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Primeros «herejes» en el Nuevo Testamento




Otra vez encontramos a Pablo, «el primer cristiano, el inventor del
cristianismo» (Nietzsche). Como judí o, habí a sido un espectador «com-
placido» de la lapidació n de Esteban; má s aú n, solicitó al sumo sacerdo-
te un permiso especial para perseguir a los seguidores de Jesú s má s allá
de Jerusalé n. «Iba asolando la Iglesia», «sacaba con violencia a hombres
y mujeres, y los hací a meter en la cá rcel»; é l mismo confiesa: «Yo perse-
guí a muerte a los de esta nueva doctrina». Exagera, quizá, para hacer
que pareciese má s grandiosa su conversió n ulterior, aunque la descrip-
ció n cuadra con lo que sabemos de su cará cter faná tico. 14


«El má s noble entre los luchadores» (Gregorio Nacianceno), el «atle-
ta de Cristo» (Crisó stomo, Agustí n), se describe a sí mismo como espa-
dachí n «que no lanza tajos al aire»; sabemos tambié n que para é l las si-
tuaciones se convierten pronto en «misiones estraté gicas». Sus escritos
abundan en giros del lenguaje militar, y concibe toda su existencia como
militia Christi; sorprende hallar en germen la mayorí a de los mecanis-
mos de que iban a servirse los futuros papas en su afá n de llegar a domi-
nar el mundo, entre ellos, y no los menos importantes, su elasticidad, su
oportunismo para establecer pactos cuando no veí a posibilidad de impo-
nerse, su habilidad, que le lleva a decir que los paganos recibieron la
misma herencia; Pablo se alaba por ser «el apó stol de los gentiles», sin
perjuicio de recordar, cuando má s conviene, que «yo tambié n soy de Is-
rael», «somos por naturaleza judí os, que no gentiles nacidos en el peca-
do». Lo que finalmente le conduce a declarar: «Lo he sido todo para to-
dos... », y: «Pero si la fidelidad de Dios con ocasió n de mi infidelidad se
ha manifestado má s gloriosa, ¿ por qué razó n todaví a soy yo condenado
como pecador? ». 15

Pablo el faná tico, el clá sico de la intolerancia, suministró el ejemplo
del tratamiento que en adelante dispensarí a Roma a quienes no pensa-
ran como ella, o mejor dicho, «su figura es fundamental para entender
el origen de ese gé nero de polé mica» (Paulsen). 16

Así se demostró en sus relaciones con los primeros apó stoles, sin ex-
ceptuar a Pedro. Antes de que la leyenda piadosa fabricase la pareja
ideal de los apó stoles Pedro y Pablo (todaví a en 1647, el papa Inocen-
cio X condenaba por heré tica la equiparació n de ambos, mientras que
hoy Roma celebra sus festividades el mismo dí a, el 29 de junio), los par-
tidarios del uno y el otro, y ellos mismos, se hostilizaban con furor; in-
cluso el libro de los Hechos de los Apó stoles admite que hubo «gran
conmoció n». Pablo, pese a haber recibido de Cristo «el ministerio de
predicar el perdó n», contradice a Pedro «cara a cara», le acusa de «hipo-
cresí a» y asegura que con é l eran igual de hipó critas «los circuncisos».
Hace burla de los dirigentes de la comunidad de Jerusalé n, llamá ndolos
«protoapó stoles», cuyo prestigio segú n afirma nada le importa, puesto
que no se trata sino de unos «mutilados», «perros», «apó stoles de em-
bustes». Lamenta la penetració n de «falsos hermanos», las divisiones,
los partidos aunque se declarasen a su favor, al de Pedro o al de otros. A
sus adversarios les reprocha sus envidias, sus odios y discordias, su con-
fusió n, sus persecuciones y maldiciones, así como la falsificació n de la fe,
por todo lo cual los maldice reiteradamente. A la inversa, la comunidad
primitiva le reprochó esos mismos defectos y aun otros má s, incluida la
avaricia, acusá ndole de estafa y llamá ndole ademá s cobarde, anormal y
loco, al tiempo que procuraba la defecció n de sus seguidores. Agitado-
res enviados por Jerusalé n irrumpen en sus dominios, incluso Pedro, lla-
mado «hipó crita», se enfrenta en Corinto a las «erró neas doctrinas de
Pablo». La disputa no dejó de enconarse hasta la muerte de ambos y
prosiguió con los seguidores. En la Epí stola a Tito, dice de «los circunci-


sos» (los cristianos de origen judí o) que son «desobedientes y embuste-
ros», y que «es menester taparles la boca», mientras que el Evangelio
segú n Mateo (judeocristiano) llama perros y cerdos a los no judí os. 17

Como celebra con jú bilo Orí genes, Dios dispensa su sabidurí a en
cada palabra de las Escrituras. 18

Las principales epí stolas de Pablo, que compara su misió n con un
pugilato y se concibe a sí mismo como «guerrero» de Cristo, son en gran
parte panfletarias. Los temperamentos fuertes como Apolo o Bernabé
prefieren alejarse; só lo aguantan a su lado los jó venes como Timoteo,
los novicios como Tito, o los acomodaticios como Lucas. 19

Porque Pablo, muy diferente en esto al Jesú s de los Sinó pticos, só lo
ama a los suyos. Overbeck, el teó logo amigo de Nietzsche que llegó a
confesar que «el cristianismo me ha costado la vida..., porque he necesi-
tado toda la vida para librarme de é l», sabí a muy bien lo que se decí a
cuando escribió: «Todos los aspectos bellos del cristianismo se vinculan
a Jesú s, y todo lo má s desagradable a Pablo. Era la persona menos indi-
cada para entender a Jesú s». A los condenados, ese faná tico quiere ver-
los entregados «al poder de Sataná s», es decir, reos de muerte. Y la
pena impuesta al incestuoso de Corinto, que fue pronunciada, dicho sea
de paso, con arreglo a una fó rmula tí picamente pagana, debí a provocar
su aniquilació n fí sica, semejante a los efectos letales de la maldició n de
Pedro contra Ananí as y Safira. ¡ Pedro y Pablo y el amor cristiano!
Quien predicase otra doctrina, así fuese «un á ngel del cielo», sea por
siempre maldito. Y repite, incansable, «¡ maldito sea! », «¡ quisiera Dios
aniquilar a los que os escandalizan! », «maldito sea todo el que no ama al
Señ or», anatema sit que se convirtió en modelo de las futuras bulas cató -
licas de excomunió n. Pero el apó stol habrí a de dar otra muestra de su
ardor, de la que tambié n tomarí a ejemplo la Iglesia (y aun otros, como
los nazis): en É feso, donde se hablaba «en lenguas» y donde hasta las
prendas interiores usadas por los apó stoles curaban enfermedades y ex-
pulsaban demonios, muchos cristianos, quizá desengañ ados de la magia
vieja en vista de los nuevos prodigios, «hicieron un montó n de sus li-
bros, y los quemaron a vista de todos; y valuados, se halló que monta-
ban cincuenta mil denarios. Así se iba propagando má s y má s, y prevale-
ciendo la palabra de Dios.. . ». 20

Desde el mismo Nuevo Testamento, temprano espejo de gran nú me-
ro de tendencias rivales, menudean las condenas contra «espí ritus fala-
ces y doctrinas diabó licas, enseñ adas por impostores llenos de hipocre-
sí a, que tendrá n la conciencia cauterizada o ennegrecida por los crí me-
nes»; el que piensa de manera diferente es cubierto de dicterios de todas
clases: «Su palabra se multiplica como un cá ncer», «viven pendientes de
sus bajas pasiones», «en el vé rtigo de los vicios infernales». Ya el Nuevo
Testamento identifica la herejí a con la «blasfemia contra Dios», el cris-
tiano de otro matiz con el «enemigo de Dios»; ya los cristianos empiezan
a llamar «infieles» a otros cristianos, «esclavos de la perdició n», «almas
adú lteras y corrompidas», «hijos de la maldició n», «hijos del diablo»,


«animales sin razó n y por naturaleza creados ú nicamente para ser caza-
dos y exterminados», en quienes se quiere ver confirmado el dicho se-
gú n el cual «el perro retorna siempre a su propio vó mito» y «el cerdo se
revuelca en su propia inmundicia». Ya se escuchan las primeras amena-
zas: «El Señ or exterminó a los incré dulos», ya se cita: «Mí a es la ven-
ganza, dice el Señ or». 21

«La lectura de las Sagradas Escrituras es de inapreciable utilidad
—nos instruye Juan Crisó stomo—, porque eleva el alma hacia el cielo. »22

La realidad es que las primeras muestras de la intolerancia má s ex-
trema se encuentran ya en el Nuevo Testamento, que prohibe incluso el
trato con el dí scolo, porque «esclavo es del pecado». Ni recibirle en
casa, ni ofrecerle el saludo, porque saludarle serí a hacerse có mplice de
sus malvadas actividades, lo que equivale a prohibir toda relació n, y no
iba a ser la ú ltima vez que se escuchase tal mandamiento. Segú n nos ins-
truyen las Escrituras: «Huye del hombre hereje, despué s de haberle co-
rregido una, y dos veces; sabiendo que quien es de esta ralea, está per-
vertido, y es delincuente». Por lo que parece, é sta fue prá ctica habitual
de los apó stoles, quejosos de «los muchos crí menes que se dan entre
cristianos» (J. A. y A. Theiner); Policarpo de Esmirna da testimonio de
que uno de los «padres apostó licos», que en su juventud incluso habí a
escuchado al mismo apó stol Juan y luego habí a logrado «muchas con-
versiones de herejes», contaba que estando Juan, el discí pulo del Señ or,
en É feso, y disponié ndose a tomar un bañ o, vio allí a Cerinto, por lo
que salió de la casa exclamando: «¡ Huyamos!, pues cabe que la casa se
hunda estando en ella Cerinto, el enemigo de la verdad». 23

Esta historia se retrotrae a Ireneo, padre de la Iglesia, aunque to-
daví a hoy se discute quié n debió ser el tal Cerinto; en la tradició n cató -
lica nos lo presentan como gnó stico, quiliasta y judaizante. En cualquier
caso, una de sus peores «herejí as» estuvo en afirmar que Jesú s «no na-
ció de una virgen», por parecerle a Cerinto que tal cosa era imposible,
sino que fue «hijo de José y de Marí a» y, por tanto, igual a todos los
demá s hombres, aunque «fuese superior a ellos en justicia, sabidurí a y
prudencia». 24

Esto no parece del todo absurdo, y lo mismo debió de parecer a mu-
chos de los que lo oyeron en la Antigü edad. De manera que ya entonces
un «verdadero creyente» no podí a bañ arse en la misma casa que un «he-
reje» sin incurrir en un peligro mortal, como quiere la leyenda, o la «fá -
bula» puesta en circulació n por Ireneo, segú n Edward Schwartz «con re-
finada mendacidad, para coronarse a sí mismo con la pequeñ a gloria de
un discí pulo indirecto de los apó stoles... ». El exé geta Eusebio, que re-
pite la ané cdota de Ireneo, comenta que «los apó stoles y sus discí pulos
evitaban el trato con los enemigos de la verdad hasta el punto que ni si-
quiera la palabra querí an dirigirles». 25

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