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Cuentos de la vieja cristianos




Los cristianos, sin embargo, predicadores del amor al enemigo y de
la doctrina de que toda autoridad emana de Dios, celebraron la muerte
del emperador con grandes banquetes pú blicos, con fiestas en las igle-
sias y capillas y bailes en los teatros de Antioquí a, la ciudad que, como
dice Ernest Rená n, «estaba plagada de titiriteros, charlatanes, actores,
magos, taumaturgos, brujas y estafadores religiosos». La diatriba en


tres volú menes que Juliano habí a escrito poco antes de su muerte. Con-
tra los galileas,
fue prontamente destruida, pero cincuenta añ os má s tar-
de, el doctor de la Iglesia Cirilo todaví a se molestaba en polemizar con-
tra ella: Pro sá nela Christianorum religione adversas libros athei Juliani
en treinta volú menes, de los cuales han llegado diez hasta nosotros en su
texto í ntegro griego y otros diez en fragmentos griegos y sirí acos. Natu-
ralmente, un obispo como Cirilo, enemigo tan declarado de la filosofí a
que incluso pretendió prohibir su enseñ anza en Alejandrí a, no pretende
profundizar en el pensamiento de Juliano, sino só lo «aplastarlo con la
má xima energí a» (Jouassard). Los cristianos destruyeron tambié n todos
los retratos de Juliano y las epigrafí as que conmemoraban sus victorias,
sin escatimar medios para borrar de la memoria de los hombres su re-
cuerdo. 55

En vida de Juliano, los má s famosos doctores de la Iglesia habí an
guardado un prudente silencio, pero poco despué s de su muerte y du-
rante mucho tiempo má s, se dedicaron a atacarle. Y mientras el mismo
Agustí n reconocí a, entre las habituales perfidias, que Juliano habí a sido
hombre «de cualidades no comunes», Juan Crisó stomo aseguraba que
«todos hemos vivido en peligro mortal», ya que Juliano hací a sacrificar
incluso a los niñ os, costumbre atribuida tambié n a los judí os por el mis-
mo santo, dicho sea de paso. Tambié n Gregorio Nacianceno dedicó dos
diatribas al emperador muerto y enterrado, grotescas caricaturas en las
que lo presenta como instrumento del diablo y «cerdo que se revuelca
en el fango». «Reuní a en su persona todos los vicios: la apostasí a de Je-
roboam, la idolatrí a de Acab, la dureza de Faraó n, las inclinaciones
profanadoras de Nabucodonosor, y todos ellos se resumí an en el princi-
pal, el de su impiedad. »56

Efré n, otro santo cuyos cá nticos odiosos eran repetidos por la feli-
gresí a de Edessa, dedicó todo un tratado a «Juliano el Apó stata», el
«emperador pagano» y, segú n é l, «frené tico», «tirano», «embaucador»,
«maldito» y «sacerdote idó latra». «Su ambició n le concitó la lanzada
mortal» que «desgarró su cuerpo preñ ado de orá culos de sus magos»
para enviarlo definitivamente «a los infiernos». Así muriesen destroza-
dos todos los partidarios del paganismo: «El Galileo pasará por la rueda
todo el rebañ o de los magos y los arrojará a los lobos del desierto, mien-
tras que el rebañ o de los galileos se multiplicará y conquistará el mun-
do». No retrocede Efré n ante el embuste cuando asegura que fue Julia-
no quien entregó Nisibis a los persas «para eterno baldó n suyo». 57

En realidad, fue Joviano, el sucesor cristiano de Juliano, quien cedió
esta fortaleza (Nusaybin) a los persas, y tambié n otra posició n clave
para los romanos, la de Singara (Sinjar), amé n de cinco provincias fron-
terizas a orillas del Tigris que habí an sido conquistadas en 297 por Ma-
ximiano y Diocleciano. Avergonzado por esa traició n, durante su reti-
rada no se atrevió a pernoctar entre las murallas de Nisibis, sino que
acampó ante las puertas y así é l y su ejé rcito pudieron presenciar, al dí a
siguiente, la entrada de un alto funcionario persa que izó su bandera so-


bre las almenas. Pero el doctor de la Iglesia Efré n salió para darse el gusto
de contemplar el cadá ver de Juliano (que, embalsamado, era transpor-
tado por las tropas para ser luego enterrado a las afueras de Tarso —re-
cordemos que Juliano quiso residir allí despué s de una victoria sobre los
persas—, junto a la calzada romana que conducí a a los desfiladeros del
Tauro y frente a la sepultura de Maximino Daia). El santo Efré n obser-
vó al soberano muerto y cantó:

Me acerqué, ¡ oh hermanos! y contemplé
los despojos del impuro.
En pie al lado del yacente
me burlé de su paganismo. 58

Efré n escribió ademá s cuatro cantos de muchas estrofas «contra
el emperador Juliano, que se hizo pagano, contra las doctrinas erró -
neas y contra los judí os, sobre la melodí a del himno " honrad siempre a
la verdad" ». 59

En estas producciones, con el estribillo para el coro: «¡ Saludemos a
quien lo destruyó y vistió de luto a los hijos del error! », Juliano es pre-
sentado como un lujurioso repugnante, en contradicció n con Amiano,
que alaba la sobriedad de sus costumbres. Le llaman mago, embustero,
oscuro, malvado, tirano, lobo y cabró n. En la estrofa inicial, así se ex-
presa la santa inquina: «Las bestias se alegraban al verle, los lobos se le
acercaban, [... ] incluso los chacales aullaban de satisfacció n». En la
quinta dice que: «El estié rcol fermentó y parió serpientes de todos los
tamañ os y una gusanera de todas clases... ». En la decimoquinta se ma-
nifiesta la ó ptica lamentablemente reducida, no só lo de aquel doctor de
la Iglesia sino de toda su Iglesia, a blanco y negro: «Pues só lo la Iglesia
fue su enemiga incondicional, así como é l y todos los suyos fueron ene-
migos de ella. Lo cual demuestra sin lugar a dudas que só lo pueden exis-
tir dos partidos, con la Iglesia o contra ella». 60

Los historiadores clericales del siglo v, que a veces tambié n fueron
juristas, como Rufino, Só crates, filostorgio, Sozomeno, Teodoreto, ha-
blan de Juliano en un tono todaví a peor.

Teodoreto, padre de la Iglesia, afirma muy convencido que Juliano
hizo colgar a una mujer con los brazos abiertos en el templo de Carrae
(ciudad de Mesopotamia al sudeste de Edessa, que es la Hará n de la Bi-
blia) «abrié ndole el vientre de una cuchillada para leer el porvenir en
sus visceras, que naturalmente le prometieron una victoria sobre los
persas. [... ] Cuentan que en Antioquí a se han encontrado muchas cajas
llenas de cabezas en el palacio imperial, y pozos cegados de cadá veres.
Son cosas que se aprenden en la escuela de los abominables dioses». 61

Los cristianos empezaron a propalar durante el siglo V estos cuentos
de la vieja que, como rasgo caracterí stico, suelen incluir una nota de
perversió n sexual. Así, dicen que en la Helió polis libanesa Juliano hizo
que desnudaran a unas monjas para afeitarles el vello, y luego las asesi-


naron y echaron sus visceras a los cerdos. Ningú n contemporá neo del
emperador cita ese caso, como es natural, y si hubo tropelí as de la plebe
o abusos de algú n gobernador, fue sin su anuencia. Como ha escrito su
bió grafo Robert Browning, «no tení a inclinació n ni voluntad de violen-
tar a nadie para hacerle cambiar de opinió n». Y, sin embargo, sus ene-
migos se empeñ an en calificarle de «cabró n maloliente», «renegado»,
«anticristo», y los religiosos cristianos le llaman «perro maldito» y «lacayo
del diablo». Se tejió toda una serie de leyendas de rabia y odio alrede-
dor del santo Mercurio, el supuesto asesino de Juliano. Se contó que
tambié n en Orontes, como en los só tanos del palacio imperial, se habí an
encontrado cadá veres de criaturas, vestigios de los sacrificios paganos
de Juliano. En las leyendas grecosirias aparece como un ogro que arran-
ca el corazó n del pecho a los niñ os, con objeto de celebrar conjuros má -
gicos; y la bibliografí a cristiana se enriquece con ané cdotas en donde el
emperador se entretiene en profanar reliquias de má rtires y santos, abre
el vientre a las embarazadas, jura fidelidad a la diosa de los infiernos
Hé cate, se hace rebautizar con sangre de cerdo y sacrifica cristianos «en
honor de Jú piter». En todos los paí ses cristianos aparecieron leyendas
de falsos má rtires, y eso que bajo su ré gimen apenas hubo tales. 62

Mientras el mundo cristiano difamaba al «renegado», como suele
hacer con sus enemigos, la Ilustració n corrigió esa imagen en el sentido
diametralmente opuesto.

En 1699, el teó logo protestante Gottfried Arnold, en su Historia im-
parcial de la Iglesia y de las herejí as,
rehabilitaba la figura de Juliano.
Pocos decenios despué s, Montesquieu lo elogiaba como estadista y le-
gislador. Voltaire escribió: «Así, ese hombre que nos ha sido descrito
con los trazos de horrible fue quizá el má s noble de todos, o por lo me-
nos el segundo». Montaigne y Chateaubriand le cuentan entre las má xi-
mas figuras histó ricas. Goethe se alababa de comprender y compartir la
animadversió n de Juliano contra el cristianismo. Schiller quiso hacerle
protagonista de uno de sus dramas. Shaftesbury y Fielding le ensalzaron
y Gibbon considera que merecí a haber sido dueñ o del mundo. Ibsen es-
cribió Cé sar y Galilea, y Nikos Kazantzakis su tragedia Juliano el Apó s-
tata,
estrenada en Parí s en 1948. Má s recientemente, entre los añ os 1962
y 1964, el norteamericano Gore Vidal le dedicó una novela. El historia-
dor francé s André Piganiol considera, con razó n, que la verdadera gran-
deza de la figura de Juliano está en el plano é tico, aunque se equivoca al
interpretar el fenó meno de la santidad, como muchos, cuando dice que
el emperador le parece má s «santo» que la mayorí a de los teó logos de su
é poca, lo que no es precisamente un elogio. El historiador Rubí n opina
que el emperador fue una autoridad en materia de religió n y dice que
«aunque gran escritor y gran caudillo militar, destaca má s como perso-
nalidad». Y tambié n Robert Browning, pese a la severidad de algunos
juicios suyos sobre Juliano, concluye resumiendo que fue un literato bri-
llante y que «poseí a una nobleza de cará cter que le hace destacar casi
como un faro entre los numerosos oportunistas de su é poca». 63


En cambio, el benedictino Baur (representativo, en esto, de muchos
cató licos actuales) sigue difamando a Juliano en pleno siglo xx, llamá n-
dole «soñ ador ajeno a la realidad», «" majestad" dudosa», y repetida-
mente «faná tico», «faná tico juvenil», «faná tico resentido». Le parece
falto de «tacto y dignidad», y sobrado en cambio de «obsesió n», «vani-
dad sin lí mites», «ridiculez». En sus actos encuentra «el desvarí o del fa-
natismo», «la intolerancia del ideó logo», «una extraordinaria falta de vi-
sió n polí tica y de comprensió n». Dice que como hombre «no supo dis-
tinguir entre las aficiones personales y los deberes y cometidos de un
gobernante», y que dio cargos «a filó sofos y charlatanes de todas cla-
ses». Pero, si bien le acusa de «graves persecuciones», violaciones y
muertes de cristianas y cristianos, a veces bajo «refinados tormentos»,
se contradice cuando afirma que si Juliano se hubiera sentido má s fuer-
te, «sin duda habrí a procedido a una persecució n sangrienta», o en otro
pasaje, «la persecució n sangrienta no se habrí a hecho esperar». 64

Tras la muerte de Juliano, y habiendo renunciado el sucesor desig-
nado, Segundo Salutio, un filó sofo pagano moderado y prefecto de los
preterí anos de Oriente que habí a sido amigo personal de Juliano, en ju-
lio del añ o 363 y por un añ o accedió al trono el ilirio Joviano, un general
de la guardia.

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