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El Cantar de Ágape y las «bestias negras» del siglo n (Ignacio, Ireneo, Clemente de Alejandría)




La primera Epí stola Clementina, escrita hacia el añ o 96 d. de C.
(y atribuida al supuesto tercer sucesor de Pedro), el documento má s
antiguo de la patrí stica, la emprende contra los dirigentes de la oposi-
ció n corintia que deseaban volverse hacia Oriente, abandonando Oc-
cidente, y los llama «individuos acalorados e imprudentes», «caudillos
de la discordia», «padres de la disputa y del desacuerdo», que «desga-
rran [... ] los miembros de Cristo mientras comen y beben, y engordan,
y son descarados, vanidosos, reñ idores y fanfarrones, hipó critas y ne-
cios», «un gran deshonor... »; el documento fue descrito como «un can-
tar al amor divino que todo lo perdona, que todo lo sufre y que es un
reflejo del propio amor de Dios. Ni siquiera Pablo escribió palabras má s
bellas» (Hü mmeler). 31

En el siglo II salta a la palestra Ignacio de Antioquí a, un santo que
creó el «episcopado moná rquico», es decir que introdujo en toda la Igle-
sia cató lica la idea de que cada comunidad o Iglesia provincial debí a de-
pender de un solo obispo, siendo preciso, segú n el obispo Ignacio, «que
el obispo sea considerado como Nuestro Señ or mismo» (! ). Ignacio,
«personalidad de dotes carismá ticas [... ], realmente fuera de lo comú n»
(Perier), que «aprendió de Pablo que la fe cristiana debe ser entendida
como una actitud existencial» (Buitmann), llama a todos los cristianos
que no son de su cuerda «portavoces de la muerte», «apestados», «fieras
salvajes», «perros rabiosos», «bestias», y asegura que sus dogmas son
«inmundicia maloliente», sus ceremonias «ritos infernales». Así se ex-
presa Ignacio, «cuya entrega en Cristo [... ] se manifiesta en su lenguaje»
(Zeller), cuya «cualidad má s sobresaliente es su mansedumbre» (Mein-
hold), y que asegura que «hay que huir» de las falsas doctrinas como de
las fieras, porque son como perros rabiosos, que muerden a traició n,
como «lobos que se fingen mansos» y «veneno letal». 32

Estas metá foras son corrientes en la literatura patrí stica, que gusta
de comparar las «herejí as» y los «herejes» con los magos (incluso Pedro
mereció alguna vez, como Pablo, el calificativo de maleficus y Simó n el


Mago es invariablemente el magus malé ficas), que llevan consigo el ve-
neno en redomas, en el corazó n, en la lengua, entre los labios: veneno
de alimañ as, de ví boras, tanto má s peligroso por cuanto suele presentar-
se disimulado con mieles. La utilizació n de esta «té cnica» por parte de
cristianos está probada cuando menos desde el siglo IV, por ejemplo, en
el caso del emperador Constantino, que probablemente envenenó a su
hijo Crispo; tambié n la podemos encontrar poco despué s, en la historia
de un sacerdote que mediante soborno asesinaba con vino de misa em-
ponzoñ ado. Tenemos luego la nó mina de personalidades cristianas, so-
bre todo reinas y princesas, que mataron mediante vinos envenenados
má s o menos benditos. «En la leche de Dios mezclan albayalde», como
escribió un autor desconocido.. , 33

Dice Ignacio que los «herejes» viven «a manera de judí os», que pro-
pagan «falsas doctrinas», «fá bulas viejas que no sirven para nada». «El
que se haya manchado con eso, reo es del fuego eterno», «morirá sin
tardanza». Y ademá s los que enseñ an el error «perecerá n ví ctimas de
sus disputas». «Os prevengo contra esas bestias con figura humana. » El
santo obispo, que se califica a sí mismo de «trigo de Dios» y de quien se
alaba todaví a hoy su «seductora benevolencia» (Hü mmeler) y su «len-
guaje [... ] lleno de la antigua dignidad» (cardenal Willebrands), fue el
primero en utilizar la palabra «cató lico» para designar la que hoy es la
confesió n de setecientos millones de cristianos, aunque ya Fierre Bayie
(1647-1706), uno de los pensadores má s claros no só lo de su é poca, es-
cribió y justificó que «todo hombre honrado " deberí a considerarse ofen-
dido de que le llamasen cató lico" ». 34

Hacia el añ o 180, intervino en el coro de los que tronaban «contra las
herejí as» Ireneo, el obispo de Lyon. Es el primer «padre de la Iglesia»
porque fue el primero en dar por sentada la noció n de una Iglesia cató li-
ca y supo comentarla teoló gicamente; pero fue tambié n el primero que
identificó a los maestros de errores con la figura del diablo, que «declaró
malicia deliberada las creencias de los demá s» (Kü hner). 35

Ireneo tambié n se adelantó a los grandes polemistas de la Iglesia en
los ataques contra el gnosticismo, una de las religiones rivales del cris-
tianismo y quizá la má s peligrosa para é ste. De origen sin duda má s anti-
guo, aunque es poco lo que se sabe de sus orí genes y muchos puntos si-
guen siendo controvertidos hoy, representaba un dualismo todaví a má s
extremo y pesimista; su difusió n se produjo con rapidez increí ble, pero
en una infinidad de variantes que confunde a los estudiosos. Y como
tambié n tomó prestadas muchas tradiciones cristianas, la Iglesia cre-
yó que la gnosis era una herejí a cristiana y como tal luchó contra ella, aun-
que desde luego sin lograr la «conversió n» de ningú n jefe de escuela o
de secta de los gnó sticos. El caso es que mucho de é stos, en razó n de sus
cualidades personales, como ha concedido el cató lico Erhard, «fascinaban
a muchos fieles de las comunidades... ». A partir del añ o 400, poco má s
o menos, el catolicismo se dedicó a destruir sistemá ticamente los docu-
mentos escritos de esta religió n, que tení a un acervo riquí simo de ellos.


Incluso en pleno siglo xx, cuando se halló en Nag-Hamadi, una locali-
dad del Alto Egipto, una biblioteca gnó stica completa, no faltaron ecle-
siá sticos para reanudar la difamació n de la gnosis, «ese veneno infiltra-
do», «foco de intoxicació n» que serí a preciso «erradicar» (Baus). 36

Ireneo fustiga las «elucubraciones mentales» de los gnó sticos, «la
malicia de sus engañ os y la perversidad de sus errores». Los califica de
«histriones y sofistas vanos», de gentes que «dan rienda suelta a su locu-
ra», «necesariamente trastocadas». Este santo, cuya importancia para la
teologí a y para la Iglesia «apenas puede sobreestimarse» (Camelot), en
su obra principal exclama: «Ay, y oh dolor» en cuanto a la epidemia de
las «herejí as», para corregirse a sí mismo inmediatamente: «Es mucho
má s grave, es algo que está má s allá de los ayes y de las exclamaciones
de dolor»; el padre de la Iglesia censura en particular el hedonismo de
sus adversarios. Segú n se cuenta, los marcosianos, que alcanzaron hasta
el valle del Ró dano (donde se enteró de su existencia Ireneo), eran pro-
pensos a seducir damas ricas..., aunque tambié n los cató licos las prefi-
rieron siempre a las pobres. Es verdad que algunos gnó sticos eran parti-
darios del libertinaje, pero tambié n los hubo ascé ticos rigurosos. Ireneo
hace mucho hincapié en eso de la incontinencia. «Los má s perfectos de
entre ellos —afirma— hacen todo lo prohibido sin empacho alguno [... ],
se entregan sin medida a los placeres de la carne [... ], deshonran en se-
creto a las mujeres a quienes pretenden adoctrinar». El gnó stico Marco,
que enseñ aba en Asia, donde segú n afirmaban se habí a amancebado
con la mujer de un diá cono, tení a «como asistente un diablillo», un
«precursor del Anticristo» que «habí a seducido a muchos hombres y a
no pocas mujeres». «Tambié n sus predicadores ambulantes sedujeron a
muchas mujeres simples. » Los sacerdotes de Simó n y los de Menandro
tambié n eran siervos del «placer sensual»; «utilizan conjuros y fó rmulas
má gicas, y practican la confecció n de filtros amorosos». Y lo mismo
los partidarios de Carpó crates; incluso Marció n, pese a su reconocido
ascetismo, es tildado de «desvergonzado y blasfemo» por Ireneo. «No
só lo hay que levantar la bestia, sino que es preciso herirla en todos los
flancos. »37

En los umbrales del siglo III, Clemente de Alejandrí a considera que
los «herejes» son individuos «engañ osos», «mala gente», incapaz de dis-
tinguir «entre lo verdadero y lo falso», que no tiene conocimiento del
«Dios verdadero» y, por supuesto, tremendamente lujuriosos. «Tergi-
versan», «fuerzan», «violentan» la interpretació n de las Escrituras; así,
Clemente, alabado aú n hoy por su «amplitud de miras y su benignidad
espiritual», define a los cristianos de las demá s tendencias como aqué -
llos que «no conocen los designios de Dios» ni las «tradiciones cristia-
nas», que «no temen al Señ or sino en apariencia, puesto que se dedican
a pecar asemejá ndose por ello a los cerdos». «Como seres humanos con-
vertidos en animales [... ], son los que desprecian y pisotean las tradicio-
nes de la Iglesia. »38


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