Главная | Обратная связь | Поможем написать вашу работу!
МегаЛекции

El papa asesino Dámaso combate al antipapa Ursino y otros diablos




Con el poder creciente de la sede romana y la mayor influencia, ri-
queza y lujo de sus poseedores, los clé rigos se encapricharon cada vez
má s de ella, llamando ahora la atenció n el uso má s frecuente que se hace
de la denominació n de sedes apostó lica y de unos nuevos rasgos, autori-
tarios frente a las otras Iglesias. En el añ o 378, un sí nodo romano habla
ya de obispos que amenazan de muerte a otros obispos, que les persiguen
y que les roban su obispado. El historiador Amiano Marcelino, un paga-
no que se esforzaba por mantenerse imparcial pero que contemplaba el
cristianismo de una manera bastante bené vola, que hacia 380 se trasladó
desde Antioquí a, su ciudad natal, a Roma, atribuye las luchas por la cá te-
dra romana a las posibilidades de vida feudal de los papas. Por esa mis-
ma é poca, el cultí simo prefecto de la ciudad, Praetextatus, que tambié n
era pagano -como lo era todaví a en su tiempo casi toda la nobleza roma-
na, segú n atestigua Agustí n-, responde burlonamente a los intentos de.
conversió n de Dá maso con la frase: «Hazme obispo de Roma e inmedia-.
'tamente me convierto en cristiano». La mesa de estos prí ncipes de la
iglesia hací a palidecer a un banquete real. «Pero el clero pobre del campo
acude de vez en cuando a Roma para emborracharse allí sin que les
vean» (C. Schneider). 31

Para el historiador cató lico del papado V. Gró ne, que actú a aquí tergi-
versando y edulcorando sin reparos, todo sucedió de la siguiente manera:

«En la é poca en que Dá maso accedió al pontificado, el papado gozaba de
tanto prestigio, incluso terrenal, que ya por la misma posició n que ocupa-
ba frente al emperador y los má s altos funcionarios del estado, tuvo que
desistir en su exterior de la pobreza de los apó stoles y por el bien de toda
la Iglesia ejercerla ú nicamente en el espí ritu. El obispo supremo de la
Iglesia se vio obligado a rodearse de la pompa terrenal y a hacer uso de
ropajes, viviendas y banquetes para poder representar tambié n digna-
mente a la Iglesia con sus costosas bibliotecas, sus recipientes de oro, sus
vestidos de pú rpura y sus magní ficos altares. Lo mismo que Pedro tuvo
que ir a Roma con un bastó n de peregrino para conquistar la fastuosa,
rica y repleta ciudad, sus sucesores, con el cambio de los añ os tuvieron
que hacer del bastó n de madera uno de oro y calzar los pies con sandalias
de pú rpura para proteger y mantener a la desgarrada, saqueada y abando-
nada». 32

Precisamente bajo Dá maso I (366-384), servidor del Altí simo desde
su juventud y llamado «lisonjeador del oí do de las damas» (matronarum
auriscalpius)
por sus hermosos sermones, que estimulaban sobre todo a
las mujeres, se produjeron luchas mucho má s violentas que nunca; intri-


gas, difamaciones y tambié n oscuros negocios financieros, que a los in-
vestigadores les recuerdan los papas renacentistas. Este primer «repre-
sentante» en cierto sentido destacado, pero difí cilmente adivinable en sus
intenciones, que entonces contaba ya sesenta añ os, experimentó clara-
mente la atracció n del poder y gobernó mucho má s tiempo que cualquie-
ra de sus antecesores, dieciocho añ os. «Fuera de toda medida humana»,
escribe Amiano. Dá maso y su oponente Ursino ardí an por «alzarse con la
sede episcopal». Mediante el terror y el soborno acabó venciendo Dá ma-
so, que primero habí a jurado fidelidad al papa Liberio, que le habí a nom-
brado diá cono, pero que cuando gobernó el antipapa Fé lix habí a tomado
partido por é l, para volver de nuevo con Liberio cuando é ste regresó. 33

Apenas habí an acabado los funerales de este ú ltimo el 24 de septiem-
bre, cuando una parte del clero nombró al diá cono Ursino como su suce-
sor y de inmediato le hicieron consagrar en la basí lica de Julio (Santa
Marí a del Trasté vere) por el obispo de Tí voli. Mientras tanto, la mayor
parte del clero se encontraba todaví a en San Lorenzo, en Lucina, ocupa-
dos con la elecció n de Dá maso, que de nuevo habí a abandonado el partido
de Liberio y conducí a a la victoria al del vencido (anti)papa Fé lix: prelu-
dio de meses de tumultos en la «santa» Roma, en la «capital de la religio-
sidad» (cf. Sozomenos). Se produjeron batallas en toda regla en calles y
plazas, las basí licas se inundaron de sangre. Aunque para Dá maso toda la
Iglesia cató lica era «una ú nica estancia de Cristo», la romana tení a algo
especial, «antepuesta a las otras Iglesias [... ] por medio de la palabra de
nuestro Señ or y Salvador en el Evangelio, que le ha concedido la prima-
cí a al decir: " Tú eres Pedro y sobre esta piedra quiero construir mi Igle-
Dá maso no olvidó recordar a san Pablo que «bajo el emperador

sia ».

Neró n alcanzó gloriosamente el mismo dí a que Pedro la corona del mar-
tirio», y mediante este doble «triunfo venerable» la Iglesia de Roma «se
habí a situado por encima de todas las otras ciudades del mundo entero.
Por tanto es la primera sede del apó stol Pedro la romana, que no tiene
ninguna mancha ni arruga de ningú n tipo [... ]». 34

Lo mismo en el añ o 382. Lo que ahora viene ya sucedió en el añ o 366
en la elecció n de papa, tras la que Dá maso «prosiguió la polí tica de re-
conciliació n iniciada por Liberio» (Seppeit, cató lico).

Primero, una horda armada con garrotes se abalanzó sobre los segui-
dores de Ursino, quienes todaví a estaban reunidos en la iglesia, por inci-
tació n de Dá maso que, segú n se dice, se habí a ganado a la multitud me-
diante una buena cantidad de dinero. Tres dí as lucharon sangrientamente
los cató licos por la basí lica de Julio, que ya la habí an defendido con Li-
berio. Dá maso, que se ocultaba en Letrá n con una guardia personal, hizo
que esbirros de la policí a sacaran a todos los clé rigos de su oponente y
los expulsó del cargo. Sin embargo, una parte del pueblo se los arrebató
y se atrincheró con ellos en el Esquilmo, en la basí lica Liberiana (Santa


Mana la Mayor). El 26 de octubre de 366 se lanzó sobre ellos la tropa de
matones papal, un montó n de carreteros, gentes del circo y sepultureros,
que el acaudalado pontí fice habí a contratado como mercenarios, rompie-
ron las puertas, prendieron fuego y bombardearon desde arriba a los en-
cerrados con tejas. Pues Dá maso, «este sacerdote de espí ritu divino y
sentido por las artes», «un gran cará cter», «liberó para la construcció n las
fuerzas del primitivo cristianismo tanto tiempo almacenadas» (Hü mme-
ler, con imprimá tur eclesiá stico). Al menos 137 hombres y mujeres, par-
tidarios leales de Ursino, perdieron «por la construcció n» su vida en el
recinto sagrado; segú n un informe ursiniano, fueron 160 personas, sin
contar los heridos graves que murieron a consecuencia de sus heridas, en
total cientos de ví ctimas, heridos, quemados. Pero, milagro de Dios, nin-
guno de los compinches de Dá maso murió, su «sentido piadoso-infan-
til», que tambié n ensalza el antiguo Diccionario de la Iglesia cató lico de
Wetzer-WeIte (una «enciclopedia» de doce tomos redactada «con la cola-
boració n de los má s notables sabios cató licos de Alemania», en cuya pri-
mera pá gina -difí cilmente puedo reprimir esto por amor a la siempre
predicada humildad- el obispo de Friburgo otorga, en 1847, «Nuestra apro-
bació n» y les autoriza «a imprimir la obra»: «Nos, Hermann von Vicari,
por la misericordia de Dios y la gracia de la sede apostó lica arzobispo de
Friburgo y metropolita de la provincia eclesiá stica de la Alta Renania,
gran cruz de la orden del Leó n de Zá hringen, portador de la cruz de
honor de primera clase de Hohenzollem-Hechingen y Hohenzollem-*
Sigmaringen [... 1, así concedemos Nos nuestra aprobació n a este primefí
tomo [... ]»).

El prefecto de la ciudad, Vivencio, integer et prudens pannonius, comoí
dice Amiano, era sin duda un hombre há bil, pero sin suficiente poder.
Así, respetando la divisa de no inmiscuirse en disputas de la Iglesia, dis-
frutó primero del espectá culo como espectador y despué s se retiró al so-p
siego y la seguridad de su casa de campo, mientras que los ursinianos en-í
tonaban letaní as fú nebres y la multitud, al parecer recordando el papell
desempeñ ado por Dá maso en la muerte de Feliciano, gritaba: «¡ Por quin-
ta vez Dá maso hace la guerra, fuera asesinos de la sede de Pedro! ». ^
Circularon tambié n diversos panfletos. Una publicació n del partido ursi-;

niano elogiaba al pueblo temeroso de Dios, «que por má s que mortificado
en las numerosas persecuciones no teme al emperador ni a los funciona-1
rios, ni tampoco al causante de todos los crí menes, al asesino Dá maso».
No hay que olvidar que este papa estuvo tambié n detrá s de los Edictos
sangrientos
del emperador Teodosio para combatir a los cristianos apó s-
tatas segú n é l, Dá maso, a los que incluso el estado apoyaba con todos sus
medios. 35

Naturalmente, el carnicero papal se convirtió en santo. Festividad:

11 de diciembre. Y para recuerdo permanente, como un estí mulo acá, una


intimidació n allá, se dio su nombre al patio representativo del palacio pa-
pal. Siempre recuerdo a Claude Adrien Helvé tius (1715-1771): «Si se
leen sus leyendas de santos, se encuentran los nombres de miles de asesi-
nos canonizados»; un amable empequeñ ecimiento del gran racionalista.
(Y si se me permite manifestar una preferencia personal: de todos los
santos só lo me gusta la vaca sagrada; pero todas las restantes vacas tienen
para mí la misma importancia. )36

Dá maso, que conquistó la nave de Pedro con ayuda del gobierno,
debe «dirigir ahora» con el timó n del Apó stol «lo que hemos recibido».
Aunque afirmaba hipó critamente «no ser merecedor de este honor», se
molestaba «sobremanera si no podí amos alcanzar la fama de su biena-
venturanza». Si bien se habí a ganado la batalla decisiva, su obispado fue
objeto de polé micas mientras se mantuvo en el cargo. Durante añ os se
produjeron desó rdenes, actos de violencia, torturas contra los clé rigos del
antipapa. Tambié n los luciferianos intrigaron; en vano intentó Dá maso
que el juez Bassus procediera contra ellos. Quedaban todaví a novacia-
nos, restos de marquinitas, montañ istas, gnó sticos valentinianos. El papa
atacó a los arrí anos y a los semiamanos, a los obispos «herejes» Ursacio,
Valente y Auxencio de Milá n, a los que hizo condenar, a la nueva «here-
jí a» del patriarca Macedonio (pneumatomaquí os), a los apolinaristas.
Tambié n los donatistas contaban desde hací a poco con representació n en
Roma, donde de todos modos cuatro «Iglesias» distintas, cada una de las
cuales tení a su propio obispo, se combatí an entre sí, y lucharon desde co-
mienzos del siglo iv contra el sexto obispo en la sucesió n. Dá maso prohi-
bió al presbí tero luciferiano Macario el desempeñ o de las funciones ecle-
siá sticas, y despué s de que por la noche celebrara un servicio religioso en
un domicilio privado, hizo que sus sacerdotes'y la policí a le sacaran (ofi-
cialmente), y maltratá ndole le llevaran hasta un juez civil. Puesto que ni
con amenazas Macario se pasó a Dá maso, fue llevado a Ostia, donde mu-
rió a consecuencia de sus heridas. Recordemos tambié n que san Dá maso
se negó a recibir durante el invierno de 381-382 a los obispos españ o-
les perseguidos Prisciliano, Instando y Salviano, a pesar de sus constan-
tes ruegos («Danos audiencia [... ], dá nosla, te lo pedimos vehementemen-
te [... ]»), y que Prisciliano, junto con sus ricos seguidores, entre ellos la
viuda Eucrocia, fue torturado y decapitado en Tré veris en 385, tras lo cual
la Inquisició n pasó a Hí spanla. Las reuniones y los servicios religiosos
de los ursinianos fueron disueltos por las tropas de asalto de Dá maso, in-
cluso en los cementerios. Ursino y sus compañ eros fueron desterrados por
el emperador Valentiniano I, primero a las Galias y despué s a Milá n, sin
que por ello dejara de instigar desde la lejaní a no só lo contra Dá maso
sino tambié n contra su sucesor. Cuando en 367 el emperador le autorizó
a volver, se produjeron nuevas luchas, tras lo cual fue expulsado para
siempre, interná ndosele en Colonia. No obstante, la disputa continuó mien-


tras que vivió Dá maso. Todaví a en 368, la mayorí a del sí nodo romano se
negaba a excomulgar al antipapa Ursino, por muchas que fueron las pre-
siones y promesas de Dá maso. «No nos hemos reunido para condenar a
alguien sin escucharle. »37

El papa era sospechoso en muchos aspectos; demasiado sospechoso.
Y má s que sospechoso.

En 371 se acusó a Dá maso de adulterio.

Aunque el «lisonjeador del oí do de las damas», cuyo propio padre era
sacerdote (en San Lorenzo), estaba en estrecho contacto con mujeres ri-
cas, era tambié n autor de algunos tratados (no conservados) sobre la vir-
ginidad y, segú n Jeró nimo, muy experimentado en estas lides, era maes-
tro virgen de una Iglesia virgen; un clé rigo que predicaba tambié n a los
clé rigos «conservar casto el lecho», «generar hijos para Dios» (una for-t
mulació n quizá de doble sentido), que ordenaba una abstinencia perma-i
nenie, ya que «lo santo está destinado a los santos», «la unió n camal sig-;

nifica suciedad», el sacerdote que vive «sin castidad» se sitú a «al mismo'
nivel que los animales» y no merece el nombre de sacerdote. ¿ Podí a ser
adú ltero un papa tal como é ste? ¿ Un hombre «adornado con todo tipo de
virtudes», que con su santa conducta se habí a hecho un «monumento
eterno», como elogia el obispo Teodoreto? ¿ Un hombre del que Gró ne
confiesa, en la ú ltima frase de su capí tulo dedicado a é l: «Ya sus contem-
porá neos le veneraban como a un santo y todaví a hoy el pueblo italiano
le dirige sus plegarias contra la fiebre»? 38

A pesar de todo, el judí o Isaac, que se habí a convertido pero que vol-
vió despué s a la sinagoga, acusó a Dá maso (y al parecer no le dejó en paz
hasta su muerte, en 381) no só lo de adulterio sino de toda una serie de
graves crí menes. En efecto, incluso se le acusaba de asesinato. «A tanto !
llegó a atreverse el partido de Ursino», se quejaban má s tarde, «que em-
pujados por el judí o Isaac [... ] se pidió la cabeza de nuestro santo herma-
no Dá maso». Y puesto que se le incriminaba aunque el emperador le res-
paldara, debí a de haber cargos muy graves. Mediante su enviado espe-
cial, el prefecto Maximino (ejecutado en 376 y al que Amiano compara
con una bestia cirquense suelta), Valentiniano I inició investigaciones y
despué s entabló un proceso, en el curso del cual se torturó tambié n a al-
gunos testigos, clé rigos convocados, pero al final se suspendió el proce-
dimiento. Esto no se debió en realidad a la intervenció n del clé rigo antio-
queñ o Euagrios, amigo de juventud del emperador, sino porque desde el
principio el gobierno estaba a favor de Dá maso y ahora no podí a hacerle
caer frente al partido contrario a causa de una demanda criminal. Valenti-
niano ensalza a Dá maso, llamá ndole «ví rum mentí s sanctissimae».

No obstante, su reputació n quedó tan quebrantada que siete añ os des-
pué s, en un sí nodo en Roma que é l mismo dirigió, hizo que se le rehabi-
litara y que se condenaran como calumnias las acusaciones contra é l. ¡ Y


precisamente este sí nodo fue el que procuró sustraer al obispo romano de
la jurisdicció n estatal! ¡ Intentó al mismo tiempo que el Estado colaborara
en la ejecució n de los veredictos eclesiá sticos! Consideraba ya al «brazo
terrenal», que el Santo Padre proyectaba lejos de sí, como el ó rgano eje-
cutor de la Inquisició n. Los clé rigos de toda Italia que incumplieran la
sentencia de un tribunal eclesiá stico debí an ser llevados en segunda ins-
tancia ante el obispo de Roma, con ayuda de las autoridades. Para los
restantes eclesiá sticos de Occidente, los metropolitas eran competen-
tes en la segunda instancia, y para los procesos de los metropolitas el
obispo de Roma o el juez por é l nombrado. «Vuestra piadosa Majestad
-se decí a en la petició n a la que tambié n contribuyó san Ambrosio- ten-
ga a bien ordenar que cualquiera que haya sido condenado por sentencia
del obispo romano y quiera conservar ilegalmente su iglesia [... ] sea
mandado buscar por los prefectos de Italia o el vicario imperial de Roma
o que se presente a los tribunales que invoque el obispo romano [... ].
Pero quien haya sido excluido de ese modo y si no teme al juicio de Dios,
al menos sea obligado por la fuerza del Estado, para no multiplicar sus
pecados [,.. ]. »39

El arrogante tanteo de Dá maso tuvo é xito. El todaví a jovencí simo em-
perador, sometido a estricta tutela por parte del clero, en especial de
Ambrosio, aceptó casi literalmente el encargo del sí nodo y le confirió
fuerza legal. En efecto, Graciano era en un punto má s papista que el
papa. Dispuso que la colaboració n de los funcionarios imperiales para la
ejecució n de las sentencias episcopales no fuera só lo para Italia, sino
para todo el Imperio romano de Occidente. Bien es cierto que todo esto
era má s sobre el papel, pues el patriarca de Roma no disfrutaba todaví a
en Occidente de la posició n que ocupaban los patriarcas de Oriente den-
tro de su patriarcado. 40

Pero incluso un padre de la Iglesia, el santo obispo Basilio, «el Gran-
de», se quejaba amargamente de este papa. Le llamaba ciego y arrogante,
te considerba presuntuoso sobre un «trono altivo» y se lamentaba de que
cuando una vez tuvo que pedirle algo, el soberbio «se comportaba toda-
ví a má s altanero cuando se le trataba amablemente». En Occidente, es-
cribe Basilio, «no conocen la verdad ni quieren saberla», afirmando in-
cluso que «discutí an con las personas que les decí an la verdad y que
autorizaban hasta la herejí a». Por el contrario, san Jeró nimo, que siempre
sabí a extender sus velas al mejor viento (tambié n un gran intrigante, em-
bustero, falsificador de documentos y predestinado a ser patró n de las fa-
cultades cató licas de teologí a), lisonjeaba a este papa. Quien estaba liga-
do a la sede de Pedro, escribí a Jeró nimo, era su hombre. «No siguiendo a
ningú n otro guí a que a Cristo, me adhiero a la comunidad con tu santi-
dad, o sea, con la cá tedra de Pedro; sé que sobre esta roca se construyó la
Iglesia. »41


El empeñ o belicoso de Jeró nimo se recibió con bené volo agrado entre
los jerarcas gobernantes en Roma, adonde viajó el padre de la Iglesia en
el añ o 382. Pronto desempeñ ó un papel importante con Dá maso, sirvié n-
dole de secretario y escribano secreto, llegando a redactar é l mismo «las
decisiones a las consultas sinodales procedentes de Oriente y Occiden-
te», apostrofando al papa como «luz del mundo y sal de la Tierra» y adu-
lando: «Ahora sale en Occidente el sol de la justicia». Apoyó tambié n la
lucha de Dá maso contra los luciferianos. Y aunque Jeró nimo habí a ala-
bado al principio a san Lucifer de Cagliari como salvaguardia de la orto-
doxia, en Roma, en la é poca en que se masacraba al clé rigo Macario, se
puso de inmediato contra los seguidores del obispo sardo y le dedicó una
serie de escritos muy sospechosos, simplemente por caer del agrado del
viejo papa, cuyo puesto esperaba ocupar. (Pero en lugar de é l le sucedió
san Siricio, al que Jeró nimo criticó severamente durante añ os. ) Sin em-
bargo, los partidarios de Lucifer acusaron poco despué s de 380 a Dá maso
de «adoptar la autoridad de un rey {accepta auctoritate regali), perseguir
a clé rigos y laicos cató licos y enviarlos al exilio». 42

Поделиться:





Воспользуйтесь поиском по сайту:



©2015 - 2024 megalektsii.ru Все авторские права принадлежат авторам лекционных материалов. Обратная связь с нами...