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Dos representantes famosos




 

Cuando leemos la Historia de los francos, tan amorfa como detallada, de Gregorio de Tours, que es la fuente principal de esa é poca, nos sorprende que la misma cabeza en la que rondaba tan grotesca creencia en los milagros y en el diablo y que no parece tener otra preocupació n que la de no mencionar alguno de sus oscuros milagros y signos —para é l hechos incuestionables, «gesta praesentia»— y no conservarlos para la eternidad, nos sorprende, repito, que esa misma cabeza relate con el tono má s realista y a menudo con una indiferencia casi amoral los horrores de la é poca sin admirar ni las muestras de conciencia decadente ni los hé roes má s criminales de la é poca.

Y es que así como dicho obispo no escribe una historia nacional o del pueblo, sino un tipo curioso de historia hagiográ fica de la salvació n, en la cual todo discurre exclusivamente segú n el designio de Dios y por permisió n suya, bajo la intervenció n imperturbable de los santos, así tampoco juega papel alguno el «pueblo» franco, por mucho que valore la nueva forma de gobierno de los francos, la incontenible fuerza social y militar de sus dirigentes cató licos, al menos de aquellos cuya strenuitas y virilitas aprovecharon a la Iglesia. Así no siente el menor escrú pulo ni conoce los conflictos entre lealtades, estando sin reserva en favor de la polí tica brutal de los prí ncipes; es decir, en favor de sus crí menes, y sobre todo en la medida en que representaban la ventaja de la Iglesia cató lica. Lo cual significa, pese a todo, un estar a medio camino entre asegurar a la Iglesia una situació n estable y al alto clero unas riquezas en constante aumento; personalmente pertenecí a a ese clero. (Alguien ha observado que el ministerio episcopal, supuestamente tan agotador, dejó a Gregorio tiempo suficiente para escribir sus extensas obras. )14

Sin duda que en la mente del santo no encajan por entero las guerras civiles y fratricidas, pues naturalmente le afectaban a é l y a su Iglesia. Pero las guerras exteriores, las guerras encaminadas al engrandecimiento del reino exclusivamente cristiano, a la aniquilació n de los «herejes» y especialmente los arrí anos (cuatro veces cuenta la patrañ a de los padres de la Iglesia, segú n la cual Arrio reventó en el retrete), a la extinció n de los paganos y demá s infieles, nunca podí an ser lo bastante terribles. Así, al comienzo del libro quinto de su Historia de los francos confiesa sin rebozo: «Ojalá tambié n vosotros, ¡ oh reyes!, combatierais aquellas batallas, que tanto sudor costaron a vuestros predecesores, de


modo que los pueblos llenos de pavor por vuestra concordia hubieran de inclinarse ante vuestro poder. Recordad lo que hizo Clodoveo, con quien empezaron vuestras victorias: mató a los reyes, que eran sus enemigos, derrotó a los pueblos hostiles, puso bajo su poder a los nativos y ademá s os dejó un gobierno sin divisiones ni debilidades».

Combatir batallas, matar reyes enemigos, subyugar a los pueblos hostiles y a los propios, a todo ello llama un famoso santo cató lico, despué s de má s de medio milenio de cristianismo. Porque «los triunfos de los francos son tambié n é xitos de Gregorio» (Haendler).

Incluso cuando se trata de un asesinato por motivos sexuales, actú a Gregorio como un «progresista» moderno. Sin pestañ ear cuenta el caso de la exuberante Deoteria. Estando su marido de viaje a Bé ziers, mandó a decir al rey Teudeberto: «Nadie puede resistí rsete, amadí simo señ or. Sabemos que eres nuestro dueñ o. Ven, pues, y haz lo que sea agradable a tus ojos». Y Teudeberto se acercó al castillo, hizo su concubina, su mujer, a Deoteria; y el obispo Gregorio llama a la dama cató lica (que despué s empezó a temer la rivalidad de su propia hija y la hizo matar en Verdun) «una mujer há bil e inteligente». Tan há bil e inteligente como el propio Teudeberto. Pues —como proclama el mismo Gregorio— «gobernó su reino con justicia, honró a los obispos e hizo donaciones a las iglesias»; y «todos los impuestos, que hasta entonces habí an revertido al tesoro real de las iglesias de Auvernia, se los condonó de gracia». Es decir, que Gregorio hace la vista gorda con la bien conocida doble moral cató lica. 15

Otro famoso prí ncipe de la Iglesia, Gaius Sollius Modestus Apollinaris Sidonius, oriundo de la alta aristocracia galorromana, y obispo tan elocuente de palabra como pobre de ideas de la «urbs» Arvern (la actual Clermont-Ferrand), que viví a en una lujosa villa de su finca Aduati-cum, hasta exaltó el espí ritu belicoso que ya alentaba en los niñ os francos. Sidonius escribió tambié n cantos de alabanza, una «pompa fraseoló gica» (Bardenhewer), por los que fue nombrado conde de Au-vergne y prefecto de Roma con el tí tulo de Patricius: en 456 a su suegro el emperador Avito, y tras su caí da, en 458 a su rival victorioso el emperador Mayoriano, y má s tarde al emperador Antemio. Acabó glorificando incluso al rey visigodo Eurico, al que durante añ os habí a combatido. Un tí pico representante de su profesió n oportunista. 16

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