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Pequeña revista a los hombres de Dios




 

El obispo Chramlin de Embrun se habí a procurado la sede episcopal mediante la falsificació n de un documento. El obispo Agilberto de Parí s y el obispo Reolus de Reims emitieron sus juramentos sobre unos relicarios vací os para engañ ar al duque austrio Martí n, quien por dar fe a los prelados «fue asesinado con todos los suyos». A Contumeliosus, obispo de Riez, el concilio de Marsella (533) le reprochó «multa turpia et inhonesta»; adulterio, segú n parece, la denominada inmoralidad, así como la apropiació n de bienes eclesiá sticos robados, que habí a añ adido a su propiedad privada.

Tambié n el obispo Badegisel de Le Mans (581-586) acumuló un patrimonio con estafas y robos, despojando incluso a sus hermanos. Manejaba los procesos con la misma habilidad que la espada y apacentó a sus ovejas con mano fé rrea. Naturalmente tuvo una mujer y, naturalmente, ella era «peor aú n» empujá ndolo con «sus abominables consejos a cometer infamias». Magnatrude, la noble mujer episcopal, se procuraba placer cortando a los varones el pene con la piel abdominal y quemando las vergü enzas femeninas con hierros candentes. «Hizo muchas otras cosas abominables, pero es preferible callarlas», dice Gregorio. 44


El alcoholismo —segú n certifica el cronista— era tan frecuente entre el clero como entre los seglares. Tambié n san Gildas, el primer historiador de los britanos, lo señ ala. Y san Bonifacio, el antiguo arzobispo Cudberht de Canterbury, hace presente «que en vuestras parroquias el vicio de la borrachera se ha generalizado hasta convertirse en una costumbre». De muchos obispos refiere Bonifacio que no só lo se emborrachan ellos, sino que «obligaban a otros a emborracharse ofrecié ndoles vasos muy grandes».

Los obispos Salonio y Sagitario pasaban las noches en francachelas y borracheras hasta la madrugada, «cuando los clé rigos ya decí an en la iglesia la misa primera». El obispo Eonio de Vannes es verdad que tambié n celebró una vez en Parí s una misa; pero estaba tan borracho, que «con un grito agudo y entre resoplidos» cayó al suelo y hubo de ser retirado del altar. Se embriagaba con frecuencia hasta tal punto «que no podí a dar un paso». Gunther de Tours, un antiguo abad, ya de obispo «casi se idiotizó » por el alcoholismo. El pastor Droctigisil de Soissons era tan impú dico, que literalmente perdió la razó n. El diá cono Teodulfo, amigo del obispo Audovech de Langres, murió de una borrachera.

Cautino, arzobispo de Clermont, que despojaba de sus propiedades a todo el que podí a, incluso con el empleo de la violencia, se embriagaba a diario y habitualmente era llevado por cuatro compañ eros de orgí a. No leí a libros profanos ni religiosos, que probablemente no entendí a para nada; actuó con judí os, lo que muchos tomaron muy a mal, y se metió a fondo en negocios de usura. A un clé rigo suyo, cuyo dinero ambicionaba, lo hizo deponer en una tumba, junto a un cadá ver ya en estado de putrefacció n, con el fin de hacerle entrar en razó n. Al final Cautino sucumbió —«el dí a de la pasió n de nuestro Señ or»— a la peste, de la que siempre habí a estado huyendo. Algo má s tarde, bajo Carlos Martell, el obispo Milo de Tré veris se contaba tambié n entre los bebedores empedernidos. 45

De peor calañ a fueron aú n los hermanos Salomo de Embrun y Sagitario de Gap.

Ambos habí an sido en tiempo pupilos virtuosos de san Nicetio de Lyon, a su vez tí o abuelo de san Gregorio, sobrino y sucesor del santo sacerdote. ¡ Santos por doquier! Y la noble pareja de prelados se desbordó furiosamente «con robos, derramamiento de sangre, asesinatos, adulterios y otros crí menes como enloquecidos» (Gregorio de Tours). Pero só lo cuando cayeron sobre su colega Ví ctor de Trois-Chá teaux, en el Delfinado, justo durante su banquete de aniversario, molié ndolo a palos y saqueá ndole a la vez que degollaban a sus criados, los depuso un sí nodo de Lyon (567-570) como «culpables por completo». Pero el rey Guntram, el santo, aprobó su apelació n a Roma —el ú nico caso conocido de tal procedimiento en la Galia merovingia del siglo vi—. Y el santo


padre Juan III los repuso en sus cargos y dignidades, encomendá ndolos a la protecció n de Guntram. De nuevo golpearon a sus diocesanos «con palos hasta hacerles sangrar» y en abierta batalla campal mataron a gente con su propia mano, hasta que su intromisió n en la vida í ntima del piadoso rey los puso (separados a mucha distancia) tras los muros monacales. Pero la intercesió n probablemente de algunos eclesiá sticos amigos tambié n esta vez volvió a liberarlos. De nuevo ocuparon sus sillas episcopales, só lo para (tras algunos ayunos, oraciones y cantos de Salmos) llevar una conducta má s desbocada y violenta. Aun así, un tribunal eclesiá stico no quiso deponerlos. Pero el rey, alimentando una sospecha de alta traició n, los encerró de nuevo en un monasterio, apareciendo al final entre los salteadores de caminos. 4"

A lo largo de la Edad Media los monasterios no fueron con frecuencia un lugar de paz o de enterramiento en vida (y, de serlo, en el peor sentido). Y hasta los historiadores simpatizantes con la Iglesia califican la discordia en los mismos como «un fenó meno generalizado», incluso en los «monasterios de mujeres». Muchas esposas de Cristo pegaban a otras, pegaban a las hermanas legas, a los hermanos legos e incluso a los clé rigos, aunque en ocasiones tambié n é stos devolví an los golpes. Y los recluidos de ambos sexos rara vez viví an de forma muy ascé tica. Y quizá menos aú n aquellas monjas que los reyes cristianos y cató licos habí an engendrado en sus concubinas para aumentar el reino de Dios. 47

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