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La guerra judía (66-70)




Los zelotes, un grupo nacionalista judí o originariamente constituido,
sin duda, por un sector del clero de Jerusalé n hacia el añ o 6, instigaron
esa guerra como reacció n frente al poder del ocupante romano. Pese a la
existencia de rasgos diferenciales notables entre zelotes y cristianos, se
han observado tambié n muchos puntos de contacto. No es casual que uno
de los apó stoles de Jesú s, un tal Simó n, sea llamado en el Evangelio de
Lucas «el zelote» y en el de Mateo «el cananeo», lo que representa una
simple transcripció n del arameo qanna'i, «el exaltado». Entre los zelotes,
a quienes la investigació n actual atribuye una influencia importante en la
trayectoria de Jesucristo, abundaban los rumores apocalí pticos, como
el orá culo que decí a que, por aquellos tiempos, «uno de los suyos serí a el
rey del mundo»; cuatro lustros antes del estallido de la guerra judí a pro-
piamente dicha, luchaban ya contra los romanos, pero má s aú n contra
ciertos judí os antipatriotas. Sus enemigos les llamaban «sicarios», que
quiere decir «los del cuchillo», porque iban armados con una especie de
gumí a, la «sica», con la que apuñ alaban por la espalda a quienes no les
caí an bien, entre los que se contaban, ante todo, algunos judí os ricos que
por motivos de interé s pactaban con los romanos; se dice (por parte de
Eusebio, historiador de la Iglesia) que una de sus primeras ví ctimas habí a
sido «el sumo sacerdote Jonatá s». «Cometí an sus asesinatos a pleno dí a y
en medio de la ciudad; aprovechaban sobre todo los dí as festivos para con-
fundirse en las aglomeraciones, y apuñ alaban a sus enemigos con dagas pe-
queñ as que llevaban ocultas bajo las tú nicas. Cuando la ví ctima caí a, los
asesinos se sumaban al revuelo y a las exclamaciones de consternació n, y
gracias a esta sangre frí a no fueron descubiertos casi nunca. » Josefo, que
en plena guerra cambió de bando y se puso a favor de los romanos, mote-
ja a los zelotes de asesinos y bandoleros, pero no se le olvida mencionar
que «tení an muchos partidarios, sobre todo entre la juventud». 75

En los cí rculos extremistas se azuzaba pú blicamente a la insurrec-
ció n contra Roma. Leí an con preferencia los dos libros de los Macabeos
(cuya inclusió n definitiva en las Sagradas Escrituras, recordé moslo de
paso, data del Concilio de Trento, es decir, del siglo xvi), 76 para exal-
tarse con aquellas «acciones heroicas» y esperaban poder reeditar frente
a los romanos, con la ayuda del Señ or, los triunfos conseguidos contra
los griegos. De esta manera se produjo al fin la Bellum ludaicum (66-70),
una aventura sangrienta en la que incluso los romanos se vieron obliga-
dos a echar el resto, militarmente hablando.


Dicha obra tan agradable a los ojos del Señ or, acaudillada primero
por Eleazar ben Simó n, hijo de un sacerdote, así como por Zacarí as ben
Falec, continuada luego por Juan de Gichala, comenzó en un momento
bien escogido, un sá bado, con el degü ello de los escasos romanos de
guardia en la torre Antonia de Jerusalé n y en las poderosas fortificacio-
nes del palacio real. Antes de rendir a la guarnició n, prometieron que
no matarí an a nadie; luego, só lo perdonaron a un oficial que se avino a
ser circuncidado. (Má s tarde, los cristianos tambié n perdonarí an a los
judí os que aceptaban la conversió n. ) En las ciudades griegas de la re-
gió n, Damasco, Cesá rea, Ascaló n, Escitó polis, Hippos, Gadara, los he-
lenos organizaron a cambio una matanza de judí os: 10. 500 o 18. 000 só lo
en Damasco, segú n se cuenta. Al mismo tiempo, los judí os insurrectos,
estimulados por el ardor de su fe y por los grandiosos recuerdos de las
hazañ as de los macabeos, iban limpiando de minorí as toda Judea.

Los romanos empezaban a ponerse en marcha, primero a las ó rde-
nes del gobernador de Siria, Cayo Cestio Gallo; luego Neró n envió a
uno de sus mejores generales, el ex tratante de muí as Tito Flavio Vespa-
siano, cuyas primeras operaciones militares fueron sumamente cautelo-
sas; ademá s, despué s se encontró en una situació n polí ticamente delica-
da, debido a la muerte de Neró n y la caí da de Galba. Pero en el verano
del añ o 68 controlaba ya casi toda Palestina; entre otras cosas, mandó
quemar el eremitorio de Qumrá n, a orillas del mar Muerto, cuya impor-
tante biblioteca, que poco antes los monjes habí an ocultado en las cue-
vas de la montañ a, no ha sido descubierta hasta mediados del siglo XX.
Tambié n diezmó a los samaritanos, que habí an tomado parte en la insu-
rrecció n judí a. Cerealis hizo con 11. 600 de ellos una hecatombe en el
monte Garizim. Mientras tanto, en Jerusalé n, ciudad de «triste fama»
segú n Tá cito, a la que ya tení a puesto cerco Vespasiano, los hijos de
Dios divididos en dos partidos se combatí an mutuamente; incluso llegó
a formarse una tercera facció n que luchó contra las otras dos en el Tem-
plo. É ste, con sus aledañ os, era una verdadera fortaleza, convertida en
reducto de los zelotes..., ¡ que siguieron celebrando los ritos incluso bajo
el asedio! Mientras las masas, privadas de ví veres, se morí an de ham-
bre, los judí os se apuñ alaban mutuamente en peleas callejeras, o dego-
llaban a los prisioneros en las mazmorras, pero sin dejar de hacer causa
comú n contra los romanos. Estos, por su parte, tambié n solí an pasar los
prisioneros a cuchillo o los crucificaban. Vespasiano tuvo que partir ha-
cia Roma, ya que sus tropas le habí an proclamado emperador. Pero dos
añ os despué s, a comienzos de septiembre del añ o 70, su hijo Tito puso fin
a la insurrecció n con un bañ o de sangre: previamente, estando en la Ce-
sá rea palestina, en Berytus (Beirut) y en otros lugares, habí a mandado
arrojar miles de judí os prisioneros a las fieras del circo, o los obligaba a
matarse mutuamente en duelos, o los quemaba vivos. Los escasos so-
brevivientes de Jerusalé n, reducida a un ú nico montó n de ruinas, fueron
acuchillados o vendidos como esclavos. El Templo ardió hasta los fun-
damentos, con todos sus bienes atesorados durante seis siglos, en el ani-

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versarlo de la destrucció n del primero. La lucha continuó durante varios
añ os má s en varias fortalezas aisladas, como Herodió n, Maquiros y Ma-
sada, hasta que los defensores se suicidaron junto con sus mujeres y
sus hijos. 77

En el añ o 71, el vencedor entró triunfante en Roma, donde todaví a
hoy puede verse el arco de Tito en recuerdo de la hazañ a...

La masacre habí a costado cientos de miles de vidas. Jerusalé n que-
daba arrasada como antañ o lo fueron Cartago y Corinto, y el paí s incor-
porado a los dominios del emperador. A los vencidos se les impusieron
tributos abrumadores, hasta del quinto de las primeras cosechas, y para
mayor calamidad, el paí s sufrí a la plaga de las partidas de bandoleros.
La vida religiosa, en cambio, y como no podí a ser de otro modo, flore-
cí a. Los judí os estaban gobernados por un consejo de 72 levitas, cuyo di-
rigente má ximo ostentaba el tí tulo de «prí ncipe». Y la oració n diaria de
las 18 rogativas, la schemone esre, comparable al Padrenuestro de los
cristianos, se enriqueció con una petició n má s, la que imploraba la mal-
dició n divina sobre los minnim, los cristianos, y solicitaba su exterminio.
El caso es que ni en Palestina ni en lugar alguno se prohibió a los judí os
la prá ctica de su religió n: «Por prudencia se abstuvieron de declarar la
guerra a la fe judí a en tanto que tal» (Mommsen). 78 Pero todaví a les
aguardaba una derrota mayor, pocos decenios má s tarde, como conse-
cuencia del segundo intento de una ú ltima «guerra de Dios».

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