡ Eran las piezas fuertes del Grande!

Pero hubo realmente muchí simas reliquias. Y verdaderas preciosidades. Por encargo de los obispos, o por propia cuenta y riesgo, se organizaban campañ as de excavaciones de tumbas con tesoros y huesos, vendiendo luego el menudeo de sus hallazgos má s que dudosos. Gregorio


importó personalmente de Oriente un brazo del evangelista Lucas y otro del apó stol san André s, dos verdaderas rarezas. Y la supuesta tú nica del evangelista Juan, asimismo adquirida por é l, continú a obrando todaví a los milagros má s hermosos al cabo de los siglos y, al sacudirla delante de Letrá n, trae la lluvia o el sol segú n las necesidades. Exactamente igual que su vieja antecesora, la lapis manalis, la piedra de la lluvia de las supersticiones romanas, que en sus procesiones por la Via Appia, realizadas durante siglos, ya habí a obrado el mismo milagro. 103

Alentada evidentemente por la magnanimidad de Gregorio, la emperatriz Constantina, esposa del emperador Maurikios, quiso tener de inmediato la cabeza de san Pablo o al menos «algú n otro miembro de su cuerpo». Era ciertamente pedir demasiado; pero Gregorio tení a siempre a mano recursos y milagros. Aunque fuese un crimen penado con la muerte, enseñ ó a la excelsa señ ora a tocar los cuerpos sagrados, aunque só lo para verlos. Personalmente habí a observado a un encargado que, en la tumba de san Pablo, tocaba unos huesos, los cuales ni siquiera eran del apó stol (esto se cree en seguida), y que habí a muerto miserablemente. Y el papa Palagio I o II —prosigue aterrorizando el experto en manejar maravillosos castigos divinos— habí a en tiempos mandado abrir la tumba de san Lorenzo, asado hasta morir, y algunos monjes y asistentes que contemplaron el sagrado cadá ver habí an muerto al cabo de diez dí as. Pero el papa se ofrece a enviar a la emperatriz algunas limaduras de las cadenas de san Pedro, si ella así lo desea. Las limaduras son frecuentes, sin que las cadenas disminuyan para nada. 104

Son mentiras como casas.

Aunque en el cristianismo ya habí a florecido el mal gusto y todo tipo de absurdos, el papa Gregorio superó con sus historietas muchas de las cosas que ya habí an ocurrido. En sus libros pululan las historias de diablos y de á ngeles y las groserí as de toda í ndole: demonios que combaten grotescamente con espí ritus celestes, un oso que guarda ovejas, una monja que devora a un diablo; en la muerte de otra, de santa Ró mula, el añ o 590 en un monasterio romano, asegura Gregorio que cantan los á ngeles, «voces masculinas y femeninas acordadas en coros arrebatadores»; una tercera es biseccionada y quemada una mitad, por haber sido demasiado habladora. Todo parece revestir una gran seriedad y, como queda dicho, muchas generaciones lo creyeron tomá ndolo por moneda de buena ley.

Pero lo mejor de todo es que, a pesar de tantas cosas milagrosas, de tantas reliquias milagreras que Gregorio enviaba de continuo y que despachaban especialmente sus diplomá ticos, confirmando en cierto modo la sensació n de que en Roma se fabricaban masivamente, a é l nada le aprovechó en sus dolores de estó mago, su podagra, gota y las nuevas dolencias que padeció de continuo, hasta el punto de que hubo


 

de guardar cama casi durante dos añ os (598-599). Segú n propia confesió n «sufrí a dolores continuos y torturas sin interrupció n». Al patriarca de Alejandrí a le decí a en una carta: «Mis dolores no quieren disminuir ni tampoco matarme». Y en las cartas de recomendació n que acompañ aban sus enví os de reliquias exaltaba su virtualidad fabulosa para curar enfermedades... Incluso é l, que no habí a podido ayudarse a sí mismo, tras su muerte dolorosa, obró numerosos milagros. 105

Ahora bien, este papa, que compara a los sacerdotes con dioses y á ngeles, que prohí be a los sú bditos hasta criticar las ó rdenes injustas, que enseñ a la obediencia a la autoridad aunque personalmente no obedeciese al emperador, que puso los cimientos para la construcció n del Estado de la Iglesia con una cadena interminable de guerras de saqueo y conquista, que colaboró con los perros má s sanguinarios de su tiempo, con Fokas y Brunichilde, que canonizó la guerra religiosa y ofensiva, que recomendaba los ataques por la retaguardia, la toma de rehenes, los azotes, la tortura y la cá rcel y elevar los impuestos para forzar a la conversió n; este papa que fomentó el antisemitismo y reprimió la literatura y las ciencias, y cuyas obras erizan los pelos con abundantes sinsentidos y todo tipo de mal gusto en milagros y reliquias.... ese hombre fue declarado santo de la Iglesia romana y recibió el sobrenombre de «el Grande» o «Magno», siendo el ú nico papa que lo llevó en la Edad Media y en la Moderna, a la vez que el tí tulo de «doctor de la Iglesia» —tí tulo raro ya desde el siglo viii (Leó n I só lo lo es desde el siglo xvm)—. Para Bernardo de Claraval, asimismo doctor de la Iglesia (a quien Schiller calificó de «infame»), Gregorio fue el modelo ejemplar de la combinació n lograda de los deberes civiles y eclesiá sticos del gobernante, y desde luego llegó a ser el autor eclesiá stico má s citado por los teó logos, canonistas y ensayistas, siendo ademá s uno de los escritores má s leí dos de la Edad Media, ejemplo de innumerables cristianos y una figura ideal del papado.

Todaví a recientemente P. E. Schramm atestigua la «grandeza» de Gregorio, incluso en «el terreno eclesiá stico», por haber sido una «boca —bastante mala— que supo hablar el lenguaje del medio milenio siguiente». Y asimismo los historiadores cató licos de la Iglesia del siglo xx celebran al papa Gregorio como a uno «de los pastores má s importantes entre los papas» (Baus), como «una de las figuras má s notables y limpias sobre la silla de Pedro» (Seppelt/Schwaiger) y desde hace mucho lo ven ocupando un «sitio entre los grandes del reino de los cielos» (Stratmann). Harnack, por el contrario, sin duda má s sabio que todos los mentados y ciertamente má s honesto, llama con justicia a Gregorio «pater superstitionum», el padre de la superstició n (medieval). 106

Tambié n el Reallexikon fü r Antike und Christentum, al final de una amplia valoració n de Gregorio I, lo ve como «un punto de enlace de la transició n cultural y espiritual, como un filtro y a la vez creador de unos


 

valores, que lleva a cabo una nueva actitud espiritual y señ ala el camino hacia la misma, que ahora es definitivamente cristiana... »107 —hacié ndolo bastante mal.

Gregorio I a menudo no pudo intervenir eficazmente contra los obispos recalcitrantes o incluso perdió la batalla. En el curso de los acontecimientos de Españ a y la conversió n al catolicismo de los visigodos no tuvo influencia alguna. Entre los meroví ngios, con los que quiso establecer un diá logo mediante todas las concesiones posibles y las advertencias imaginables, fracasó por completo, sin conseguir la reforma de la iglesia franca ni el sí nodo que tanto deseaba. La iglesia imperial merovingia se hizo aú n má s independiente de lo que ya era. Incluso frente a los longobardos apenas obtuvo é xitos duraderos. Y hasta su mayor timbre de honor, la conversió n de Inglaterra al catolicismo, pronto se agostó acabando por malograrse, aunque esto só lo despué s de su muerte. Sus sucesores hubieron de empezar de nuevo y levantaron lo que falsamente se le atribuye a é l. 108

El canto gregoriano, «esa joya de la Iglesia» (Daniel-Rops), conocido al menos de nombre por muchos que nada saben de Gregorio, en modo alguno procede de é l, aunque disguste a ciertos cristianos sentimentales. En realidad son pocos e insignificantes los cambios litú rgicos que é l introdujo. Aun así, a lo largo de la Edad Media el Sacramentario gregoriano, el Misal, el Antifonario gregoriano, el Misal cantado y el canto gregoriano pasaron por ser obras de Gregorio, quien habrí a reordenado, corregido y ampliado los cantos tradicionales de la Iglesia. La investigació n reciente es uná nime en denegarle tales mé ritos; las pruebas son fehacientes. Tampoco fue é l el poeta hí mnico, al que se le atribuí a todo tipo de composiciones valiosas, si prescindimos de las efusiones lí ricas contra los grandes criminales como Fokas y otros. 109

Al morir Gregorio I el 12 de marzo de 604 el mundo estaba cubierto a sus ojos de las tinieblas má s espesas. Estaba enfermo, en sus ú ltimos añ os ya no podí a caminar yaciendo casi siempre en el lecho, acosado y agotado por los dolores. Los longobardos, a los que no habí a domado, amenazaban Roma, cuya població n ví ctima de una hambruna maldecí a al papa; má s aú n, habrí a quemado sus libros y no se habrí a guardado de ser discí pula de Pedro. Pero «el mundo —segú n comenta ingenioso Paulo el Diá cono— tení a que padecer hambre y sed, ¡ pues tras la partida de un tan gran maestro, en los corazones de los hombres dominaba la sequí a y la falta de alimento espiritual! ». Como se ve, tambié n Paulo habí a aprendido del Grande. Y mientras en el Norte se veneró a Gregorio despué s de su muerte, en la propia Roma fue casi olvidado durante siglos; una consecuencia probable del triunfo del clero diocesano sobre su gobierno monacal. 110

¿ Honra a Europa el que a este papa, ambicioso, intolerante y pobre de espí ritu se le haya podido llamar «padre de Europa»? 111

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CAPÍ TULO 8

 

BRUNICHILDE, CLOTARIO II Y DAGOBERTO I, O «LA CRISTIANIZACIÓ N DE LA IDEA DE REY»

 

 

«... un animal polí tico salvaje».

J. richards REFIRIÉ NDOSE A brunichilde. '

 

 

«Precisamente bajo este soberano —como puede demostrarse de forma clara— la cristianizació n de la idea de rey alcanzó una de sus primeras cumbres. »

H. H. antó n CON REFERENCIA A clotario II. 2

 

 

«... Dios amable sobre toda medida... lo escuchaba é l sobre todo en el consejo de san Arnulfo, obispo de la ciudad de Metz... lo oí a ademá s en las advertencias de su mayordomo Pipino y de Kuniberto, obispo de Colonia. »

fredegar ALUDIENDO A dagoberto I. 3

 

 

«Llenó de miedo y terror todos los reinos de su entorno. »

lí ber HISTORIAE FRANCORUM. 4

 


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