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La hora «estelar de la humanidad»




La gloria má s esplendorosa la alcanzó Leó n en 452, cuando los hunos
con Atila a su cabeza irrumpieron en la Italia septentrional a travé s de los
pasos, no vigilados, de los Alpes Julianos y tras librar la dura batalla de
los Campos Catalá unicos, una de las grandes carnicerí as de la historia
europea. Los hunos asolaron y saquearon aquellas regiones, expugnando
Aquilea, Milá n y Paví a. Su rey Atila era, juntamente con Genserico -con
quien siempre mantuvo contacto y colaboró con é xito- uno de los caudi-
llos má s notables de su tiempo. A despecho de ello, ya entonces se abri-
gaba el sentimiento de que los hunos -como pasaba en la Alemania nazi^
con los rusos- eran una especie de subhumanos. Má s bien pequeñ os, de
crá neos alargados -así los describen los cronistas latinos-, ojos oblicuos
y piel oscura, cubiertos de pieles y avanzando como diablos, montados
sin silla en sus pequeñ os caballos salvajes y sembrando el terror y la
muerte... «¡ Que Jesú s siga manteniendo semejantes bestias fuera del orbe
romano! », rezaba san Jeró nimo. Con todo, el añ o 452, algunos legados
imperiales (el có nsul del añ o 450, Avieno, el antiguo prefecto, Trigecio y
el mismo obispo Leó n), acudieron presurosos hacia el agresor y en Min-
cio, junto a Mantua y entre el lago de Garda y el Po, le rogaron que se
retirara, a raí z de lo cual Atila, el «Azote de Dios», desistió de seguir su
avance.

Este asunto ha hecho derramar mucha tinta. Y no es casual el que
posteriormente reinase un silencio casi absoluto acerca de los otros dos
legados. Tanto má s se habló, en cambio, de Leó n, quien, sorprendente-
mente, só lo hace una ú nica y breve referencia a este asunto. Se le exaltó


-lo que má s bien constituye leyenda cristiana que historia- como libera-
dor de Italia frente a las hordas de los hunos. Se llegó incluso a decit que
durante la alocució n que el papa dirigió a Atila los apó stoles Pedro y
Pablo aparecieron suspendidos en el aire para apoyar a Leó n. Rafael plas-
mó (1512-1514) aquella «hora estelar de la humanidad» (Kü hner) en un
famoso fresco de la Stanza d'EUodoro en el Vaticano. Algardi ornó con la
misma escena el altar funerario de Leó n (bajo Inocencio X). En cambio,
cuando el padre de Casiodoro (conspicuo hombre de Estado bajo Teodori-
co el Grande y despué s monje) y Carpilio, el hijo de Aecio, consiguieron,
una vez má s, la retirada del ejé rcito de los hunos mediante otra legació n
petitoria no se hicieron tantos aspavientos. Y en Mantua no fue de hecho
la lengua de Leó n, por muy elocuente que fuese, la que detuvo a Atila,
sino -como era de esperar para un hombre de su talante, a quien un obispo
romano difí cilmente podí a infundirle má s respeto que un senador- cosas
de naturaleza muy distinta: la falta de ví veres para sus soldados y caba-
llos, las diversas epidemias en el ejé rcito, los disturbios en su retaguardia,
el peligro de un avance sin cobertura, la dificultad de operar con la caba-
llerí a en las regiones montañ osas de la Italia central, el inminente ataque
de la Roma de Oriente en Panonia, el reino huno. Tal vez, tambié n, el re-
cuerdo de la muerte de Alarico despué s de la conquista de Roma. 68

En todo caso a lo largo de los siglos siguientes hubo muchos prí nci-
pes cató licos a quienes muy a menudo les importaron un comino los inte-
reses papales y ¡ ¿ habrí a sido el papa respetado precisamente por Atila y
motivado en é ste resoluciones tan significativas, tan preñ adas de conse-
cuencias?! ¿ Debemos creer, como Pró spero de Tiro, que la «presencia
del má s alto prí ncipe eclesiá stico [! ]» produjo tal alegrí a al rey de los hu-
nos que «é ste desistió de proseguir la guerra, prometió mantener la paz y
se retiró a las regiones del Danubio? ». 69

De ahí que, por parte cató lica, todaví a hoy se siga exaltando a Leó n
como salvador de Europa y el siglo v como «un momento crucial para
Occidente y la Iglesia». Pues, «en el mar embravecido de la invasió n de
los bá rbaros, Leó n se mantuvo firme como una roca ante el oleaje». Uno
se siente casi tentado de denominarlo «papa de la Acció n Cató lica». Y
para «profundizar» en su conocimiento, el teó logo cató lico J. Puchs apor-
ta en su libro el «Grá fico 19 A. El papa Leó n " Magno" defiende a los
hombres en el á mbito natural: salvando a la humanidad de su aniquila-
ció n a manos de los hunos [... ]». Y exactamente enfrente, en la pá gina si-
guiente, el «Grá fico 19 B. La Iglesia defiende nuestra dignidad humana
previniendo contra el comunismo». Así se conjuntan las cosas en este Co-
mentario para catequistas en el que «la referencia al Corpus Christi Mys-
ticum refulge por doquier» (O. Berger): sin duda en una perspectiva ade-
cuada al momento histó rico. 70

Atila regresó a Panonia y murió de improviso, ya al añ o siguiente,


en 453, en el lecho nupcial de una germana, probablemente la bella prin-
cesa burgunda Ildico, en medio de la embriaguez y del agotamiento amo-
roso: una de las noches de bodas de la historia y de la literatura mundiales.
Para los hunos, dice H. Schreiber en su biografí a de Atila, «una auté ntica
muerte de huno, una muerte de rey». Pues aunque fuesen impá vidos jine-
tes, tambié n poseí an «suficiente sabidurí a y arte de vivir para reputar por
feliz a quien morí a en plena efusió n gozosa». Con razó n se admira Schrei-
ber de que los hunos no hicieran la menor recriminació n a la muchacha.
«Apenas mil añ os despué s-, Ildico habrí a sido tenazmente torturada hasta
hacerle confesar que era una bruja causante de la muerte de Atila me-
diante un maligno filtro amoroso. »71

Por lo visto el amor de ambos era tan conocido en el entorno del rey
que la sospecha de homicidio ni siquiera llegó a pasá rseles por la mente.
En la tradició n bizantina, por el contrario -la tradició n del oeste-, las
acusaciones de asesinato proliferaron con exuberancia, tanto en las cró ni-
cas monacales como en las sagas heroicas. 72

Por el pí o Occidente circulaban en general, y no por casualidad, ideas
muy deformadas o falsas acerca de los hunos. Naturalmente debelaron a
pueblos enteros en sangrientas luchas, pero despué s no los esclavizaron
privá ndolos totalmente de sus derechos, como tan frecuentemente hací an
los cristianos (cuyos campesinos tení an a veces má s simpatí as por los tur-
cos que por sus amos cristianos). Los grupos é tnicos integrados en el rei-
no huno obtuvieron una equiparació n total hasta el punto de que fueron,
en ciertos casos, preferidos a las tribus del este. «É se es un fenó meno
excepcional en la historia del desarrollo humano», escribe M. de Ferdi-
nandy, y, «sin embargo, sumamente fá cil de explicar: para el nó mada vic-
torioso el enemigo vencido se transforma inmediatamente en amigo si no
falta a su palabra o se convierte en traidor [... 1. El dirigente de un pueblo
vencido o que se someta voluntariamente es nombrado miembro del
Consejo del Gran Khan. Y eso no es puro formalismo. El rey ostrogodo
Balamiro se convirtió en el má s í ntimo de los amigos de Atila. El rey de
los Gé pidos, Ardarico, se convirtió ademá s en su sucesor designado [... ].
Los pueblos germá nicos han permanecido fieles al recuerdo de su gran
dominador de otrora [... ]». Por lo demá s Atila era un hombre que tam-
bié n luchó «con la espada de Dios», del Dios de los hunos, claro está. 73

Tres añ os má s tarde. Leó n I fue incapaz, sin embargo, de impresionar
de modo especial a los vá ndalos.

Por aquel entonces, Petronio Má ximo, hizo abatir pú blicamente a gol-
pe de espada al emperador Valentiniano III, mancillador de su honor fa-
miliar, obligando a su viuda, Eudoxia, a casarse con é l. É sta, sin embar-
go, llamó al rey de los vá ndalos, Genserico, cuya flota apareció de allí a
poco en la desembocadura del Tí ber. ¡ El pá nico se apoderó de Roma!
Leó n salió ahora al encuentro de los vá ndalos, pero aqué lla no fue ya una

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«hora estelar». Los invasores saquearon la ciudad -sin asesinar ni incen-
diar- durante 14 dí as y... en toda regla. El mismo papa tuvo que entregar
con su propia mano los cá lices má s preciosos. El emperador Má ximo y
su hijo murieron durante su fuga (que Genserico les concedió ): Má ximo,
probablemente, a manos de un miembro de su guardia personal. Padre e
hijo fueron despedazados por el pueblo y arrojados al Tí ber. Los vá nda-
los forzaron a miles de prisioneros, entre ellos a la emperatriz Eudoxia y
a sus hijas Eudoquia y Placidia, a emigrar con ellos. Al regresar a Á frica
se llevaron ademá s obras de arte irremplazables, una parte de las cuales se
perdió para siempre a causa de los naufragios. 74

Ni la conducta de Leó n ni su cristianismo parecen haber impresiona-
do gran cosa a los romanos. Pues era este mismo gran predicador quien
exclamaba indignado: «Es extremadamente peligroso que los hombres se
muestren desagradecidos a Dios, que no quieran ya acordarse de sus be-
né ficas acciones, que no quieran mostrar su alegrí a ni por su castigo y
contricció n, ni por su liberació n [... ]. Me avergü enzo de decirlo (pudet
dicere),
pero no puedo silenciarlo: los í dolos paganos son má s venerados
que los apó stoles. Los absurdos espectá culos son má s concurridos que
las iglesias de los santos má rtires». 75

Leó n I tení a ya sus razones al constatar: «La dignidad de san Pedro no
se pierde ni en el caso de un sucesor indigno» (Petri dignitas etiam in in-
digno haerede non dé ficit).
Frase digna de un brindis, antigua, burda y
malé vola, pero que de siglo en siglo se fue haciendo cada vez má s irre-
nunciable para la Catholica. Por supuesto que Leó n -capaz de declarar
que la Iglesia misma «desiste, por repugnancia, de toda persecució n san-
grienta» dejando esa persecució n en manos de los prí ncipes cristianos
«ya que el temor ante la pena capital impulsa a la gente a la salud espiri-
tual»- se sentí a cualquier cosa menos indigno. Y la Iglesia incluye a este
antiguo inquisidor entre sus papas má s insignes. Llegó a santo y -gracias
a Benedicto XIV- a Doctor de la Iglesia en 1754. ¡ Es má s, obtuvo el re-
nombre de «Magno»! «Humildad, mansedumbre y amor para con todos
los hombres eran los rasgos caracterí sticos del santo y sumo pastor y por
ello lo honraban y amaban el emperador y los prí ncipes; los proceres y
los plebeyos; los paganos y los pueblos má s rudos» (Donin). 76


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