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El trono y el altar




 

Cierto que el poder y las riquezas cada vez mayores de la Iglesia provocaron ciertas tensiones y desavenencias. Pero monarquí a y episcopado vieron que dependí an uno del otro y trabajaron conjuntamente. La estructura jerá rquica de la iglesia nacional franca sostuvo el sistema polí tico, y é ste a su vez la favoreció. Era el viejo negocio del Do ut des. Se impuso «un entrelazamiento apretado de Estado e Iglesia» (Aubin). Fueron precisamente las familias má s poderosas del reino merovingio —las estirpes de los Waldebertos, los Burgundofarones, los Eticones, los Crodoinos, los Arnulfingios y los Pipí nidos— las que reforzaron sus viejos privilegios mediante el cristianismo y hasta por obra de los santos que salieron de sus filas, los «santos domé sticos». Tambié n los monasterios propios de la alta nobleza merovingia y el culto fervoroso de las reliquias y de los milagros que en ellos se practicaba fueron instrumentos de poder altamente mundanos, nuevas y sutiles formas de opresió n con que se impuso el afá n de protagonismo, y «en un sentido mucho má s amplio de cuanto lo habí an sido hasta entonces, fueron " baluartes de polí tica y dominio" » (Prinz).

Mientras que era casi habitual cualquier tipo de rudeza y violencia contra los dé biles, los indefensos y los pobres —que formaban la gran masa del pueblo casi en su totalidad—, los obispos fueron proestatales y amigos de los reyes, incluso cuando se trataba de personajes brutales. Por la otra parte, tambié n los reyes, a menudo dé spotas y los peores, cultivaron una polí tica marcadamente proeclesiá stica, protegieron activamente a misioneros y monasterios, se sometieron (ellos y sus funcionarios) en principio a la norma moral de los obispos que gozaban de tan alta estima y cuyo rescate de sangre (Wergeld) o multa expiatoria por un homicidio era, segú n la ley sá lica, tres veces superior a la de un funcionario real y nueve veces má s alta que la de un hombre libre.

Por descontado que aquellos prí ncipes reconocí an tambié n la autoridad eclesiá stica del papa, quien a su vez difí cilmente podí a imponer sus decisiones contra la voluntad real. Los merovingios tuvieron con frecuencia eclesiá sticos en la administració n de su corte y otorgaban las sedes episcopales como sinecuras a combatientes benemé ritos. Agasajaban a los prelados con enormes posesiones y privilegios a algunos de ellos, pero a casi todos los trataban con gran veneració n.

No pocos intervinieron directamente en los negocios del Estado,


como Gregorio de Tours, hombre de gran prestigio bajo Childeberto II (desde 585), que tambié n se movió libremente en otras casas gobernantes y en cuya familia el episcopado casi se hizo hereditario. Ya su bisabuelo por lí nea materna, Gregorio de Langres —quien le dio el nombre—, habí a sido obispo. Su tí o por lí nea paterna fue Galo, obispo de Clermont; Nicecio, obispo de Lyon, era tí o abuelo suyo por parte de madre; y Eufronio, obispo de Tours, fue su primo y antecesor en dicha sede. El propio Gregorio refiere que todos los obispos de Tours, hasta cinco, estaban emparentados con su familia, que como dice repetidas veces era una familia senatorial, y que con la modestia y humildad propia de sus cí rculos asegura que era la primera.

Otros —aunque no de forma tan total como en la vecina Hispania— se mezclaron en la polí tica con talante arbitrario. Muchos hasta alcanzaron en ella la «corona del martirio». Y, sin embargo, los dos má rtires má s ilustres de la iglesia franca. Preté xtalo y Desiderio, no derramaron su sangre a manos de los paganos o de los «herejes», sino «principalmente por culpa de otros dos obispos, miembros de la misma Iglesia» (Rü ckert). 21

En la Galia merovingia con má s de cien obispados hubo de dos a tres mil prelados. De aproximadamente un millar conocemos sus nombres, y en su gran mayorí a pertenecieron a la nobleza del paí s. De 27 inscripciones de tumbas episcopales, que se han conservado en la Galia de los siglos iv, v y vi, 24 de ellas señ alan el origen nobiliario de los difuntos, por otras dos se deja suponer, y só lo un ú nico epitafio del siglo iv, el del obispo Concordio de Arles, apenas permite su encuadre social.

Casi todos procedí an de la nobleza, y con frecuencia pertenecí an a familias pudientes. Poseí an grandes fincas con termas, salones lujosos y bibliotecas. No só lo viví an con gran lujo, sino que ejercí an todo tipo de polí tica de poder, «y ello no obstante, fueron venerados como santos por sus coetá neos» (Borst). Habiendo ascendido en los campos jurí dicos, econó mico y social, tambié n en ocasiones actuaron como potentados mundanos y dirigieron sus propias ciudades y hasta principados enteros. Por ejemplo, en la Aquitania septentrional, las de Poitiers, Bourges y Clermont; en Burgundia, las de Orleans, Chá lons, Auxerre, etc. Los obispos má s poderosos tení an posesiones especialmente extensas ocupando una posició n casi feudal. Algunos hasta mantuvieron relaciones personales con el emperador de Bizancio. Fueron protegidos y dominados por reyes merovingios, convertidos en padrinos de bautizo de los prí ncipes. No tan só lo aceptaron su violencia sino que la apoyaron, sancionando complacientes sus guerras y crueldades. Para la mayorí a de ellos los reyes contaban má s que las prescripciones eclesiá sticas, de las. que en caso de conflicto no tení an consideració n alguna. Y naturalmente los reyes se procuraban prelados fiables y obedientes. De los 32


pastores reunidos en el sí nodo de Orleans (511) ninguno se opuso a la exigencia del soberano de someter el ingreso en el clero a un permiso real. 22

Se llegó así a la formació n de una Iglesia nacional dirigida por el rey. El monarca tení a la autoridad sinodal; é l convocaba los sí nodos, tomaba parte en los mismos y, al menos Clodoveo, hasta fijaba el orden del dí a. Y no fueron pocos precisamente los sí nodos que se celebraron. Así, en la Galia entre el sí nodo de Agde (506) y el de Auxerre (695) se celebraron má s de cincuenta asambleas eclesiá sticas. El concilio V de Orleans (549) autorizó expresamente la intervenció n de los reyes en asuntos del episcopado, especialmente en la elecció n. En la asamblea del concilio de Parí s, del 18 de octubre de 614 (615), Clotario II, que desde 613 era el ú nico soberano del reino, refrendó las ordenanzas de los 79 padres conciliares y agregó al canon 1 este apé ndice: «Quien ha sido elegido canó nicamente para obispo necesita de la aceptació n por el rey». Lo cual aseguró, al menos por algú n tiempo, un nombramiento de los obispos libre de tratos simoní acos, de lo que la Iglesia por sí sola no habí a sido capaz. 23

Los prelados fueron nombrados frecuentemene en razó n de sus riquezas y origen, en razó n de sus cualidades de caudillos (mundanos). Y ya desde Clodoveo intervinieron los merovingios en su elecció n, o bien indirectamente como en el nombramiento de los obispos de Sens, Parí s y Auxerre. O bien de manera directa. Así por orden del rey Clodomer fue nombrado obispo de Tours Ommatius, que era hijo de un obispo. Poco despué s la reina Crodichilde puso tambié n en la ambicionada sede a Teodoro y a Pró culo. En Clermont un edicto real nombró pastor de la dió cesis primero a san Galo, tí o de san Gregorio, y má s tarde a Cautino, reo «de todos los crí menes» por lo que el clero se dividió y fue nombrado antiobispo el sacerdote Cató n. El rey Clotario I nombró a Dó mnolo, abad de Saint-Laurent de Parí s, para obispo de Le Mans, quien pese a todo —segú n comenta entusiasmado Gregorio— «alcanzó la cima de la santidad má s excelsa» y «devolvió a un tullido la capacidad de andar y a un ciego la vista». (A sí mismo por lo demá s no pudo curarse y murió de ictericia y ví ctima de terribles dolores de piedra. )24

Los candidatos episcopales a menudo no perdonaban esfuerzo alguno por conseguir la meta y adolecí an de falta de cará cter. Intrigaban junto a los reyes y manipulaban al clero y al pueblo, comprando y extorsionando votos. Por lo mismo falseaban en ocasiones los documentos y adquirí an la dignidad episcopal mediante compra. Asimismo fue corriente hacer carrera en la Iglesia mediante compras y sobornos. Los concilios, aun lamentá ndolo, fueron incapaces de poner remedio. Obtenido el episcopado, pronto se recuperaba el coste de las inversiones. 25


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