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Despreciadores de padres, de hijos, de «falsos mártires» por amor de Dios




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Despreciadores de padres, de hijos, de «falsos má rtires» por amor de Dios

Estos comportamientos sí fueron respetados siempre por la Iglesia,
que sobre todo prohibió siempre la communio in sacris, la oració n en
compañ í a de cristianos de otras confesiones, frecuentar sus iglesias y
oficios sagrados, el trato oficial con sus clé rigos y, naturalmente, la con-
currencia a los sacramentos con los excomulgados. ¿ No confesaba el
propio Pablo, hablando de «sus» comunidades, que «se muerden y de-
voran los unos a los otros»? Segú n el Nuevo Testamento, incluso entre
los «verdaderos creyentes» predominaban las envidias y las disputas,
reinaba «el malestar por toda clase de acciones reprensibles», «riñ as y
pleitos»: «Matá is y ardé is de envidia». 26

Con qué frecuencia se esgrimí a ya la espada que el mismo Jesú s con-
tribuyó a templar cuando invitaba a los hijos a levantarse contra los pa-
dres, y a é stos contra los hijos, «y los enemigos del hombre será n las per-
sonas de su misma casa». Cuá ntas escenas, discordias y odios, sobre
todo entre las capas má s bajas e ignorantes, cuá ntas tragedias hasta el
dí a de hoy. Y cuá ntos faná ticos, devotos cerriles, envenenando familias,
invitando a denunciar a padres, esposos, esposas, fomentando la inhuma-
nidad, invitando al abandono de todos los ví nculos sociales, al aisla-
miento, al enclaustramiento en los monasterios: Crisó stomo condenó a
todo el que pretendiera disuadir a sus hijos de hacerlo. E incluso los es-
clavos cristianos procuraban convencer a los jó venes para que abjurasen
de sus creencias, desobedeciendo, si fuese necesario, a sus padres y
maestros. 27

Sin embargo, lo que má s importaba a los lí deres de la Iglesia era la
ingratitud, la desobediencia, la falta de contemplaciones; o como dice
Clemente de Alejandrí a: «El que tenga un padre, o un hermano, o un
hijo impí o [... ] no conviva ni ande de acuerdo con é l, sino que se disol-
verá el ví nculo carnal a causa de la discordia espiritual [... ]. Que Cristo
sea en ti el vencedor». O como Ambrosio, doctor de la Iglesia: «Los pa-
dres se oponen, pero es menester desoí rlos [... ]. Tú, doncella, debes su-
perar la obediencia infantil. El que vence a la familia ha vencido al mun-
; do». Segú n Crisó stomo, doctor de la Iglesia, es lí cito desconocer a los
padres si ellos quieren oponerse a que llevemos una vida ascé tica. Cirilo
de Alejandrí a, doctor de la Iglesia, prohibe el respeto a los padres,
«cuando es inoportuno y peligroso», es decir, «cuando por é l peligra la
fe». Tambié n es preciso que «la ley del amor a los hijos y a los hermanos
se incline y retroceda, [... ] a fin de cuentas, para el creyente la muerte es
preferible a la vida».

Jeró nimo, doctor de la Iglesia, se dirigí a a Heliodoro (el futuro obis-
po de Altinum, cerca de Aquilea), que regresaba de Oriente movido
por el cariñ o a su familia y, sobre todo, a su sobrino Nepote, conven-
cié ndoles de la necesidad de romper con los suyos: «Por má s encariñ ado


que esté s con tu sobrino, y aunque tu propia madre con el cabello revuel-
to y las vestiduras desgarradas te mostrase los pechos con los que te crió,
y aunque tu padre cruzá ndose en el umbral de la puerta te implorase, tú
pasará s por encima de tu progenitor sin derramar ni una lá grima, y co-
rrerá s a enrolarte bajo las banderas de Cristo». (Y confiesa Jeró nimo
que, cuando é l mismo abandonó a sus padres y hermanos, el sacrificio
má s grande habí a sido el de tener que renunciar a los placeres de la
mesa bien puesta y de la vida agradable. ) Otro doctor de la Iglesia, el
papa Gregorio I, dice que «el que tiene ansia de los bienes eternos no
hace caso [... ] del padre, ni de la madre, ni de los hijos que tuviere». San
Columbano, el apó stol de los alamanos, pasó por encima de su madre
que se habí a arrojado al suelo llorando y exclamó que no volverí a a ver-
la jamá s mientras viviera. Y siglos despué s, inspirá ndose evidentemente
en Jeró nimo (que, por su parte, tampoco hizo ascos nunca a ese gé nero
de pré stamos literarios), Bernardo, doctor de la Iglesia, escribí a: «Y aun-
que tu padre se hubiese tendido de travé s en el quicio de la puerta y
tu madre descubrié ndose el seno te enseñ ase los pechos con los que te
crió [... ], tú pisoteará s a tu padre y pisoteará s a tu madre [... ] y correrá s,
sin que se te escape ni una lá grima, a enrolarte bajo las banderas de
Cristo». 28

Sin derramar ni una lá grima, e incluso con odio y burla, contemplan
a los que dan testimonio con su sangre de una fe distinta.

De conformidad con el axioma agustiniano: martyrem nonfacitpoe-
na sed causa
(los má rtires no los hace el suplicio, sino la causa [que pro-
pugnan]), la Iglesia mayoritaria prohibió rotundamente el culto a los
má rtires que no fuesen cató licos, puesto que eran «falsos má rtires» y
«Dios no los mira», segú n el Sí nodo de Laodicea (Frigia), del siglo IV.
Segú n Cipriano, Crisó stomo y Agustí n, derramaron su sangre en vano
(lo que, a fin de cuentas, es excesivamente cierto) y no por ello dejaban
de ser unos criminales. El fanatismo de Agustí n queda reflejado en su
dicho de que no dejarí a de ser reo del infierno quien se hiciese quemar
vivo por Cristo, si no pertenecí a a la Iglesia cató lica. Apenas un siglo
despué s, Fulgencio, obispo de Ruspe, enseñ aba lo mismo (en un trata-
do que durante la Edad Media fue atribuido a la pluma de Agustí n y,
por consiguiente, muy leí do, y en el que se leí a que «ningú n heré tico ni
cismá tico [... ] puede salvarse, por má s limosnas que haya repartido, y
ni siquiera derramando su sangre en nombre de Cristo»). 29

Los cató licos que hubiesen rezado en capillas de má rtires «heré ti-
cos» se arriesgaban a ser excomulgados y debí an hacer penitencia, con-
sistente por lo general en abrumar a los hé roes de las demá s creencias
amontonando sobre ellos las peores calumnias posibles. En esto, Cipria-
no, Tertuliano, Klipó lito, Apolonio y otros hicieron mé ritos increí bles.
Apolonio, por ejemplo, decí a de Alejandro, montañ ista, que habí a sido
«bandolero» y que, por tanto, «no se le condenaba por sus creencias»,
sino por sus «actividades delictivas» iniciadas, có mo no, desde que aban-
donó la verdadera fe. Es posible que no todas fuesen calumnias. En cual-


quier caso, para cada bando los suyos eran los santos y buenos, los que
padecí an persecució n por defender la verdad, mientras que los contra-
rios eran los incré dulos, envidiosos, malvados, obcecados, falsos, locos
y traidores..., y así durante siglos se extendió el griterí o contra los here-
jes; no la polé mica objetiva, sino la demagó gica y denigrante. «En estos
cí rculos vilipendiar al contrario se consideraba má s importante que una
refutació n en regla» (Walter Bauer). 30

Así podemos comprobarlo en la literatura paleocristiana, sin necesi-
dad de recurrir al Nuevo Testamento.

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