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La religión judía, tolerada por el Estado pagano




Pero incluso los amos de Roma se mostraron tolerantes hacia los ju-
dí os (en quienes hallaban a campesinos, artesanos, obreros; en esa é po-
ca todaví a no estaban caracterizados como mercaderes), y en algunos

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casos mostraron cierta simpatí a hacia ellos. Disfrutaban de algunos pri-
vilegios especiales, sobre todo en Oriente, como la observancia del sá -
bado. Tení an fuero propio y no estaban obligados a someterse a la juris-
dicció n romana. Cé sar los apoyó en muchos sentidos. Augusto dotó con
generosidad al Templo de Jerusalé n. Segú n los té rminos de la donació n
imperial, todos los dí as sacrificaban allí un toro y dos corderos «al Dios
má s alto». Agripa, un í ntimo amigo de Augusto, favoreció tambié n a los
judí os. En cambio, el emperador Calí gula (37-41), algo excé ntrico y as-
pirante a tener templo propio, que se presentaba en pú blico revestido
de los atributos de diversas divinidades, incluso femeninas, que viví a ca-
sado con su hermana Drusila y pretendí a que se erigiese su imagen in-
cluso en el Sanctasanctó rum de Jerusalé n, hizo expulsar a los judí os de
las principales ciudades de Partí a, donde eran especialmente numero-
sos. Pero incluso el emperador Claudio, antes de perseguir a los judí os
de Roma, habí a promulgado un decreto a su favor, en el añ o 42, otor-
gá ndoles fuero especial vá lido en todo el imperio, aunque al mismo
tiempo les advertí a que no abusaran de la magnanimidad imperial y que
no menospreciaran las costumbres de otros pueblos. La mujer de Ne-
ró n, Popea Sabina, fue una gran protectora del judaismo. En lí neas ge-
nerales, la administració n romana se mostró siempre dispuesta «a con-
temporizar en la medida de lo posible, y aú n má s, con todas las exigen-
cias de los judí os, justificadas o no» (Mommsen). 8

Ni siquiera despué s de la conquista de Jerusalé n hostilizaron los em-
peradores a la fe judí a, que para ellos era religio licita. Vespasiano y
sus sucesores corroboraron los privilegios ya concedidos por Cé sar y por
Augusto. Los judí os podí an casarse, firmar contratos, adquirir propie-
dades, ocupar cargos pú blicos, poseer esclavos y muchas cosas má s,
como cualquier ciudadano romano. Las comunidades judí as podí an
administrar sus propios bienes y tení an una jurisdicció n propia, aunque
limitada. Incluso despué s de la insurrecció n de Bar Kochba, el empera-
dor Adriano y sus sucesores consintieron la celebració n pú blica de los
cultos judí os, y concedieron la dispensa de las obligaciones comunes que
fuesen incompatibles con su religió n. Ni siquiera en las provincias exis-
tí an casi restricciones contra ellos; construí an sinagogas, nombraban a
sus sí ndicos, y estaban exentos del servicio militar en atenció n a sus

creencias. 9

Y todo ello porque, así como hoy en dí a los pueblos primitivos des-
conocen en sus creencias la pretensió n de exclusividad de un «ser supe-
rior», tambié n el helenismo antiguo era caracterí sticamente tolerante.
En el politeí smo, ninguna divinidad puede pretender la exclusiva. Los
cultos autó ctonos se fundí an sin inconvenientes con los importados. En
el panteó n antiguo predominaba una especie de colegialidad o compa-
ñ erismo amigable; los fieles podí an rezarle al dios que prefiriesen,
creí an reconocer a dioses propios bajo las apariencias de los ajenos, y
desde luego no se molestaban en tratar de «convertir» a nadie. Dice
Schopenhauer que la intolerancia es una caracterí stica esencial del mo-

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noteí smo, que só lo el Dios ú nico es «por su naturaleza, un dios celoso,
que no quiere consentir la subsistencia de ningú n otro. En cambio los
dioses del politeí smo son por naturaleza tolerantes; viven y dejan vivir,
y en principio toleran a sus colegas, los dioses de la misma religió n. Má s
adelante, esa tolerancia se extiende igualmente a las deidades extranje-
ras». A los paganos, la creencia en un Dios ú nico se les antoja pobreza
de conceptos, uniformidad, desacralizació n del universo, ateí smo. Nada
má s ajeno a su manera de pensar que la idea de que los dioses de los ex-
tranjeros sean necesariamente í dolos; nada les suena tan incomprensi-
ble como ese «no tendrá s a otro Dios má s que a Mí » de los judí os; les ex-
trañ a ese Dios que no deja de gritar «Yo soy el Señ or», «Yo soy el Se-
ñ or», «Yo soy el Señ or tu Dios», expresió n que se repite hasta diecisé is
veces en el capí tulo 19 del Leví tico, por poner un ejemplo y no de los
má s extensos. El paganismo no conoce nada comparable al pacto de
sangre entre Yahvé y su «pueblo elegido». Y nada excitaba tanto la an-
tipatí a contra los judí os como el comportamiento de é stos en razó n de
sus creencias. Leó n Poliakov ha afirmado, incluso, que «nada, excepto sus
prá cticas religiosas». 10

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