Aduladores serviles y fervorosos del poder, o «ellos son los personajes que actúan»
Aunque se ha discutido largamente sobre las prelací as, está claro que entonces, como en el futuro, la religió n nada tení a que ver habitual- mente con la llegada al ministerio episcopal. La misma teologí a —una vez orillado el problema del semipelagianismo— apenas si preocupaba a los señ ores eclesiá sticos, que se interesaban mucho má s por el lado econó mico y polí tico de la prebenda. El cargo eclesiá stico resultaba atractivo para las familias dirigentes a causa de su influencia. Desde el siglo iv los obispos ejercieron tambié n funciones de derecho pú blico y a finales de la Antigü edad se convirtieron en «señ ores de la civitas», con lo que las fundaciones de monasterios, cada vez má s frecuentes en sus ciudades, incrementaron aú n má s su poder. Baste citar al respecto en el siglo vi fundaciones tan importantes —favorecidas por la monarquí a, aunque no instituidas por ella— como Saint-Pierre de Arles, Saint-Andochius de Autun, Saint-Marcel en Chalon-sur-Saó ne, Sainte-Croix de Poitiers, Saint-Mé dard en Soissons, Saint-Germain-des-Pré s en Parí s, Saint-Germain de Auxerre, Saint-Pierre-le-Vif en Sens, el monasterio de Ingytrudis en Tours, etc. En el reino merovingio los obispos tení an desde hací a mucho tiempo una posició n independiente en gran medida, que só lo bajo Pipino el Medio y Carlos Martell cambió personal y jurí dicamente. Si todaví a en el siglo v y a comienzos del vi las familias senatoriales autó ctonas se hicieron con las sinecuras episcopales, má s tarde y con ayuda de sus gobernantes fueron cada vez má s los grandes germano-romanos quienes se pusieron en marcha. El ministerio episcopal constituyó para ellos «la coronació n de una carrera... al servicio del rey» (Ewig). Muchos fueron «aduladores» (adolatores) repugnantes; una expresió n que san Gregorio emplea repetidas veces, no sin agregar: «me duele tener que decir esto de los obispos». En las postrimerí as del reino merovingio aparecen los má ximos principados eclesiá sticos. El negocio monetario, la simoní a en todas sus formas, cunde por doquier y corrompe el episcopado, en la medida en que aú n puede corromperse. «Todos los decretos, las prohibiciones todas de los concilios, que debí an remediar el mal, quedaron sin efecto» (Fontal). Se prohibe y —la doble moral— no se presta atenció n alguna. Y así durante siglos. Un sí nodo tras otro intervienen sin eficacia alguna. Hasta los obispos simoní acos suscriben sin vacilar las prohibiciones de la simoní a. 17 Incesantemente se fue apoderando el alto clero de todas las facultades posibles. Se aprovechó, por ejemplo, de la liberació n del servicio militar, que tan inflexiblemente imponí a a los otros. Otro tanto ocurrió con la liberació n de impuestos y arbitrios, que naturalmente gravaban a los demá s. Por lo menos hasta el siglo v los obispos estuvieron exentos de la entrega anual de grano (annona) y de la contribució n territorial rú stica, correspondiente a todas las posesiones de la Iglesia, así como de los munera só rdida (trabajos sucios) y de los extraordinaria (prestaciones especiales). Lucharon por la emancipació n de otras obligaciones pú -
blicas y por la obtenció n de nuevos derechos, como el derecho de asilo para sus iglesias, del que tanto se abusó. Adquirieron, asimismo la jurisdicció n (eclesiá stica), el privilegium fori. Y cada vez ampliaron má s su autoridad jurí dica. Tuvieron la jurisdicció n casi ilimitada sobre sus clé rigos, y en ciertos casos hasta sobre los seglares, en tanto que personalmente só lo podí an ser condenados por una asamblea episcopal. Y los jueces, que sin su autorizació n se pronunciaban sobre derecho canó nigo, fueron excomulgados. Dispusieron con plena autonomí a de la administració n de los bienes eclesiá sticos. Se quedaban con la mayor parte de las donaciones de los prí ncipes. Cierto que la mitad de las ofrendas iba para el clero; pero los prelados retuvieron por entero los bienes raí ces mucho má s importantes. Tambié n podí an volver a retirar a un clé rigo desobediente lo que personalmente le habí an entregado. Para cualquier cosa necesitaba el clero del permiso del obispo. 18 É ste dominaba tambié n en los monasterios. Era é l quien decidí a sobre los legados a los mismos, sometí a a los abades en cuestiones de nombramiento y penales y tení a una autoridad casi ilimitada sobre los monjes. Por lo demá s, é stos no guardaban sus votos de castidad, como tampoco los guardaban los sacerdotes seculares. Muchos abandonaban el monasterio y se casaban; tambié n disponí an de su peculio privado. Conviene no olvidar nunca la caracterizació n que hace H. W. Goetz: «El monacato medieval fue en cierto modo la vida de los señ ores en su modulació n religiosa. Ahí radica un motivo esencial de su é xito [... ]; muchos monasterios se convirtieron poco a poco en simples monasterios de nobles». 19 Pero la influencia de los obispos fue tanto mayor cuanto que las creaciones germá nicas de reinos de los siglos v y vi no tocaron para nada las posesiones de la Iglesia. Má s aú n, é stas crecieron con las extensas donaciones de los reyes en los siglos vi y vil así como por otras muchas transmisiones de bienes (con las correspondientes cuadrillas de braceros que dependí an de las mismas); y crecieron con la compra y las disposiciones testamentarias de propietarios particulares. De ese modo la Iglesia pasó a ser en un breve perí odo de tiempo «la mayor terrateniente despué s del rey» (Stern/Bartmuss). Y como, por otra parte, la nobleza senatorial galorromana ya no subió en el servicio del Estado germá nico, el episcopado significó para ella «la ú nica posibilidad de ejercer funciones rectoras (tambié n de orden polí tico)... De esa posibilidad hizo amplio uso la clase alta senatorial» (Vollmann). En la Historia de los francos de Gregorio de Tours los obispos aparecen en primera lí nea, «son los personajes que actú an» (Dopsch), son funcionarios polí ticos, sin «una determinada actitud interna» (Scheibeireiter). Y, segú n parece, só lo llegaba a obispo quien habí a pagado algo a cambio. Así
escribe el papa Gregorio I: «Segú n me han informado algunos, en Galia o en Germaní a nadie podí a llegar a la consagració n [episcopal] sin haber pagado algo». 20
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