¿«.. Los intereses más bien materiales de la Iglesia del reino merovingio»?
La insistencia, grosera pero muy provechosa, del clero en que el fiel cristiano podí a asegurarse un puesto en el cielo mediante la protecció n de los santos impulsó sin cesar a los reyes y a otras personas pudientes a hacer donaciones y legados. Mas con el enriquecimiento cada vez mayor de unos y el empobrecimiento de otros la corona no só lo sufrió pé rdidas por gigantescas renuncias territoriales sino tambié n sectores de la nobleza, que no pocas veces se empobreció notablemente, sobre todo cuando se sumaban privilegios de inmunidad de todo tipo. En una palabra: «Los documentos merovingios permiten conocer el cambio profundo en las relaciones de bienes raí ces» (Sprandel). Así, por ejemplo, Bertram, que fue obispo de Le Mans desde 586, disponí a de fincas —segú n prueba su testamento treinta añ os má s tarde— en Parí s, de donde procedí a, en Le Mans, entorno inmediato y extenso de su sede episcopal, y tambié n en Aquitania y en Burgundia: campos, pastos, bosques, viñ edos y numerosas aldeas; fruto —ademá s de las donaciones reales y privadas— de la notable cantidad de dinero que habí a invertido en la compra de fincas. Y así dejó en herencia a su obispado 35 fincas y cuatro villae a sus parientes carnales. Tanto los soberanos merovingios como los primeros de la dinastí a carolingia «respetaron en la medida de lo posible los bienes de la Iglesia». Los reyes, que precisamente entonces hací an esplé ndidas donaciones a las iglesias, en sus viajes apenas si recibí an hospitalidad de é stas, viviendo «casi exclusivamente de sus propios bienes» (Brü hl). Mas los jerarcas eclesiá sticos nunca obtuvieron ni tantas ni tan generosas dotaciones. Con lo cual a la Iglesia «afluí a dinero de continuo, nadie se dirigí a a la misma con exigencias de pago y nunca se vio forzada, como los reyes, a distribuir sus posesiones entre un tropel de herederos... » (Lasko). Tan pronto como tení a algo lo defendí a con todos los medios. 26 En los decretos sinodales del perí odo merovingio pocas cosas merecen mayor atenció n que la protecció n de los bienes eclesiá sticos, que una y otra vez son declarados inalienables. Quien los retiene o se los procura contra derecho incurre en la excomunió n. Quien los acapara sufrirá la expulsió n permanente de la Iglesia. Todas las donaciones en favor de la Iglesia eran irrevocables. El derecho de prescripció n nadie puede aplicarlo en perjuicio de la misma, pero ella sí puede utilizarlo en provecho propio. Má s aú n, prevalece la Iglesia sobre los legí timos herederos, que no acceden a que se le otorgue su herencia. Para decirlo brevemente: nada vigiló la Iglesia con tanto celo como sus bienes raí ces cada vez má s vastos y sus demá s riquezas. 27
El concilio IV de Orleans (541) declaró sagradas e irrevocables las donaciones, otorgadas por escrito o con un apretó n de manos, por estar destinadas a la Iglesia o a sus miembros. No hay prescripció n alguna para los bienes eclesiá sticos, aun despué s de una enajenació n verificada largo tiempo atrá s. El concilio de Tours (567) amenaza con la excomunió n, la expulsió n definitiva de la Iglesia, a quienquiera que en la guerra civil saquee o se adueñ e de los bienes eclesiá sticos sin devolverlos. El sí nodo de Macó n (581-583) excomulgó a la monja Agnes, que enajenó tierras a unos grandes para obtener su protecció n, excomulgando tambié n a tales grandes. Ingenuamente escribe Odette Fontal: «Esta sorprendente solicitud por la preservació n de los bienes eclesiá sticos podrí a imponer la conclusió n de unos intereses preferentemente materiales de la Iglesia del reino merovingio», ¡ mientras que é sta al hacerlo só lo se aseguraba contra un mundo de lobos! 28 Y a las tierras de la Iglesia en constante aumento —que representaban una enorme fuente de ingresos y, para decirlo una vez má s, inalienable— se sumaron otras ventajas financieras. Tales fueron, por ejemplo, las ofrendas, la elevació n de los impuestos, el diezmo, que se inventó en el siglo v como una especie de limosna hasta que a finales del vi se convirtió de una obligació n moral a un deber jurí dico, con las correspondientes sanciones para los transgresores. Quien se negaba a pagarlo era excomulgado. Un escrito, redactado poco despué s del concilio de Tours (567) y firmado por el metropolitano del lugar y por tres de sus obispos, reclamaba de los fieles el pago del diezmo, y no tan só lo de bienes sino tambié n de esclavos. Es la primera vez que se habla del diezmo en un texto merovingio. El sí nodo de Macó n amenazaba con la excomunió n contra quien transgrediera la recta aplicació n del diezmo. En 779, ya con Carlos «el Grande», se convirtió en un impuesto obligatorio. Por lo demá s, las donaciones de bienes no recaí an sobre la Iglesia universal, sino sobre ciertas instituciones, como dió cesis o abadí as. Y naturalmente tambié n las donaciones de tierras que afluí an a los monasterios «se organizaban como pró speras explotaciones esclavistas» (Angenendt). Só lo el monasterio de Sankt Gallen disponí a a finales del perí odo carolingio de casi 2. 000 censatarios. Las donaciones a las catedrales las compartí a el obispo con sus sacerdotes, y de las que se hací an a las iglesias parroquiales recibí a «só lo un tercio»; pero los viñ edos o tierras eran en exclusiva para é l, lo mismo que los esclavos. 29 Se ha supuesto que en el reino merovingio hubo má s esclavos que en el siglo iv. Los burgundios, por ejemplo, só lo consiguieron un gran contingente de esclavos mucho despué s de haberse convertido al cristianismo, gracias sobre todo a sus incursiones guerreras contra Italia, a la cesió n de bienes raí ces romanos y la esclavitud como castigo en el servi-
ció domé stico y en el cultivo de la tierra. En cierto sentido es verdad que la Iglesia se preocupó de los esclavos: por ejemplo, en lo relativo a su descanso dominical, por motivos tanto pastorales como egoí stas. O bien dando asilo a un esclavo, asilo que por lo demá s tení a que abandonar, incluso por la fuerza si era necesario, bajo la simple promesa de su dueñ o de que no lo matarí a ni le inferirí a malos tratos. La Iglesia tampoco le protegí a, si é l se negaba a dar satisfacció n o huí a. Y los esclavos cristianos de un judí o podí a retenerlos el obispo; só lo bajo la garantí a correspondiente del judí o tení a que devolvé rselos. Tampoco en el derecho de propiedad del dueñ o introdujo cambio alguno una Iglesia que disponí a de montones de esclavos, como «un elemento bá sico de su propiedad» (Orlandis-Ramos-Lisson). Sus enormes territorios só lo podí an ser rentables con grandes cuadrillas de esclavos. Y un esclavo de norma general nací a ya esclavo, al menos en el perí odo carolingio. Jurí dicamente só lo contaba como un objeto mó vil; podí a ser vendido, incluso separá ndolo de su mujer. Ni siquiera mediante la consagració n sacerdotal se emancipaba un esclavo. Tampoco por el matrimonio. Y todo hijo de esclavo seguí a sié ndolo, aunque só lo lo hubiera sido uno de los progenitores. Y se llegó tambié n a una nueva forma de esclavitud, de privació n de libertad, como pena jurí dica por falsificació n de moneda, traició n, rapto o adulterio. Má s aú n: la denominada obnoxiatio hací a posible la esclavizació n de un pobre por voluntad de Dios; lo que naturalmente significa en favor de la Iglesia, a la que pasaba a pertenecer. («Por voluntad de Dios» nunca ha significado nada bueno. ) Mas si los esclavos se liberaban y rescataban ellos mismos, quedaban sujetos a un tributo eclesial. Incluso los esclavos, a los que el obispo manumití a, tení an que continuar al servicio de la Iglesia. O el propio obispo tení a que entregar a la Iglesia de su peculio particular, de forma que con tal donativo compensase con creces la pé rdida originada por la manumisió n. Los abades no podí an en absoluto dejar libres a los esclavos donados al monasterio. Así, los padres sinodales de Epaon (517) consideraban injusto que los monjes realizasen el trabajo diario del campo mientras los esclavos se entregaban a la molicie. 30 Aplauso merece el historiador Bosi al recordar «a todos» el dato de «que la historia de las clases inferiores y de la esclavitud o servidumbre de la gleba es para má s del 98 % de nuestras gentes su propia historia y la de su familia», puesto que «casi el 99 % de los alemanes y europeos actuales descienden de siervos de la gleba». 31 La palabra de Chilperico I, tantas veces citada y transmitida por Gregorio de Tours, presenta en forma exagerada pero drá stica la situació n: «He aquí que nuestro tesoro se ha empobrecido; he aquí que nuestras riquezas han pasado a las iglesias (ecce divitiae nostrae ad ecclesias sunt translatae). Ú nicamente los obispos gobiernan; nuestro poder ha pasado». Se comprende que el rey —como Gregorio sigue contando— anulase una y otra vez los testamentos en favor de la Iglesia, que renegase incesantemente de los obispos del Señ or y que nada le divirtiese tanto como las burlas contra los mismos dentro del cí rculo de sus í ntimos. Se comprende tambié n que el obispo Gregorio llame al rey «Nero nostri temporis et Herodis» (¡ pero ni Neró n ni menos aú n Herodes eran monstruos que la Iglesia hubiera hecho! ). Y se comprende que Gregorio trate al rey de bebedor y escriba de é l que «su dios era su vientre». Y, sin embargo, precisamente ese soberano tan denigrado por nuestro santo no só lo redactó diversos escritos, ni só lo inventó, cual admirador de la cultura romana, algunas letras nuevas en el alfabeto latino, sino que tambié n mostró una predilecció n por las cuestiones teoló gicas. 32
Eso no lo tení a con toda seguridad la mayor parte del clero coetá neo (y no só lo el de entonces). Ni mostró tampoco interé s alguno por otros problemas culturales o religiosos. Ya al comienzo de su Historia de los francos declara Gregorio que en la Galia la ciencia estaba «arruinada por completo», «ha sucumbido entre nosotros». Una carta del papa Agató n y de los padres sinodales, enviada el añ o 680 al emperador de Bizancio, no ve a ningú n obispo que esté a la altura de la ciencia profana. Má s bien viví an entre luchas continuas, habiendo desaparecido el antiguo patrimonio de la Iglesia. Ya algunas dé cadas antes el monje Jonas de Bobbio advertí a que en la Galia «la virtud de la religió n casi habí a desaparecido por la negligencia de los obispos», y no só lo por los enemigos externos de la Iglesia. 33
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