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Hecatombes bajo el piadoso Galo




Hecatombes bajo el piadoso Galo

En Palestina, escenario del proceso de Escitó polis, habí an ocurrido
poco antes los desmanes de Galo, un primo de Constancio que se salvó
de la matanza diná stica del añ o 337. Encontramos aquí a otro buen cris-
tiano, asiduo a la iglesia desde la infancia, gran lector de la Biblia y espo-
so supuestamente fiel de la anciana Constancia, hermana del emperador
casada en segundas nupcias y notoria arpí a, «una furia desatada —como
escribió Amiano—, tan sanguinaria como su mismo esposo». Galo en-
vió a su hermanastro Juliano varias cartas de reconvenció n, invitá ndole
a regresar al cristianismo; en 351, añ o de su proclamació n como cesar,
escandalizó a los paganos llevando los huesos de san Babilas —la prime-
ra traslació n bien documentada que conocemos, dicho sea de paso— al
famoso santuario de Apolo en Dafne, que así quedó desnaturalizado.

El cristiano Galo, gran aficionado al pugilato (en aquel entonces el
boxeo era muy cruento, con frecuentes roturas de huesos), se reveló
como un pequeñ o tirano en su residencia, Antioquí a, mediante arbitra-
riedades de todas clases y procesos por alta traició n y brujerí a en los que
se hizo burla de todas las normas jurí dicas y que acarrearon una estela
de confiscaciones, destierros, torturas horribles y ejecuciones. La lucha
contra los paganos revestí a tintes de verdadero fanatismo, y utilizaba
una red de espí as que abarcó toda la ciudad. El cesar Galo, de quien
dice Teodoreto con é nfasis que «fue ortodoxo a machamartillo hasta el
dí a de su muerte», incluso indujo algunos linchamientos por parte de la
plebe para librarse de ciertos conciudadanos incó modos. En 352, cuando


los judí os sufrieron otro de sus perió dicos ataques de excitació n mesiá -
nica y se rebelaron contra la prohibició n de tener esclavos que no fuesen
judí os, asaltando una guarnició n romana para procurarse armas y nom-
brando rey a un tal Patricio, el piadoso Galo quemó ciudades enteras y
degolló hasta los niñ os. De este ré gimen de terror tampoco se salvaban
los altos funcionarios imperiales; así cayó el prefecto de Oriente, Tala-
sio, responsable directo ante el emperador. Le sucedió Domiciano, que
al poco de su llegada a Antioquí a fue capturado por la soldadesca, arras-
trado por las calles, colgado de las piernas y arrojado al rí o Orontes; el
mismo fin padeció su cuestor, Monzo. Hubo otros asesinatos diversos, y
hacia comienzos del verano de 354 la població n se alzó «por variados
y complicados motivos», como escribe Amiano, pero sobre todo a causa
de la hambruna y la miseria general. El gobernador Teó filo resultó muer-
to y descuartizado. Constancio se vio en la necesidad de llamar a su pri-
mo, pese a haberle prometido inmunidad total, y le pidió que se hiciese
acompañ ar por su mujer, «la encantadora Constancia», pues hací a tiem-
po que no la veí a. Galo comprendió que habí a gato encerrado, pero
confiaba en el apoyo de Constancia, la hermana del emperador. Pero
esta valedora falleció en aquellos dí as de resultas de unas fiebres y el
emperador hizo decapitar a su hombre de confianza una mañ ana de oto-
ñ o de 354, en Flanona (cerca de la actual Pola, en Istria). Tras la ejecu-
ció n procedió con el potro del suplicio, el hacha del verdugo o el destie-
rro contra todos los amigos de Galo, sus oficiales y funcionarios, e incluso
contra algunos religiosos. 41

Só lo la muerte del soberano, a los cuarenta y cuatro añ os de edad,
ocurrida en Mopsukrene el 3 de noviembre de 361, evitó la confronta-
ció n de é ste con su primo Juliano.

La reacció n pagana bajo Juliano

Al igual que su hermano Galo, tambié n Juliano se salvó de la matan-
za de parientes, aunque como miembro de la dinastí a imperial no dejó
de estar estrechamente vigilado, primero en una fastuosa finca de Nico-
media, que habí a sido propiedad de su madre (Basilina, fallecida poco
despué s del nacimiento de Juliano), y luego en la solitaria fortaleza de
Macellum, sita en el corazó n de Anatolia, donde tambié n estuvo prisio-
nero su hermano mayor. El desconfiado emperador tejió una tupida red
de espí as alrededor de ambos prí ncipes, para que le trasmitieran todas y
cada una de las palabras de é stos. Viví an «como prisioneros en aquel
castillo persa» (Juliano), prá cticamente arrestados y seguramente ame-
nazados de muerte. En Nicomedia, le pusieron a Juliano un preceptor,
el obispo Eusebio, pariente de Basilina, eclesiá stico y hombre de mun-
do ya conocido por aquel entonces, que siguiendo la costumbre de los
prelados orientales solí a teñ irse las uñ as con cinabrio y el pelo con hen-
na, y que tení a instrucciones de educar severamente al niñ o en la reli-


gió n cristiana, de impedirle todo contacto con la població n y de «no ha-
blarle jamá s del trá gico fin de su familia», aunque a sus siete añ os lo te-
ní a bien presente y ello motivaba frecuentes accesos de llanto y terribles
pesadillas nocturnas. En Macellum, donde estuvo confinado siete añ os
sin apenas otra compañ í a que la de sus esclavos, tuvo por educador al
arriano Jorge de Capadocia, encargado de formarle para el sacerdocio.
Pero luego pudo salir y se instaló en Constantinopla, donde vivió las dis-
putas entre arrí anos y ortodoxos y conoció la vida real de aquel mundo
de violentos tumultos y encendidas excomuniones mutuas. Hacia fina-
les de 351, cuando contaba veinte añ os, Constancio ordeno que prosi-
guiera sus estudios en Nicomedia. Juliano visitó Pé rgamo, Efeso y Ate-
nas, donde tuvo maestros notables que le ganaron para el paganismo.
Nombrado cesar en 355 por Constancio, y proclamado augustus por el
ejé rcito en Parí s en 360, el mismo soberano, que no tení a descendencia,
a la hora de la muerte le nombró sucesor..., cuando ya los dos ejé rcitos
enfrentados marchaban el uno al encuentro del otro. Se produjo enton-
ces una efí mera restauració n de las tradiciones politeí stas, con el esta-
blecimiento de una «religió n de Estado» helení stica, cuya organizació n
siguió en muchos aspectos el patró n de los cá nones cristianos. 42

Juliano intentó reemplazar la cruz y el nefasto dualismo de los cris-
tianos por una fó rmula compuesta de ciertas corrientes de la filosofí a
helení sticas y de un «panteí smo solar». Sin descuidar a los demá s dioses
del panteó n pagano, hizo construir un templo al dios Sol —identificable
seguramente con Mitra— en el palacio imperial; en numerosas ocasio-
nes proclamó su veneració n por el basileus Helios, el rey Sol, que era ya
entonces una tradició n bimilenaria: «Desde mi infancia, me inspiraron
un anhelo invencible los rayos del dios, que siempre han cautivado mí
alma, de tal manera que constantemente deseaba contemplarlo e inclu-
so de noche, cuando me hallaba en el campo, lo olvidaba todo para ad-
mirar la belleza del cielo estrellado... ». 43

Hoy nos hemos acostumbrado a interpretar la reacció n de Juliano
como un movimiento nostá lgico, un anacronismo romá ntico o el intento
absurdo de volver hacia atrá s las manecillas del reloj. Pero ¿ por qué lo
interpretamos así? ¿ Acaso fue refutado, o podí a serlo, en vez de ahoga-
do en sangre? ¿ Habrí a sido diferente la marcha de los acontecimientos?
Quié n sabe si un mundo no cristiano habrí a sido menos belicoso...;

¡ aunque sepamos por los diecisiete siglos transcurridos desde entonces
que el mundo no cristiano jamá s ha sido tan guerrero, ni con mucho!
Quié n sabe si, al decaer el terrible mandamiento bí blico segú n el cual el
hombre debe someter a la naturaleza, nos habrí amos ahorrado las gra-
ves consecuencias que padecemos ahora en forma de destrucció n del
medio ambiente. Desde luego, no imaginamos que en un mundo pa-
gano hubiese subsistido la hipocresí a, esa plaga del cristianismo, ni la
intolerancia religiosa.

Lo cierto e innegable es que el emperador Juliano (desde 361 has-
ta 363), llamado «el Apó stata» por los cristianos, fue muy superior


a sus predecesores cristianos en cuanto a cará cter, moralidad y espiri-
tualidad.

Instruido en filosofí a y literatura, que cultivó ademá s activamente,
de cará cter serio y sensible aunque a veces bastante sarcá stico en lo to-
cante a la religió n cristiana. Juliano se habí a dado cuenta de que la «alta
teologí a» (en la que, no lo olvidemos, é l mismo habí a sido educado) se
reduce en esencia a dos gestos, el de silbar para espantar a los espí ritus
malignos y el de persignarse. No só lo fue «el primer emperador auté nti-
camente culto desde hací a má s de un siglo» (Brown), sino que tambié n
mereció «un lugar destacado entre los escritores de la é poca en lengua
griega» (Stein), y supo rodearse de los mejores pensadores de su tiem-
po. Celoso del cumplimiento de su deber y enemigo de toda molicie, ya
que jamá s tuvo queridas ni efebos, ni se emborrachó nunca, el empera-
dor se poní a a trabajar desde la madrugada; intentó racionalizar la buro-
cracia y colocar a intelectuales en los altos cargos gubernamentales y
administrativos. Abolió los fastos de la corte, la tenencia de eunucos
y bufones, y todo el sistema de aduladores, pará sitos, espí as y denun-
ciantes, que fueron despedidos a millares. Redujo el servicio, rebajó en
una quinta parte los impuestos, actuó con severidad contra los recauda-
dores infieles y saneó el correo estatal. Tambié n abolió el labarum, es
decir, el estandarte del ejé rcito con el anagrama de Cristo, y trató de re-
sucitar los cultos antiguos, las fiestas, la paideia, la educació n clá sica.
Ordenó la devolució n de los templos antiguos o la reconstrucció n de los
que habí an sido destruidos, e incluso la devolució n de las estatuas y de-
má s ornamentos sagrados que adornaban los jardines de los particulares
que se los habí an apropiado. Pero no prohibió el cristianismo; al contra-
rio, permitió el retorno de los clé rigos exiliados, lo que só lo sirvió para
fomentar nuevas conspiraciones y tumultos. Los donatistas de Á frica, al
tiempo que elogiaban al emperador como parangó n de la justicia, desin-
fectaron sus iglesias recié n recobradas fregá ndolas de arriba abajo con
agua de mar, lijaron la madera de los altares y el yeso de los muros, re-
cuperaron la influencia perdida bajo Constante y Constancio II, y se dis-
pusieron a disfrutar su venganza. Los cató licos fueron convertidos a la
fuerza, sus iglesias expropiadas, sus libros quemados, sus cá lices y os-
tensorios lanzados por las ventanas y las hostias arrojadas a los perros;

algunos clé rigos maltratados fallecieron. Hasta 391, los donatistas siguie-
ron teniendo vara alta, al menos en Numidia y Mauritania. 44

Juliano fue amigo de los judí os, lo que los hizo todaví a má s odiados,
si cabe, por los predicadores cristianos. «Los judí os estaban fuera de sí,
de tan entusiasmados», se burla Efré n, que asegura que los «circunci-
sos» adoraban las monedas acuñ adas por Juliano con la figura de un
toro, «en el que reconocen a su antiguo becerro de oro». Cierto que Ju-
liano, como partidario del politeí smo, criticaba el Antiguo Testamento
y su rigorismo monoteí sta, así como la arrogancia del supuesto pueblo
elegido, pero concedió a Yahvé un rango igual al de los demá s dioses e
incluso admitió alguna vez que el Dios adorado por los judí os era «el me-


jor y má s poderoso de todos». Una delegació n judí a que en julio del
añ o 362 le visitó en Antioquí a, obtuvo la autorizació n para reconstruir
el Templo de Jerusalé n y la promesa de nuevos territorios, en una espe-
cie de anticipació n del actual «sionismo», lo que motivó el jú bilo de la
diá spora. La reconstrucció n del templo fue iniciada con gran afá n la pri-
mavera siguiente, mientras Juliano emprendí a su campañ a en Persia,
pero hacia finales de mayo un incendio, juzgado «providencial» por los
cristianos, así como la muerte de Juliano, significaron el fin de las obras

para siempre. 45

Juliano se mostró siempre partidario de la tolerancia, incluso para
con los cristianos. Si sus disposiciones en cuanto a los «galileos», dijo en
cierta ocasió n, eran benignas y humanitarias, ellos debí an corresponder
no molestando a nadie, ni tratando de imponer la asistencia a sus igle-
sias. En una carta a los ciudadanos de Bostra, escribió: «Para convencer
y para enseñ ar a los hombres, es preciso emplear la razó n y no los gol-
pes, las amenazas y los castigos corporales. No me cansaré de repetirlo:

si sois sinceros partidarios de la verdadera religió n, os abstendré is de
molestar, atacar u ofender a la comunidad de los galileos, que son má s
dignos de lá stima que de odio, puesto que andan equivocados en asun-
tos de tanto fuste y trascendencia». 46

Hemos tenido ocasió n de referirnos a los privilegios conseguidos por
el clero bajo los emperadores cristianos, inaugurados por Constantino y
ampliados por Constancio, al tiempo que emprendí an medidas de pre-
sió n contra los insumisos. Juliano no titubeó en llamar a estos exiliados
ni en devolverles sus bienes, aunque les prohibió que usurparan funcio-
nes de jueces ni que inscribieran testamentos como si fuesen notarios, ni
mucho menos «apropiarse de las herencias de otros registrá ndolas a su
propio nombre». 47 El patriarca Jorge no habí a sido, ni con mucho, el
ú nico en recurrir a semejantes procedimientos para hacerse rico.

Ahora bien, y por má s que Juliano fuese partidario de la tolerancia,
por mucho que procuraba que las sentencias no se viesen influidas por la
confesió n religiosa de los litigantes, por elevada que fuese la é tica exigi-
da a sus sacerdotes —filantropí a, imparcialidad, justicia, bondad e in-
cluso amor al enemigo—, ante la presencia del fanatismo é l, que fue
«pese a sus errores, uno de los personajes má s nobles y má s dotados de
la historia universal, y quizá el má s amable» (Stein), no pudo evitar el
empleo de la violencia contra los violentos, los cristianos que se dedica-
ban a profanar e incluso destruir los templos recié n reconstruidos en Si-
ria y Asia Menor, así como las estatuas. Su legislació n en materia de
enseñ anza suscitó muchos odios, por cuanto prohibí a a los cristianos el
estudio de la literatura griega (diciendo «que se queden en sus iglesias
interpretando a su Mateo y su Lucas»), Asimismo, exigió la devolució n
de las columnas y capitales robados de los templos por los cristianos para
adorno de sus «casas de Dios». «Si los galileos quieren tener ornato en
sus templos, sea enhorabuena, pero no con los materiales pertenecien-
tes a otros lugares de culto. » Cuenta Libanio có mo podí an verse por to-


l


das partes «los barcos y los carros que devolví an sus columnas a los dio-
ses saqueados». Y cuando se rrodujo^en Edessa un^ataque^e los ama-
ñ os contra un pequeñ o nú cleo sobreviviente (legñ ó sticos valentinianos,
Jufí ano^procedió contrasellos argumentando con ironí a que «no preten-
dí a ptra^osa que ayudarles a encontrar el camino del cí elo». «Puesto
que ellos tienen una ley, por todos los conceptos admirable, que los
obliga a vender todo lo que tienen para dá rselo a los pobres, a fin de em-
prender má s ligeros el viaje a los reinos celestiales, yo el emperador
para ayudarles en ese empeñ o he ordenado que todos los dineros de la
Iglesia de Edessa sean repartidos entre los soldados. » El resto de las
propiedades fue confiscado en beneficio del erario imperial mediante un
decreto que, segú n parece, quedó como un caso aparte. 48

El 22 de octubre de 362, los cristianos incendiaron el templo de
Apolo en Dafne, que habí a sido restaurado por el soberano, y destruye-
ron la famosa estatua. En represalia, Juliano hizo arrasar la basí lica de
Antioquí a y otras iglesias consagradas a diversos má rtires. (Por cierto,
los cristianos dijeron que el templo habí a sido herido por un rayo; segú n
Libanio, no habí a nubes de tormenta la noche del incendio. ) En Damas-
co, Gaza, Ascaló n, Alejandrí a y otros lugares ardieron las basí licas cris-
tianas, a veces con la colaboració n de los judí os; algunos creyentes fue-
ron torturados o muertos, entre ellos el obispo Marco de Aretusa, como
ya hemos contado, por lo que entró en la nó mina de los má rtires. Pero,
en lí neas generales, «má s ofendidos habí an sido los derechos de los pa-
ganos» (Schuitze), y en cualquier caso dicho pogromo no fue má s que
una reacció n frente a los excesos de los cristianos, sus abusos y sus dia-
tribas contra el paganismo. Los verdaderos má rtires cristianos (dejando
de lado por ahora aqué llos cuya existencia es a todas luces apó crifa) pu-
dieron contarse con los dedos de una mano: Juventino y Má ximo, ejecu-
tados por sedició n, y los presbí teros Eugenio y Macario que, desterra-
dos a Egipto, fallecieron allí cuarenta dí as despué s. Las protestas de los
cristianos solí an ser despachadas por el emperador con la frase: «Mi ra-
zó n ha escuchado vuestra sinrazó n». Juliano incluso consintió que per-
maneciese en Antioquí a el obispo Melecio; al obispo Maris de Calcedo-
nia, que habí a atacado pú blicamente al emperador llamá ndole traidor y
ateo durante una audiencia, se limitó a contestarle con sarcasmo que
preferí a aplazar la guerra contra los «galileos» para cuando hubiese con-
cluido su campañ a en Persia. 49

En todo el imperio, desde Arabia y Siria, pasando por Numidia, y
hasta los Alpes italianos, Juliano era celebrado como «benefactor del
Estado», «deshacedor de los entuertos pasados», «restaurador de los
templos y del imperio de la libertad», «magná nimo inspirador de los edic-
tos de tolerancia». En una epigrafí a latina de Pé rgamo, le llama «dueñ o
del mundo, maestro de la filosofí a, soberano venerable, emperador te-
meroso de los dioses, siempre vencedor augusto, defensor de las liberta-
des republicanas». Otra inscripció n, é sta en á rabe, dice que «só lo hay
un Dios y un emperador Juliano». El regente, que tení a lo que hoy lla-


manamos sensibilidad social, abolió muchos privilegios injustificados,
rebajó impuestos y mejoró varias ramas de la economí a. «¡ Oh infelices
labradores! —exclama despué s de su muerte el noble Libanio—. ¡ Pron-
to volveré is a ser ví ctimas del fisco! Vosotros, los pobres, los oprimidos
de siempre, ¿ de qué os servirá ahora tanto clamar al cielo? » Incluso uno
de los principales detractores intelectuales de Juliano, Gregorio Nacian-
ceno, confesaba que le dolí an los oí dos de tanto escuchar elogios del li-
beral ré gimen de aqué l, segú n Ernst Stein «uno de los má s sanos que ja-
má s llegó a tener el Imperio romano». 50

Pero con eso no hizo felices a todos; los menos felices eran los cris-
tianos, principalmente los de Antioquí a. Habituados al fasto y al lujo, a
fiestas, juegos y orgí as, la severidad de Juliano los irritaba y contrariaba,
así como su austeridad, su vestir desaliñ ado, sus comidas espartanas, sus
largas vigilias e incluso su larga barba, lo que motivó que sacaran coplas
y pliegos de cordel. El emperador Juliano, que estaba en situació n de
aplastar a los burlones con un simple gesto, se limitó a escribir una ré pli-
ca titulada Misopogon {El enemigo de la barba), «un gruñ ido del leó n
contra los mosquitos de la fá bula», «un caso ú nico en la historia de los
reyes y de los pueblos» (Chateaubriand). 51

«Es cierto —replica Juliano en esta obra, muy admirada por nume-
rosos literatos y cargada de ironí a, tristeza, amargura y, lo que es má s
sorprendente por venir de quien viene, una burla de é l mismo—. Es
cierto, llevo barba y eso no gusta a mis enemigos. Dicen que así no se
puede comer sin tragar un puñ ado de pelos con cada bocado. Pero voy a
revelarles algo que todaví a no saben: No la peino jamá s; me gusta así de
selvá tica y descuidada. Es el prado en donde apaciento a mis piojos. En
cuanto a mi pecho, lo tengo velludo como un mono. Tambié n es verdad
que no me bañ o jamá s en agua de rosas ni en leche perfumada, y que
despido un hedor repugnante. Es verdad que voy intencionadamente
má s sucio que un cí nico o un galileo, y tambié n que visto con descuido y
como parcamente...

»Es cierto que normalmente prefiero el rancho de mis soldados, que
duermo en un jergó n colocado expresamente para la noche, y que dedi-
co muchas vigilias al trabajo y a la meditació n...

»Cuando me presenté aquí, me recibisteis como a un dios. No pedí a
yo tanto. Vuestro senado me expuso vuestras preocupaciones y yo las
he atendido. He rebajado vuestros impuestos. Os he adelantado gran-
des sumas en oro y plata. He perdonado la quinta parte de los tributos.
Má s no podí a hacer sin quitar a otros lo suyo.

»Para salvar vuestros apuros de aprovisionamiento, he traí do trigo
de Tiro y de Egipto, pagado por mí, pero ese trigo no se ha repartido en-
tre los pobres, sino que se lo quedaron los poderosos de entre vosotros
para revenderlo al triple de su precio, a fin de poder seguir celebrando
alegremente sus fiestas. Todo eso, lo habé is olvidado.

»¿ Que si me importa? Os consiento que sigá is cubrié ndome de im-
properios, en lo que se manifiesta vuestra ingratitud. Os permito que


me acusé is como yo mismo acabo de acusarme. Má s aú n, yo superaré
todas las crí ticas que dí a a dí a me dirigí s, pues soy tan necio que no habí a
comprendido las costumbres de esta ciudad. ¡ Ya podé is burlaros de mí!
¡ Maltratadme! ¡ Insultadme! ¡ Hacedme trizas con vuestros colmillos!
Por mi parte, os castigaré de una sola manera, no con ejecuciones, azo-
tes, cadenas ni cá rceles, ¿ de qué servirí a, puesto que no vais a corregi-
ros? [... ] He decidido dejar Antioquí a y no volver aquí jamá s. Prefiero
establecer mi residencia en Tarso.. , »52

Por segunda vez, el ejé rcito iba a ser el factor decisivo en la caí da del
paganismo y el auge del cristianismo. Juliano habí a ordenado la exclu-
sió n de los cristianos, pero tropezó con la resistencia de é stos. Algunos
soldados propusieron apuñ alar al «Apó stata» durante un desfile. Los
dos instigadores, unos oficiales llamados Juventino y Má ximo, fue-
ron ejecutados y, como hemos mencionado, convertidos así en nuevos
«má rtires». 53

Durante la campañ a en Persia, iniciada por el emperador desde An-
tioquí a (que era la principal base de operaciones de los romanos contra
los persas) el 5 de marzo de 363, se presentó una ocasió n má s favorable.
Juliano, que no llevaba coraza, cayó al norte de Ctesifonte, a orillas del
Tigris. ¿ Por qué iba desarmado? ¿ Fue herido por una lanza enemiga o,
como afirman algunos, desde las propias filas? Nadie lo supo. Se rumo-
reó incluso que é l mismo habí a pedido que lo traspasaran, supuesta-
mente despué s de haber constatado la situació n desesperada de su ejé r-
cito. Libanio, que fue amigo de Juliano, asegura que el autor fue un
hombre «que se negaba a rendir culto a los dioses». E incluso un histo-
riador cristiano asegura que Juliano murió a medianoche del 26 de junio
de 363, cuando tení a treinta y dos añ os y habí a gobernado durante vein-
te meses, ví ctima de un asesino a sueldo de los cristianos..., un hé roe sin
tacha, naturalmente, que «perpetró esta acció n audaz en defensa de Dios
y de la religió n». (Los persas adujeron que no pudo ser uno de los suyos,
porque estaban fuera de tiro cuando el emperador fue herido en medio
de sus tropas. ) «Só lo una cosa es segura —ha escrito Benoist-Mé chin—,
y es que no fue un persa. » Aunque tampoco aporta ninguna demostra-
ció n definitiva. «Sea como fuere —escribió Teodoreto, padre de la Igle-
sia—, y fuese hombre o á ngel quien esgrimió la espada, lo cierto es que
actuó como servidor de la voluntad divina. »54

 

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