León I persigue a pelagianos, maniqueos y priscilianistas, pero predica el amor a los enemigos
Leó n I jugó ya un papel decisivo en la ruina personal de Juliá n de Ecla-
no, el gran antagonista de san Agustí n. Pues segú n un informe de Pró spero,
el que Sixto III no reinstaurase en su sede al acosado Juliá n, en 439, se de-
bió a la intervenció n del diá cono Leó n. El mismo que lo volvió a condenar
má s tarde (capaz, tambié n, de apremiar al emperador Marciano para que
confinase a una comarca aú n má s remota al ya desterrado Eutiques). 43
El primer ataque de Leó n, una vez papa, lo dirigió contra los pelagia-
nos de Venecia. El obispo Sé ptimo de Altinum le habí a denunciado que
en la dió cesis de Aquilea habí a clé rigos parciales de Pelagio y Celestio
que habí an sido admitidos en la Iglesia sin previa retractació n. Leó n ala-
bó al sufragá neo, mientras que censuró acremente al metropolitano, pues
por la laxitud del pastor habí an penetrado en el rebañ o del Señ or «lobos
en piel de oveja». Le amenazó con desatar contra é l la á spera ví a apostó -
lica, si persistí a en su tibieza, y le urgió para que condenase el «error», la
«soberbia de la extraviada doctrina», la «grave enfermedad» (pestilentiam),
para que «erradicase esta herejí a». 44
El papa persiguió a los maniqueos desde el 443 con un talante casi in-
quisitorial.
Pues, segú n escribió por entonces, «en todas las herejí as hallaba algo
verdadero en uno u otro aspecto», pero en el dogma de los maniqueos no
hallaba ni lo má s mí nimo, que pudiera siquiera ser tolerado. Todo era
malo en ellos. Mani mismo era un «embaucador de desdichados», el ser-
vidor de una «superstició n impú dica»; su doctrina una auté ntica «fortale-
za del diablo», quien imperaba allí «soberanamente, no ya sobre una es-
pecie de depravació n, sino sobre todas las má s inimaginables necedades
e infamias en su conjunto. Toda la pecaminosidad pagana, toda la perti-
nacia de los judí os, hombres " de pensamientos camales", todo lo prohi-
bido en las doctrinas ocultas de la magia, todos los sacrilegios y blasfe-
mias reunidas en la totalidad de las herejí as, todo ello ha venido a desem-
bocar en esta secta como en una especie de letrina, juntamente con toda
la inmundicia restante». Leó n encarece: «No hay en ellos nada santo,
nada puro, nada verdadero», «todo va envuelto en tinieblas y todo es en-
gañ oso»; má s aú n, «el nú mero de sus crí menes es mayor que el nú mero
de palabras de que podamos disponer para su menció n». 45
Hipé rboles, generalizaciones y absolutizaciones que hablan por sí
mismas.
El maniqueí smo (vé ase vol. 1), que sobre el trasfondo de un monismo
trascendental divide el mundo de las apariencias segú n un dualismo rigu-
roso es, en virtud de sus elementos budistas, iranios, babilonios, del ju-
daismo tardí o y cristianos, un universalismo sincré tico, una religió n uni-
versal que se extendí a desde Españ a hasta China. Objeto, a menudo, de
á spero rechazo por su pretensió n de validez exclusiva, só lo fue religió n
de Estado en el reino uigur (paleoturco) de Mongolia, desde el añ o 763
hasta el 814. Los emperadores cristianos persiguieron una y otra vez este
culto como la má s peligrosa de todas las herejí as, si bien Diocleciano
se les anticipó al combatirlo ya legalmente. Ya el cató lico Teodosio I, que
por lo demá s hizo derramar la sangre como si fuera agua, amenazó con la
pena de muerte a los adeptos del maniqueí smo, despué s que toda una se-
rie de padres de la Iglesia hubiesen escrito contra el mismo. Especial-
mente fecundos fueron al respecto Efré n y Agustí n (vé ase vol. 1), quien
durante casi diez añ os nada menos habí a sido, é l mismo, maniqueo. 46
Despué s que los vá ndalos conquistaron Cartago (439), muchos mani-
queos huyeron a Italia, especialmente a Roma, mezclados entre la masa
de fugitivos africanos. Leó n los atacó allí repetida y enconadamente ca-
lificá ndolos de «cá ncer corrosivo», de «sumidero fecal» y en su «solici-
tud» (Grisar, S. J. ) mandó seguir sus pasos, detenerlos y, probablemente,
atormentarlos. Tambié n encarceló al obispo maniqueo (a nobis tentus),
forzá ndolo a confesar. En diciembre de 443 hizo que un tribunal de
senadores, obispos y sacerdotes cristianos, presidido por é l mismo, inte-
rrogase a cierto nú mero de electi y de electae («escogidos» y «escogidas»,
a quienes no les era lí cito matar a ningú n ser viviente, ni dañ ar a las plan-
tas, ni tener comercio sexual, mientras que los auditores sí que podí an
casarse). El papa puso al descubierto sus «depravaciones»; tambié n su
impudicia ritual cometida en una muchachita al objeto de liberar las par-
tí culas divinas de luz í nsitas en el semen humano. Pues tanto Leó n, el
santo, como Agustí n tambié n santo, (non sacramentum, sed exsecramen-
tum) apuntaron con su dedo «hacia la lascivia maniquea como tal» (Grill-
meier, S. J. ). Leó n ordenó recoger los escritos de los malditos y quemar-
los pú blicamente. Algunos, capaces aú n de «enmienda», tuvieron que
abjurar, fueron sometidos a punició n eclesiá stica y arrancados de «las
fauces de la impiedad». A aquellos a quienes «ningú n remedio» podí a ya
salvar, el papa los hizo condenar por jueces «temporales», «segú n los
decretos de los emperadores cristianos» a destierros de por vida [! ] (per
pú blicos iudices perpetuo sunt exsilio relegati). Durante el interrogatorio
hizo ademá s investigar los datos personales de maniqueos forá neos for-
zá ndolos a declarar acerca de sus maestros, sacerdotes y obispos en otras
provincias y ciudades. Ademá s de ello, el 30 de enero de 444, ordenó a
todos los prelados de Italia seguir los rastros y echar mano a todos los
maniqueos que se hubiesen escabullido. A este efecto adjuntaba las actas
procesales de Roma para que sirvieran de directiva, de estí mulo y de emu-
lació n. Finalmente extendió su caza «policial» de herejes hasta Oriente. 47
Y no só lo eso. Ademá s incitó a los seglares a denunciar, a fisgar, a ha-
cer de soplones, a una actividad que bené ficamente florecerí a despué s en
la Iglesia medieval, en el transcurso del exterminio de los heterodoxos,
de la «brujas». «¡ Desplegad, pues, el santo celo que exige de vosotros el
cuidado de la religió n! », exclamaba; y ordenaba así: «Que denuncié is ante
vuestros sacerdotes a los maniqueos que se ocultan por doquier». Exigí a:
«Poned al descubierto los escondrijos de los impí os y abatid en ellos al
mismo demonio, de quien son sus servidores. Pues, dilectí simos, si bien
es cierto que todo el orbe y toda la Iglesia en todas las regiones deben to-
mar las armas de la fe contra tales hombres, sois precisamente vosotros
quienes debé is distinguiros por vuestro brí o [... ]». 48
Este mismo Leó n, que actuaba ya casi como un inquisidor medieval,
podí a, inperté rrito, repetir hasta la saciedad sus manidas sentencias cris-
tianas exigiendo indulgencia, mansedumbre, amor al pró jimo, evitació n
de la pugnacidad y renuncia a la venganza. Era capaz de predicar una y
otra vez farisaicamente: «Y como no hay nadie que no caiga en falta, sa-
bed tambié n perdonar». «No seamos tan reacios a conceder lo que con
tanto gusto nos concedemos a nosotros mismos. » «Desechad toda ene^
mistad entre los hombres por medio de la mansedumbre [... ] " no devol-
viendo a nadie mal por mal" y " perdoná ndoos unos a otros como Cristo
nos perdonó tambié n a nosotros". » «Cese toda venganza [... ]. » «¡ Cesen,
pues, todas las amenazas! » «Que el cruel rigor se tome clemencia y la
iracundia suavidad. » «¡ Que todos se perdonen recí procamente sus fal-
tas! » «Recemos, pues: " Perdó nanos nuestras deudas así como nosotros
perdonamos a nuestros deudores". » El papa acentú a enfá ticamente al res-
pecto: «Con ello no nos referimos ú nicamente a aquellos que nos son
allegados por la amistad o el parentesco, sino realmente a todos los hom-
bres, a los que nos une la naturaleza, sean enemigos o aliados, libres o es-
clavos». 49
¡ Pero no a los herejes! ¡ No a los maniqueos! ¡ No a los pelagianos!
¡ No a los priscilianistas! ¡ No a los judí os! ¡ No a todo el que siga un credo
distinto! ¡ Ni a los no creyentes en general, «... a todos los hombres»! ¡ Pa-
pel, papel, papel! Toda la hipocresí a de esta Iglesia, su «Buena Nueva»
de dientes rechinantes, su «amor a los enemigos», que devora hecatom-
bes, su repulsiva palabrerí a sobre la paz; todo eso es lo que aquí se palpa.
La repugnante doblez, la mendacidad que recorre toda su historia; que
estigmatiza toda su historia; que hace escarnio de sí misma; que se pone
a sí misma en la picota; que se redude a sí misma al absurdo. ¡ Desde la
Antigü edad hasta hoy! ¡ El evangelio del verdugo!
O dicho de otro modo, de Leó n Magno.
El papa vuelve con inusitada frecuencia y casi siempre con crispada
irritació n a la cuestió n maniquea. Con los mismos vituperios caracteriza
una y otra vez a estos hombres como instrumentos de Satá n, como pará -
sitos dañ inos, falsificadores de la Escritura, como «gente obtusa [... ] que
en su ciega ignorancia o llevados por sus sucios apetitos se inclinan hacia
cosas que no son santas sino abominables». 50
Aunque el «sentimiento comú n del pudor» impida a Leó n «entrar en
má s detalles», se demora gustoso en esas «cosas», en las «acciones per-
versas» que «los deleitan; que maculan cuerpo y alma; que no respetan ni
la pureza de la fe, ni la decencia», «de aspecto obsceno». A este respecto
advierte -y ofende a la par- «ante todo» a las mujeres para que no traben
conocimiento con gente semejante ni se diviertan con ella: «¡ Para que no
caigá is en los lazos del demomo, mientras vuestro oí do se recrea candi-
damente con sus historias fabulosas [... 1. Pues como Satá n sabe que sedu-
jo al primer hombre a travé s de la boca de una mujer [! 1 y gracias a la
credulidad de la mujer expulsó a todos los hombres de la dicha del paraí -
so, tambié n ahora acecha a vuestro sexo con confiada astucia [... ]». 51
A la par que advierte a las mujeres, las difama siguiendo una vieja
tradició n cultivada por los cristianos má s insignes de la Antigü edad: por
Pablo, Juan Crisó stomo, Jeró nimo y Agustí n. Que las mujeres está n des-
tinadas «primordialmente» a satisfacer la lascivia de los hombres, tal y
como enseñ a el santo Crisó stomo, era algo que el papa podí a observar
por sí mismo entre los maniqueos, pues é stos revelaron, en efecto, a su
tribunal «un hecho depravado, cuya sola menció n causa vergü enza» Pero,
pese a todo, lo menciona. Es má s, fue é l quien dirigió la investigació n
acerca del mismo «tan meticulosamente que disipó la menor duda inclu-
so en aquellos má s bien reacios a creer la cosa y tambié n en los consabi-
dos criticastros. Estaban presentes todas las personas con cuya complici-
dad pudo cometerse el hecho abominable: una muchacha de diez añ os de
edad como má ximo, naturalmente, y dos mujeres encargadas de desnu-
darla y disponerla para la impú dica obra. Tambié n estaba presente el jo-
ven, de edad apenas adolescente, que habí a desflorado a la muchacha, y
su propio obispo, de quien partió la orden de tan execrable delito. Toda
esa gente declaró lo mismo y con idé nticas palabras. A raí z de ello se
pusieron al descubierto abominaciones que nuestros oí dos apenas si po-
dí an escuchar. Nos dispensa «de tener que herir los oí dos má s castos
con palabras má s claras la prueba de las actas, de las que se despren-
de, con toda claridad, que esta secta carece de la má s mí nima decencia,
del má s mí nimo decoro, del má s mí nimo pudor, y que su ley es la menti-
ra, su religió n, el demonio; su sacrificio, la desvergü enza». 52
Finalmente, el papa Leó n obtuvo del emperador Valentiniano, el 19
de junio de 445, un rescripto má s severo para el mantenimiento del «or-
den pú blico», que restablecí a los antiguos castigos ordenando tratar a los
maniqueos como profanadores de un santuario, privá ndolos en todo el
Imperio de derechos y honores civiles y calificando al maniqueí smo de
«publicum crimen», condenable «toto orbi». Segú n el decreto, todo el que
les concedí a cobijo se hací a culpable de los mismos delitos. Los có mpli-
ces perdí an tambié n la posibilidad de estipular contratos y el derecho de
herencia activo y pasivo, entre otras cosas. En la introducció n se dice que
«los delitos de los maniqueos recientemente descubiertos no merecen
ninguna indulgencia. No hay desvergü enza, por monstruosa, innombra-
ble e inaudita que sea, que no haya sido puesta al descubierto por el tri-
bunal del muy bienaventurado papa Leó n sobre la base de confesiones
propias, hechas, con toda franqueza, ante el ilustre senado [... ]. No pode-
mos por menos de tomar conciencia de todo ello, ya que no cabe permi-
tirse una actitud laxa ante tan abominables ofensas contra la deidad».
Esta orden imperial de persecució n de los maniqueos, que muestra una
vez má s el estrecho engranaje entre la Iglesia y el Estado, entre derecho
y religió n, entre res romana y Ecciesia, se redactó en la cancillerí a papal y
el mismo papa tuvo «parte determinante» en ello, como escribe el jesuí ta
H. Rahner despué s de celebrar, pocas lí neas má s arriba, «el sutil equili-
brio de Leó n entre el má s acá y la huida del mundo» y antes de celebrar,
a rengló n seguido, «el amor, tan ensalzado por Leó n», «la humanidad de
Leó n, auté ntica proeza secular». En realidad, la ley antimaniquea, pro-
mulgada a instancias suyas, era «de una dureza draconiana» (el cató lico
Ehrhard), persiguiendo a los maniqueos «hasta en los má s recó nditos es-
condrijos» (el cató lico Stratmann). 53
Este mismo Leó n, capaz de instigar al Estado a una persecució n bru-
tal era asimismo capaz de exigir de aqué l una noble indulgencia y hasta
el perdó n. «¡ El rigor del dominio sobre nuestros subditos debe ser atem-
perado y toda represalia por un delito, suprimida! ¡ Alé grense los infracto-
res de haber llegado a ver estos dí as en que, bajo el dominio de prí ncipes
pí os y temerosos de Dios, son condonados hasta los má s duros castigos
pú blicos! Remita toda clase de odio [... ]. » Ese mismo Leó n, capaz de
azuzar al Estado a que juzgue, destierre, encarcele y mate a los herejes,
podí a, por otra parte, implorar así, en el tono del cristianismo má s evan-
gé lico: «¡ Remita toda venganza y olví dese toda ofensa! »... «De modo que
si alguno estaba poseí do de espí ritu vindicativo contra alguien hasta el
punto de arrojarlo a la prisió n o hacerlo aherrojar, procure de inmediato
su liberació n ¡ y no só lo en el caso de su inocencia, sino incluso cuando
parezca merecer el castigo! » Ese mismo Leó n era capaz de exclamar: «Que
nadie nos sienta como opresores [... ]». Y sabí a que Jesú s prohibí a que se
le defendiera «armas en mano contra los impí os». 54
¡ Papel, papel, papel!
La entrega de los maniqueos, por parte del papa, a la jurisdicció n cri-
minal del Estado respondí a ciertamente a las normas jurí dicas, a las leyes
imperiales relativas a los «herejes». Lo nuevo radicaba en la estrecha
cooperació n entre tribunales eclesiá sticos y temporales. Y al igual que
podemos decir que la decapitació n de Prisciliano y sus compañ eros cons-
tituye el primer hecho sangriento contra los «herejes», podemos asimis-
mo calificar los ataques de Leó n contra los maniqueos de primer proceso
«inquisitorial» aunque ello no sea cierto desde una perspectiva estricta-
mente jurí dica. 55
El inglé s T. Jalland, bió grafo de Leó n, estima que el modo de proce-
der de é ste no só lo arroja luz sobre su cará cter, sino que califica asimis-
mo su persecució n de los maniqueos de «the first known example of a
partneship between Church and State in carriyng out a policy ofreligious
persecution». Hasta entonces, só lo el Estado habí a reprimido a los hete-^
rodoxos. Ahora, por vez primera, la Iglesia asumí a esa tarea en la perso-
na del papa. Con todo, hay que recordar al respecto la persecució n con-
junta de priscilianistas, donatistas y arrí anos, de paganos y judí os, ya en
el siglo iv, aunque hasta ahora ningú n papa se habí a comprometido per-
sonalmente de forma tan inquisitorial. 56
Pocos añ os despué s de la expulsió n de los maniqueos de la ciudad de
Roma, Leó n se lanzó a la lucha contra los priscilianistas en Españ a. El
obispo local de Astorga (Asturia Augusta), Toribio, habí a constatado en
445, a raí z de un viaje de inspecció n, que aquellos subsistí an aú n, denun-
ciando en diecisé is capí tulos sus principales herejí as. 57
Las notificaciones del obispo españ ol eran relativamente correctas y
en todo caso habí a informado al papa de forma considerablemente má s
objetiva de lo que se desprende de la respuesta de é ste. Pues Leó n «com-
primió las objetivas notificaciones en su esquema y trazó con ello una
imagen distorsionada del priscilianismo: los priscilianistas fueron homo-
logados a los maniqueos» (Haendier). 58
Realmente, el romano volví a a generalizar aquí de un modo aná logo.
Lo que no es papista es, sin má s, diabó lico. De nuevo despotrica contra
esta «abyecta herejí a», esta «secta abominable», «esta impí a locura» que,
una vez má s, «arruina toda moralidad, suprime todo ví nculo matrimonial,
aniquila todo derecho divino y humano». Cierto que ya antañ o, en 385, la
primera ejecució n de cristianos a manos de cristianos en Tré veris (vé ase
vol. 1) habí a indignado todaví a a la cristiandad y la sentencia de muerte
halló «un eco inequí vocamente negativo incluso entre los obispos [... ]
má s notables» (el cató lico Baus). El, ¡ ay!, tan humano y moderado Leó n,
que tan farisaicamente clamaba por la conmiseració n, la supresió n de
toda venganza, de toda amenaza, de todo odio; el elocuente proclamador
del perdó n, de la Buena Nueva destinada a todos los hombres, del amor
al pró jimo y a los enemigos; el hombre que enseñ aba que Cristo no que-
rí a verse defendido por manos armadas, ese hombre se siente a la sazó n
dichoso por el atropello de Tré veris, justifica apasionadamente la liqui-
dació n de Prisciliano y de sus compañ eros. «Con razó n (mé rito) desple-
garon nuestros padres, en cuya é poca irrumpió esta impí a herejí a, todos
los medios en toda la amplitud del orbe para extirpar de la Iglesia hasta el
ú ltimo resto de esta impí a locura. Tambié n los monarcas terrenales abo-
rrecieron de tal modo este criminal desvarí o que abatieron a su creador y
a muchí simos [! ] (plerisque) de sus discí pulos con la espada de las leyes
pú blicas. Leó n «Magno» no se recata al respecto de subrayar, hasta con
cierto cinismo, la oportunidad de semejante asesinato de «herejes»: «Este
rigor benefició por mucho tiempo a la clemencia de la Iglesia, que, aun-
que satisfecha con el tribunal obispal, evita castigos cruentos, apoyá ndo-
se no obstante en la severidad de los prí ncipes cristianos. Pues aquellos
que temen los castigos fí sicos se acogen con frecuencia a los remedios
espirituales». Leó n convocó en Galicia una asamblea eclesiá stica contra
los priscilianistas, sin poder, desde luego, erradicarlos del todo. Todaví a
un siglo má s tarde, el Sí nodo de Braga (capital de los suevos en los si-
glos v y vi) lanza nada menos que diecisiete anatemas, basados en la ini-
ciativa de Leó n, contra los priscilianistas, que, al parecer, eran todaví a
muy numerosos en Españ a, y urge a los obispos para que combatan má s
ené rgicamente la «herejí a». 59
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