En los orígenes del cristianismo no existió una «fe verdadera»
La Iglesia enseñ a que la situació n originaria del cristianismo era de
«ortodoxia», es decir, de «fe verdadera»; má s tarde, aparecerí a la «he-
rejí a» (de aí resis == la opinió n elegida), entendida como el camino des-
viado, apartamiento respecto del recto camino inicial. La noció n de
«herejí a» existe ya en el Nuevo Testamento, pero adquiere su significa-
do peyorativo por obra del obispo Ignacio, en el siglo II, el mismo que
aportó la noció n de «cató lico» decenios antes de que la Iglesia lo fuese
verdaderamente. Sin embargo, la palabra «herejí a» no tení a en sus orí -
genes el significado que luego se le atribuyó; para los autores bí blicos y
demá s judí os, no se interpretaba en contraposició n con el fenó meno de
la ortodoxia, por otra parte inexistente aú n. En la literatura clá sica se
llamaba «herejí a» a cualquier opinió n, grupo o partido cientí fico, polí ti-
co o religioso. Poco a poco, sin embargo, el té rmino adquirió la conno-
tació n de lo sectario y desacreditado. 9
Ahora bien, el esquema «ortodoxia original contra herejí a sobreve-
nida», imprescindible para mantener la ficció n eclesiá stica de una tradi-
ció n apostó lica supuestamente ininterrumpida y guardada con fideli-
dad, no es má s que un invento a posteriori y tan falso como esa misma
doctrina de la tradició n apostó lica. El modelo histó rico segú n el cual
la doctrina cristiana, en sus comienzos, era la pura y verdadera, luego
contaminada por los herejes y cismá ticos de todas las é pocas, «la teorí a
del desviacionismo, tan socorrida —como ha escrito incluso el teó logo
cató lico Stockmeier—, no se ajusta a ninguna realidad histó rica». Tal
modelo no podí a ser verí dico de ninguna manera, porque el cristianismo
en sus comienzos distaba de ser homogé neo; existí a só lo un conjunto de
creencias y principios no muy bien trabados. Aú n «no tení a un sí mbolo
de fe definido (una creencia cristiana reconocida) ni unas Escrituras ca-
nó nicas» (E. R. Dodds)10 Ni siquiera podemos remitirnos a lo que hu-
biese dicho el propio Jesú s, porque los textos cristianos má s antiguos
no son los Evangelios, sino las Epí stolas de Pablo, que por cierto con-
tradicen a los Evangelios en muchos puntos esenciales, para no men-
cionar otros muchos problemas de bastante trascendencia que se plan-
tean aquí.
Los primeros cristianos incorporaban no una, sino muchas y muy
distintas tradiciones y formas. En la comunidad primitiva se registró al
menos una divisió n, que sepamos, entre los «helenizantes» y los «he-
braicos». Tambié n hubo violentas discusiones entre Pablo y los prime-
ros apó stoles originarios. Y muchas de las cosas que luego fueron perse-
guidas y tenidas por diabó licas estaban má s cerca de las creencias origi-
narias que la «ortodoxia», é sta sí establecida a posteriori. Las luchas
polí ticas por el poder en el seno de la Iglesia siempre utilizaron como
pretexto la teologí a, la fe supuestamente «verdadera», con objeto de
combatir mejor a los rivales. A veces intervinieron consideraciones
de oportunidad, por ejemplo cuando una creencia concreta predomina-
ba en una regió n. En determinadas zonas del Asia Menor, de Grecia, de
Macedonia, pero sobre todo en Edessa, en Egipto, desde el comienzo se
predicó el cristianismo en variantes bastante alejadas de lo que luego se-
rí a tenido por «la ortodoxia» y, sin embargo, en ninguna de dichas re-
giones se dudaba de que aquello fuese el cristianismo legí timo. Y los
creyentes mirarí an con igual orgullo y desprecio a los llamé mosles orto-
doxos que é stos a ellos. Desde siempre toda tendencia, iglesia o secta,
tiende a considerarse como la «verdadera», la «ú nica», el cristianismo
auté ntico. n
Es decir, en los orí genes de la nueva fe no hubo ni una «doctrina
pura» en el sentido actual protestante, ni una Iglesia cató lica. Era una
secta judaica separada de su religió n madre, el judaismo, el segundo
paso principal de cuya evolució n fue su constitució n en comunidades
cristianas bajo la direcció n de Pablo, y no sin fuertes polé micas con los
má s primitivos cristianos, los apó stoles oriundos de Jerusalé n. Luego,
durante la primera mitad del siglo n, se constituyó la Iglesia de Marció n,
que llegó a extenderse por todo el Imperio romano y seguramente serí a
má s internacional que la cató lica ortodoxa; é sta no empezó a cristalizar
hasta la segunda mitad del siglo y, salvo las creencias religiosas bá sicas,
lo adoptó casi todo de Marció n, creador ademá s del primer Nuevo Tes-
tamento.
Si hemos de creer a la communis opinio, la Iglesia cató lica primitiva
surgió entre los añ os 160 y 180. Las comunidades que hasta entonces ha-
bí an vivido con relativa independencia buscaron una vinculació n legal
má s estrecha, así como la unificació n doctrinal, con objeto de poder dis-
criminar quié n era «verdadero creyente» y quié n no. Pero tampoco estas
Iglesias atesoraban una «ortodoxia» definida e invariable; reinaba por
aquel entonces una flexibilidad que hoy nos parece extrañ a. Pronto sur-
girí an «herejí as» y «herejes» cada vez en mayor nú mero y má s frecuen-
tes, pero no procedentes del exterior «como quiere la leyenda» (V. So-
den); el sentido del movimiento heré tico era má s bien de dentro hacia
afuera. Al ser destruidos casi todos sus escritos, apenas tenemos de es-
tos primeros movimientos alguna noticia parcial, deformada y, a menu-
do, totalmente falsa. 12
A finales del siglo II, cuando se constituyó la Iglesia cató lica, es de-
cir, cuando los cristianos se hubieron constituido en muchedumbre,
como ironizaba el filó sofo pagano Celso, empezaron a surgir entre ellos
las divisiones y los partidos, cada uno de los cuales reclamaba una legiti-
midad propia, «que era lo que pretendí an desde el primer momento».
«Y como consecuencia de haber llegado a ser multitud, se distancian los
unos de los otros y se condenan mutuamente; hasta el punto que no ve-
mos que tengan otra cosa en comú n sino el nombre [... ], ya que por lo
demá s cada partido cree en lo suyo y no tiene en nada las creencias de
los otros. » A comienzos del siglo III, el obispo Hipó lito de Roma cita
32 sectas cristianas en competencia que, hacia finales del siglo IV, segú n
el obispo Filastro de Brescia, alcanzaban el nú mero de 128 (má s 28 «he-
rejí as» precristianas). A falta de poder polí tico, sin embargo, la Iglesia
preconstantiniana só lo podí a desahogarse verbalmente contra los «he-
rejes», al igual que contra los judí os; a la enemistad cada vez má s pro-
funda con la sinagoga, se sumaban así los enfrentamientos cada vez má s
odiosos entre los mismos cristianos, debido a sus diferencias doctrina-
les. Es má s, para los doctores de la Iglesia tales desviaciones constituí an
el pecado má s grave, porque las divisiones, a fin de cuentas, implicaban
la pé rdida de afiliados, la merma del poder. De tal manera que en estas
polé micas no se trataba de entender el punto de vista del oponente, ni
de explicar el propio, lo que tal vez hubiera sido inconveniente o peli-
groso. Serí a má s exacto decir que obedecí an al propó sito «de aplastar al
contrario por todos los medios» (Gigon). «La sociedad antigua no habí a
conocido nunca este gé nero de disputas, porque tení a de las cuestiones
religiosas otro concepto distinto y nada dogmá tico» (Brox). 13
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