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El belicismo sacro de los Macabeos




Desde la conquista de Palestina por Alejandro Magno (332 a. de C. ),
dominó la dinastí a (má s bien projudí a) de los Ptolomeos, a la que suce-
dió en 198 la dinastí a tambié n macedonia (pero cada vez má s antijudí a)
de los Seleucos; quiere decirse con ello que el helenismo desempeñ ó en
Judea un papel cada vez má s importante.

En particular, las capas superiores, la aristocracia clerical y terrate-
niente, así como los mercaderes ricos, a los que atraí a la superioridad de
la cultura griega y la libertad de su estilo de vida, fueron tendiendo hacia
el «cosmopolitismo» y abandonando el legado de los antepasados en
manos de las clases bajas y de los cí rculos tradicionalistas, guardianes de
la «semilla sagrada». Esta herencia era só lo «barbarie» a ojos de los
griegos; hacia el siglo II antes de nuestra era, el proceso de helenizació n
se habí a extendido a buena parte de los sectores má s progresistas de la
població n. En el libro 2° de los Macabeos se lamenta esa helenizació n e
«inclinació n a las costumbres extranjeras», combatida por el sumo sa-
cerdote Oní as III; pero é ste fue derribado por una conspiració n que or-
ganizó contra é l su propio hermano Jasó n, que prometió dar al rey los
tesoros del Templo. Una vez conseguido el sumo sacerdocio, Jasó n es-
tableció en Jerusalé n un gimnasio, un ephebeió n, y se planteó la posibi-
lidad de homologar la situació n polí tico-religiosa de la capital con la de
las numerosas ciudades helení sticas del paí s, convirtiendo a Jerusalé n
en una polis griega. Ello provocó la reacció n de los tradicionalistas, que
veí an peligrar las antiguas costumbres judí as, sus leyes y sus creencias.
Creció el malestar, hubo disturbios y altercados callejeros, todo lo cual
desencadenó fuertes medidas represivas por parte del ené rgico sobera-

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no seleú cida Antí oco IV Epifanes («Dios revelado»; «el Neró n sirio»,
segú n el cardenal Faulhaber), que intentaba consolidar su reino tamba-
leante mediante la introducció n de una religió n sincré tica que lo unifi-
case. Ademá s, profanó el Templo de Jerusalé n (en 168 hizo reformar el
gran altar de los holocaustos y puso allí mismo un altar a Zeus Olí mpi-
co), prohibió la religió n judí a e incendió la ciudad, no sin saquear antes
el tesoro del Templo y llevarse 1. 800 talentos (que supondrí an unos mil
millones de pesetas; una tentativa anterior por parte de Seleú co IV fue
abortada por los sacerdotes, que disfrazados de á ngeles a caballo expul-
saron del Templo a los idó latras encabezados por Heliodoro y le propi-
naron a é ste una gran paliza. Siglos despué s, el pintor Rafael recibirí a
del papa Leó n X el encargo de solemnizar tan significativo episodio en
una de las paredes del Vaticano). 63

La muerte de los siete «hermanos macabeos» junto con su madre en
Antioquí a, a orillas del Orontes, sucedió posiblemente en el verano de
aquel mismo añ o 168. Si ese martirio es un hecho histó rico y no un mito
de la propaganda religiosa, aqué llos cayeron como judí os rebeldes, na-
turalmente, y no como los testigos de la fe o «campeones del monoteí s-
mo» (segú n el benedictino Bé venot) que han querido ver en ellos tanto
la leyenda judí a como la cristiana, ya que se trata de los ú nicos «má rti-
res» venerados por ambas tradiciones. Sin embargo, en el siglo iv, los
cristianos se apoderaron de la sinagoga de Antioquí a, donde segú n la
tradició n descansaban las codiciadas reliquias; ademá s de convertir el
edificio en una iglesia suya, hicieron de aquellos rebeldes «los santos
macabeos», unos hé roes cristianos anteriores a Cristo, como si dijé ra-
mos, y dispersaron sus restos para que pudieran ser adorados en todo el
mundo. 64

Segú n Elias Bickermann, si las rigurosas medidas de Antí oco IV
contra los judí os hubieran surtido efecto, no só lo habrí an supuesto el fin
del judaismo, sino que ademá s «habrí an imposibilitado la aparició n del
cristianismo y la del Islam». 65

Nuestra imaginació n casi no logra concebir un mundo tan diferente.
Aunque tambié n cabe suponer que no serí a demasiado distinto; en todo
caso, no fueron las medidas del rey las que acarrearon la sublevació n,
como se ha venido afirmando tradicionalmente y hasta hoy mismo. Es
má s exacto lo contrario: que la insurrecció n ya estaba en marcha, y de
ahí la severidad de las represalias. Los acontecimientos (cuya cronolo-
gí a es muy discutida, debido a la escasez de las fuentes y la poca credibi-
lidad de las mismas) fueron cobrando una diná mica propia; el partido
nacionalista judí o se reforzó y comenzó la «guerra de religió n» (Bring-
mann), «la hazañ a gloriosa del pueblo judí o» (Bé venot) y de los asideos
(jasidim), una secta de faná tica fidelidad a la Ley, formada por sacer-
dotes y legos y que constituyó la fuerza de é lite de los rebeldes. Cierto
que hacia finales de otoñ o del 165 a. de C., Antí oco IV retiró las prohibi-
ciones religiosas; tanto é l como su sucesor, Antí oco V, ensayaron luego
una polí tica de conciliació n, de pacificació n y amnistí a. Pero los rebel-

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des extendieron el teatro de las luchas má s allá de la propia Judea; y
pese a que coincidieron en este conflicto diversos mó viles polí ticos y sociales, que cobraron cada vez má s importancia, o precisamente debido a ello, la «guerra santa» contra la dominació n seleú cida casi parece una continuació n de las gloriosas matanzas de la é poca del «asentamiento» y posteriores, una restauració n del Israel anterior al exilio; acaudillados por Yahvé, inician una especie de regeneració n nacional; una vez má s está n en juego los valores má s sagrados y hay que defender la ley mosaica «con la espada en la mano, hasta la muerte si fuere necesario» (Nelis). «El punto de convergencia de aquellos luchadores por la libertad fue el altar del Señ or, y su divisa: Yahvé es mi escudo» (cardenal Faulhaber). En una palabra, que siempre la sed de sangre y de venganza son «resultantes de la devoció n» (Wellhausen). 66

El primer cabecilla rebelde de los macabeos (de cuyo alzamiento iba
a resultar un nuevo Estado y reino con la dinastí a de los Asmoneos) fue
el sacerdote y asesino Matatí as (que significa «obsequio de Yahvé »),
de la familia de Asmó n. Poseí do por el «celo religioso» a la manera bí -
blica tradicional, mató a un israelita que por orden del comisionado real
pretendí a celebrar un sacrificio a los í dolos, y tambié n al propio comi-
sionado, e inició una guerra de guerrillas contra la ocupació n siria. Es-
tos hechos todaví a no revestí an mayor trascendencia; pero a la muerte
de Matatí as (166 a. de C. ) asumió el caudillaje de los rebeldes uno de los
cinco hijos de aqué l, Judas Macabeo (derivado seguramente del hebreo
maqqaebaet, el martillo), «un " Carlos Martel" del Antiguo Testamen- ''
to», «el hé roe de la espada ungida», «el alma de la resistencia» (segú n el
cardenal Faulhaber). Su especialidad: los ataques relá mpago, las em-
boscadas nocturnas, los incendios amparado en la oscuridad, «campa-
ñ as felices» (Bé venot, benedictino). Judas el Martillo generalizó la lu-
cha de guerrillas, saltá ndose incluso la prohibició n de combatir en sá ba-
do. Y como los sirios estaban comprometidos en un conflicto contra los
| partos, aqué l pudo derrotar a los generales enemigos en Betoró n,
Emaú s y Betsura; tomó Jerusalé n y purificó el Templo, en donde habí a
hallado «la abominació n de la desolació n» (Daniel 12, 11) impuesta por
Antí oco Epifanes; ademá s hizo clavar la cabeza del general enemigo Ni-
canor sobre la puerta de la ciudadela (hecho que sigue conmemorá ndo-
se hoy dí a por medio de una festividad fija del calendario). Una vez
má s, el Señ or habí a salvado milagrosamente a su pueblo. Pero en 163,
cuando Antí oco IV murió durante una campañ a contra los partos y el
regente Lisias ofreció la paz y la libertad de cultos, los macabeos se ne-
garon, pese a que las condiciones habí an sido aceptadas por el sumo sa-
cerdote Alcimo y por los asideos o partidarios de la restauració n religio-
sa; el objetivo de los macabeos era ya la independencia polí tica, y no
só lo la religiosa, y el exterminio de los «idó latras» en todo Israel. Sin
y. embargo, con esta oposició n contribuyeron paradó jicamente, como
I suele suceder, a la consolidació n «de la propia dinastí a helení stica que
I los ortodoxos se habí an propuesto combatir; al ofrecer un tratado a los

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romanos. Judas, el que combatí a incluso los sá bados, ha admitido ya las
formas paganas, con sus religiones, sus costumbres y sus estilos de vida»
(Fischer). Y tras haber derramado grandes cantidades de sangre paga-
na, el mismo Judas cayó, entre los añ os 161 y 160, en un combate deses-
perado contra Bá quides, convirtié ndose en el prototipo del hé roe judí o
y pasando a ocupar incluso un lugar en la galerí a de los combatientes
cristianos, como prototipo de soldado luchador por la fe. 67

El hermano menor de Judas, Jonatá s, convertido en sumo sacerdote
y gobernador militar de Judea (cargos, como se puede ver, magní fica-
mente complementarios) gracias a las dificultades internas del Estado
seleú cida y con la anuencia del rey sirio, murió asesinado el añ o 143; su
hermano y sucesor. Simó n, oficialmente llamado «sacerdote perpetuo,
caudillo y prí ncipe de los judí os», cayó de igual forma en 135, a manos
de su propio yerno Ptolomeo. Pero ya el cargo de sumo sacerdote pasa-
ba a ser hereditario; aunque con Simó n murieron sus hijos Matatí as y
Judas, el tercero, Juan Hircano I (135-103), que consiguió escapar a la
conjura, se convirtió en la nueva estrella del belicismo macabeo y fue de
facto
el soberano de un reino independiente. Aliá ndose primero con los
fariseos y luego con la aristocracia clerical de los saduceos de Jerusalé n,
y favorecido por las rivalidades sucesorias de los sirios, emprendió gran-
des campañ as militares, como ya no se conocí an desde los tiempos de
Salomó n. Así, judaizó por la fuerza de las armas las provincias de Idu-
mea y Galilea; pero no hay que creer que é stas fuesen vulgares campa-
ñ as de expansió n o por ambició n de poder; eran «guerras religioso-par-
ticulares denominadas guerras santas» (R. Meyer), ya que estas «verda-
deras expediciones de rapiñ a» se presentaban como «mera recuperació n
de tierras que el Señ or habí a dado en herencia a los antepasados»
(Beek). Al mismo tiempo, el sumo sacerdote asumí a en su corte la pom-
pa y el ceremonial de los magnates helení stico-orientales, y no titubeó
en llevarse 3. 000 talentos de la necró polis real israelita, inmensamente
rica, con objeto de allegar medios para sus campañ as, segú n Josefo. 68

Juan Hircano asoló tambié n Samarí a, regió n que desaparece por
completo de la historia polí tica en la é poca cristiana.

Samarí a, que habí a sido la capital del reino de Israel, ampliada con
gran esplendor por el rey Amri, siempre rivalizó con Jerusalé n; los sa-
maritanos, pueblo hí brido en medio de Palestina, entre judí o e idó latra,
fueron odiados por los judí os má s que ningú n otro. En el añ o 722 a. de C.
cuando el asirio Sargó n II logró vencer la fuerte resistencia de Samarí a
despué s de tres añ os de asedio y la arruinó, esto importó bien poco a
los judí os, que se mostraron igual de indiferentes en 296, ante la nueva
destrucció n de la ciudad por Demetrio Poliorcetes, en el curso de las ri-
validades entre los diadocos o sucesores de Alejandro. Los samaritanos,
a quienes pocos añ os antes el mismo Alejandro Magno habí a autorizado
la construcció n de un templo sobre el monte Garizim, con el evidente
propó sito de hacer la competencia al de Jerusalé n, conservaban la fe ju-
dí a, pero en versió n atenuada. De las Sagradas Escrituras admití an ú ni-

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camente el Pentateuco, es decir, los cinco libros de Moisé s; los judí os los
consideraban «inmundos» y los excluyeron de la reconstrucció n del Tem-
plo. En 128, Juan Hircano redujo a escombros el templo del monte Ga-
rizim, pero subsistió allí un nú cleo de «clero insumiso». «Se insolentaban
hasta el punto de llamarse poseedores de la verdadera religió n de Israel»
(Daniel Rops). ¡ Como si alguna religió n en el mundo se hubiese presen-
tado nunca con el atributo de falsa! Hacia el añ o 107 a. de C., el sumo
sacerdote Hircano emprendió la destrucció n de Samarí a (pero fue re-
construida medio siglo despué s por el gobernador romano Aulo Gabi-
nio, y poco despué s magní ficamente ampliada por Heredes). 69

El hijo de Hircano, Jonatá s, o Alexandros Jannaios (103-76, tras
só lo un añ o de reinado de su hermano Aristó bulo, que arrojó a las maz-
morras a varios de sus hermanos y dejó que su propia madre muriese de
hambre en la cá rcel), continuó la misma polí tica. Como rey y sumo sacer-
dote inició varias campañ as santas, aunque desafortunadas (pero, ¿ acaso
no lo son todas las guerras? ) contra los Ptolomeos, los Seleucos, los na-
bateos, e incluso una guerra civil contra los fariseos, en la que recurrió a
mercenarios extranjeros, reclutados, segú n las cró nicas, de entre la hez
de la sociedad. En esta ú ltima venció, lo que le permitió vengarse cruel-
mente. Ochocientos de sus adversarios, «que habí an combatido con el
mismo encono que suelen mostrar siempre los devotos cuando luchan
por la posesió n de cosas terrenales» (Mommsen), fueron crucificados;

en la contienda perecieron, segú n Josefo, unas cincuenta mil personas.
Finalmente, Alexandros Jannaios, aficionado a la piraterí a marí tima en-
tre otras cosas e identificado a menudo por los historiadores como «el
sacerdote malhechor» que mencionan los textos de Qumrá n, consiguió
dominar casi toda Palestina, es decir un reino casi tan grande como el que
fue en tiempos de David..., pocos añ os antes de que fuese conquistada
por los romanos bajo Pompeyo (64 a. de C. ), que destruyeron el Esta-
do asmoneo y despué s de arrasar a Jerusalé n la redujeron de nuevo a
la categorí a de capital provinciana. En la lucha cayeron muchos judí os
pero, seguramente, serí an má s los deportados a Roma, prisioneros y
esclavos. 70

Con este episodio concluí a un siglo de «guerras santas». Pocos de los
macabeos murieron de muerte natural: Judas Macabeo, en campañ a;

su hermano Jonatá s, asesinado; Simó n, asesinado; Hircano II, nieto de
Juan Hircano I, ejecutado por Herodes, el aliado de los romanos; Aris-
tó bulo II, envenenado; su hijo Alejandro, ajusticiado, lo mismo que el
hermano de é ste y ú ltimo prí ncipe asmoneo, Antí gono Matatí as. Tam-
bié n la hija de Alejandro, Mariamne, casada en el añ o 37 con Herodes,
murió ví ctima de intrigas palaciegas, lo mismo que su madre. Alejandra,
y sus hijos, Alejandro y Aristó bulo. «El reinado de Herodes fue, en gran
medida, una é poca de paz para Palestina... » (Grundmann). 71

A la cabeza de estos conflictos, guerras imperialistas, guerras civiles
y atrocidades varias reluce la estrella, histó rica o no, de los siete «her-
manos macabeos», siete hé roes de la «guerra santa». Es así que dichos

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macabeos no só lo merecen ser «reverenciados por todos», segú n Grego-
rio Nacianceno, doctor de la Iglesia, sino que: «Quienes los alaban, y
quienes oyen su elogio, mejor deberí an imitar sus virtudes y, espoleados
por este ejemplo, elevarse a iguales hazañ as», 72

Es una opinió n tí pica. Los má s conocidos doctores de la Iglesia riva-
lizan en elogios a los (supuestos) protomá rtires de la insurrecció n, aque-
llos «hermanos macabeos» que, segú n san Agustí n, «antes de la Encar-
nació n de Cristo ya lucharon por la Ley de Dios hasta dar la propia
vida», que «erigieron el estandarte magní fico de la victoria», segú n Juan
Crisó stomo. Convertidos en sí mbolos de la ecciesia militans, convertida
la sinagoga de Antioquí a que albergaba los supuestos sepulcros en una
iglesia cristiana, transferidas sus preciadas «reliquias» a Constantinopla,
y luego a la iglesia romana de San Pietro in Vincola y a la iglesia de los
Macabeos en Colonia y celebrados en Alemania y Francia, donde son
venerados sobre todo en los valles del Rin y del Ró dano, se les recuerda
ya en los tres martirologios má s antiguos. E incluso en el siglo XX (cuan-
do numerosas organizaciones judí as, especialmente clubes juveniles y
sionistas, toman el nombre de «macabeos» o «Makkabi»), el cató lico
Lexikon fü r Theologie una Kirche los alaba como «protomá rtires del
monoteí smo», y la Iglesia celebra su memoria con la festividad del pri-
mero de agosto. 73

La existencia de santos cristianos antes de Jesucristo só lo puede pa-
recer absurda a quien desconozca la mentalidad cató lica, al escé ptico
empedernido que se empeñ a en tomar la ló gica como fundamento ú nico
de cualquier razonamiento.

Quizá estas personas desconozcan que el teó logo Jean Danié lou es-
cribió, ya en 1955, todo un tratado sobre Los santos paganos del Anti-
guo Testamento,
que ciertamente no aspira a ser «un estudio puramente
cientí fico», ni tampoco una «hagiografí a edificante», sino «una obra de
misió n teoló gica». Podemos pasar por alto estas distinciones semá nti-
cas, puesto que está n de má s tratá ndose de la obra de un hombre capaz
de mantener, con suave celo, que existieron santos «paganos», «gentes
que sin haber conocido a Cristo, no obstante pertenecí an ya a su Iglesia»,
y de extraer la sorprendente consecuencia de que «fuera de la Iglesia no
puede haber salvació n». El autor cató lico recaba el auxilio de las Escritu-
ras y de la tradició n, la ayuda de san Agustí n y la de la Iglesia primitiva,
para señ alar que los santos del Antiguo Testamento tuvieron, cuando
menos, «un lugar destacado» que hoy, por desgracia, «ya no tienen».
Danié lou no es el ú nico en lamentar «el olvido en que se les tiene» a san-
tos como, por ejemplo, Abel, Enoc, Daniel, Noé, Job o Melquisedec.
Sin olvidar al santo Lot, aunque cometiese incesto con sus dos hijas (eso
sí, en estado de embriaguez) con tal é xito que «a su tiempo» ambas
parieron (Gn. 19, 30 ss. ), «un hombre sencillo, un exponente de la
vida en lo que tiene de má s cotidiano», como escribe Danié lou, «y
tambié n un paradigma de pureza, en cuya biografí a hallamos un valor
ejemplarizante». 74

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Santos paganos..., y guerras santas.

En las dos grandes insurrecciones de los siglos I y II retornó la prá cti-
ca de la «guerra santa» con todo su salvajismo y su crueldad, con sus lo-
curas apocalí pticas; el «combate de las postrimerí as» contra la Roma
idó latra perseguí a, nada menos, «el Reino mesiá nico de Dios».

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