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CAPÍTULO 3. «[..] El diablo, tú y León»




CAPÍ TULO 3

LA GUERRA EN LAS IGLESIAS
Y POR LAS IGLESIAS HASTA LA É POCA
DEL EMPERADOR JUSTINO (518)

«El monofisismo se convirtió en religió n nacional del Egipto cristiano
y de Abisinia y en el siglo vi era tambié n predominante en Siria
occidental y en Armenia. El nestorianismo, con sus dudas acerca
de la Madre de Dios, conquistó para sí Mesopotamia y Siria oriental.
Esto tuvo una importante consecuencia polí tica: medio Egipto y el
Pró ximo Oriente saludaron en el siglo vil a los á rabes como liberadores
del yugo religioso, polí tico y financiero de la capital bizantina. »
K. bosl'

«[... ] la má s acé rrima condena del credo de Calcedonia como decreto
impuesto a las Iglesias orientales radica en la historia de los dos siglos
siguientes, en el intervalo de 451 hasta aproximadamente 650,
es decir, entre Calcedonia y la irrupció n del Islam: este periodo se inaugura
con las rebeliones má s horrorosas del pueblo y de los monjes, especialmente
en Egipto, en Palestina y en partes de Siria, contra el calcedonense.
Al final de esos doscientos añ os hallamos Iglesias nacionales monofisitas,
só lidamente organizadas, en Armenia, Siria, Egipto y Abisinia,
todas ellas poseí das por un odio acé rrimo contra la Iglesia imperialista
de Bizancio. »

P. KAWERAU2


Oriente arde en llamas, o bien:

«[... ] El diablo, tú y Leó n»

El gran concilio, comparado muy a menudo con el «Latrocinio de
É feso» y al que Hamack denomina «Sí nodo de los bandidos y de los trai-
dores» para distinguirlo de aquel, no calmó los á nimos. Todo lo contra-
rio: fue eso justamente lo que lo soliviantó de verdad. Fue el comienzo
de nuevas y numerosas desdichas y escá ndalos. Fue arranque de una es-
cisió n que aú n hoy se hace sentir, en relació n con la cual, cada parte se
consideró y se sigue considerando, por descontado, como «ortodoxa», po-
seedora de la «fe verdadera».

El de Calcedonia fue un sí nodo de las Iglesias del Imperio. Sus reso-
luciones se convirtieron en leyes imperiales. Y como quiera que los té r-
minos con que se revistió la nueva doctrina: esencia, naturaleza, substancia
(ousia, physis, hypostasis) fueron usados desde siempre en acepciones
muy diferentes por los pensadores griegos, a los amantes de la especula-
ció n teoló gica y de la pendencia intelectual se les abrieron inagotables
posibilidades de discutir sin mutuo entendimiento y de acusarse recí pro-
camente de herejí a; tanto má s cuanto que el té rmino «persona» (griego:

prosopon) aportado por los latinos era ampliamente polisé mico, de modo
que Occidente, hasta la muerte del papa Gregorio I (604), se vio especial-
mente afectado por la discordia. 3

Es claro que aquí no analizamos el desarrollo postcalcedoniano con
vistas a «su fuerza de inspiració n de una cristologí a espiritual» (Grill-
meier). ¡ Dios nos libre!, ¡ no! «Só lo» nos interesa sus consecuencias en la
polí tica eclesiá stica; las interminables querellas religiosas; la pugna por
la «ortodoxia»; las herejí as y las eternas disensiones eclesiá sticas; todo
el odio, la sangre, las rebeliones y las intervenciones militares, especialmen-
te en Palestina y en Egipto. Tambié n los destierros, encarcelamientos, ex-
terminios; todos los conflictos, de cada dé cada, entre emperadores y papas
hasta el, finalmente, logrado entendimiento entre el papa Hormisdas y el
emperador Justino I, casi setenta añ os má s tarde. Entendimiento que no
acarreó, naturalmente, la paz sino nuevas y má s enconadas persecuciones. 4


Rá pidamente surgieron ahora imputaciones contra aquella asamblea
eclesiá stica por sus supuestas inclinaciones nestorianas. Incluso se acusó
despectivamente a los sinodales de nestorianos y, má s tarde, tambié n de
«difí sitas» (la «gente de las dos naturalezas»). Pues precisamente los par-
ciales del obispo san Cirilo creí an ver ignorada en Calcedonia la cristolo-
gí a de este ú ltimo y la marcada diferencia entre ambas naturalezas, que
Leó n propugnaba, se les antojaba puro nestorianismo, ¡ horrible herejí a!
(De hecho, el hasta hoy proscrito Nestorio habí a contribuido, desde el
punto de vista de la historia del dogma, a preparar decisivamente las fó r-
mulas cristoló gicas de Calcedonia y en su momento saludó las formula-
ciones leonianas como una justificació n de su persona. ¡ El papa, en cambio,
volvió a condenar por segunda vez, juntamente con el concilio, a quien
ya estaba desterrado en el desierto! Ahora, sin embargo, hasta el jesuí ta
W. de Vries parece reconocer en los sí nodos de la Iglesia nestoriana persa
de los siglos v y vi [exceptuando, en el peor de los casos, el del añ o 486
en Seleucia] «una cristologí a totalmente correcta». )5

La resistencia contra Calcedonia no vení a, pues, de los nestorianos.
Vino de los monofisitas de Egipto, donde han residido hasta hoy los su-
cesores de los patriarcas cismá ticos en serie ininterrumpida, y de Siria,
baluarte del monofí sismo, donde eran monofisitas hasta los monjes, fer-
vientemente admirados por el pueblo. Vení a tambié n de los monofisitas
de Arabia y Abisinia, adonde huyeron, despué s del añ o 451, un sinnú me-
ro de cristianos sirios. Vení a asimismo de Persia y Armenia y condujo a
la separació n de pueblos enteros que se alejaron del catolicismo. De ahí
que en el siglo vi un variopinto conjunto de sectas dominase las riberas
surorientales del Mediterrá neo: severianos, julianistas, fantasiastas, teo-
dosianos, gayanitas, ftartó latras, actistas, temistianos, triteí stas, tetraditas
y niobitas. Y todas ellas y algunas má s se vieron favorecidas en el siglo vn
por la expansió n del Islam, que se apoderó de Palestina, Siria y Egipto y

permitió que prosperasen numerosas Iglesias nacionales que existen, en
parte, en la actualidad. 6

Todaví a a lo largo de toda la Edad Media los obispos, teó logos e his-
toriadores monofisitas atacaron «la erró nea doctrina del hipó crita conci-
lio», el «sucio credo del concilio heré tico», como hizo a comienzos del
siglo ix el obispo de Takrit Abu Ra'ita, para quien el «ignorante Marcia-
no» era, sin má s, «un segundo Jeroboá n». Poco despué s el copto Severo,
obispo de Usmunain, afirmarí a en su Libro de los Concilios que Dió scoro
recibió en Calcedonia «una fuerte bofetada» de manos de la reina -tam-
bié n el Lé xico de la Teologí a y de la Iglesia ensalza a Pulquerí a como
«vigorosa», «heredera del espí ritu de su abuelo Teodosio I»- lo que dio
pie a «nuevas vejaciones de Dió scoro». Segú n el historiador jacobita Bar-
hebraeus (1225-1286), el escritor má s conocido de su nació n, la santa man-
tení a relaciones sexuales con su marido pese a su voto de castidad. Y por


cierto, tambié n con su propio hermano Teodosio, segú n Nestorio. (De he-
cho Pulquerí a no pasaba por santa en la antigü edad: a la vista estaba y de
forma muy drá stica su, en má s de un sentido, desaprensivo afá n de en-
cumbramiento. Esa veneració n «só lo es constatable, segú n el lé xico de la
Iglesia antes mencionado, a partir de la Edad Media». ) Todaví a a princi-
pios del siglo xvi, el patriarca de los jacobitas Ignacio Nuh (Noé ), habla
de Calcedonia como de «ese maldito concilio... condenado por boca del
Señ or» y pone en la de Dió scoro estas palabras dirigidas al emperador
Marciano, «el amigo del diablo»: «Ya es bastante que en este concilio haya
tres cabezas: el demonio, tú y Leó n». 7

Pulquerí a, Marciano y Leó n, trí o suficiente en todo caso para que,
tras un concilio de resultados má s que halagü eñ os para Roma, la casi to-
talidad de Oriente ardiera en vivas llamaradas.

En Alejandrí a, cuyo arzobispo Dió scoro habí a sido desterrado en no-
viembre de 451 a Paflagonia, el soliviantado pueblo cristiano quemó
viva a la guamició m imperial apenas supo de los resultados del concilio.
Con ella ardió la iglesia donde se habí an refugiado, el antiguo templo de
Serapis. Marciano apeló a los alejandrinos para que se unieran a «la san-
ta y cató lica Iglesia de los ortodoxos». «Obrando así salvaré is vuestra
alma y vuestras obras complacerá n a Dios. » Bien pronto les prohibió, sin
embargo, hacer cualquier clase de propaganda contra el concilio, y en su
á spera constitució n Licet iam sacratissima impuso a los «herejes» una
larga serie de castigos. El archidiá cono Proterio (451-457), confidente de
Diá scoro, a quien abandonó luego, só lo pudo tomar posesió n de su sede
en medio de feroces batallas callejeras, de asesinatos y homicidios. Ú ni-
camente fue consagrado por cuatro obispos, que tambié n traicionaron a
Dió scoro, en noviembre de 451 y só lo pudo mantenerse en el cargo con
el reconocimiento papal y protegido por un fuerte contingente de tropas.
El pueblo y los monjes, pero tambié n muchos clé rigos, estaban de parte
de Dió scoro, mientras que Proterio, «el auté ntico discí pulo de los apó sto-
les» (Leó n I), tení a su principal apoyo en el emperador Marciano. Poco
despué s de la muerte de é ste, estalló en Alejandrí a, como pronto vere-
mos, un tumulto todaví a mucho má s violento, en el que, una vez má s, los
monjes tuvieron decisiva participació n. 8

En general, fueron precisamente los monjes quienes atizaron en Orien-
te la resistencia contra Calcedonia. Hubo desde luego otros grupos de
monjes que agitaron incansablemente en su favor. En cualquier caso
«los monjes lucharon en primera lí nea en todos los frentes» (Bacht S. J. ).

Ya antes de acabar el concilio se produjo una sangrienta revuelta de
monjes en Palestina. Los dirigentes del monacato local, Romano y Mar-
ciano, juntamente con el religioso y antiobispo Teodosio (451-453), piado-
so faná tico y seguidor de Dió scoro, que debió de organizar ya tumultos
en el mismo concilio, conquistaron Jerusalé n con unos diez mil ascetas y


la mantuvieron ocupada durante veinte meses, antes de huir al Sinaí. El
ambicioso Juvenal, patriarca de la ciudad desde el añ o 422 al 458, a
quien acusaban los monjes, y no sin razó n, de haber quebrantado «sus ju-
ramentos y promesas» y traicionado la teologí a de Cirilo, perdió entre-
tanto su sede. El añ o 431 habí a presentado en Efeso falsos documentos
en apoyo de sus ambiciones de poder y de la ampliació n de su dió cesis
(nada menos que en tres provincias: Fenicia I y II y Arabia), prestando
ademá s una ayuda sustancial a Cirilo. En 449 se pasó a sus adversarios y,
junto a Dió scoro, fue, de seguro, el lí der má s prominente de aquel «latro-
cinio conciliar» y ademá s el primero de entre 113 obispos que abogó
por la rehabilitació n de Eutiques, a quien hallaba «completamente orto-
doxo». En Calcedonia volvió a cambiar rá pidamente de trinchera. Volvió
ignominiosamente la espalda a su antiguo aliado Dió scoro y se proclamó
partidario de su destierro y de la rehabilitació n de Flaviano. A la sazó n
huyó -¿ necesito recordar que en Oriente se le venera como santo? (se
conmemora el 2 de julio)- como una exhalació n a Constantinopla.

En cambio, en Jerusalé n, Teodosio ocupó su puesto apoyado por el
pueblo y los monjes. Estos ú ltimos arrasaron a fuego bastantes casas y
perpetraron una atrocidad tras otra. Al obispo de Escitó polis, Severiano,
lo mataron a golpes, juntamente con su sé quito, tras su regreso del conci-
lio. Y no fue é ste el ú nico obispo liquidado. Muchas sedes obispales ca-
yeron ahora en manos de los monofisitas, que dominaron enseguida toda
Palestina, aunque no tardarí an mucho en ser expulsados de ella; eso sí,
no sin intervenció n de las tropas y sin una batalla en toda regla. El levan-
tamiento fue financiado parcialmente por la emperatriz Eudoquia, la viu-
da de Teodosio II, que residí a en Jerusalé n. Enemistada con la corte se
resistí a al ataque de Marciano y de Pulquerí a, su odiada cuñ ada, contra
Eutiques. Por obra de Eudoquia, de su influencia y de sus intrigas casi to-
dos los monasterios de los contornos de la «ciudad santa» renegaron de
Juvenal. Desde Roma, el papa agitaba en cambio los á nimos contra «las
hordas de falsos monjes», contra los mercenarios del anticristo, como é l
decí a en noviembre de 452 en carta a Juliá n de Quí os, en la que tambié n
culpaba al fugitivo Juvenal. Dos añ os antes el papa quena incluso que el
nombre de Juvenal (junto al de Dió scoro y el de Eustaquio de Berito) se
omitiese en las misas. Y con todo, este falsificador y trá nsfuga oportunista
era un misionero tan activo a los ojos del Señ or que ya hacia el añ o 425 ha-
bí a consagrado al jeque de una tribu beduina como primer «obispo de los
aduares». Má s tarde se encumbró hasta «el honor de los altares»: ¡ bien
merecido! ¡ En enero de 454, sin embargo, Leó n tuvo que dar las gracias
al soberano por haber repuesto violentamente a Juvenal en su sede! ¡ Y el
4 de septiembre de aquel añ o, é l mismo azuzaba al patriarca para que en-
dureciese sus ataques! Leó n exigí a asimismo la eliminació n de los euti-
quianos. Todos ellos debí an ser deportados, como los partidarios de Dios-


coro, allí donde no causasen el menor dañ o y ser perseguidos aplicá ndo-
les el có digo de lo criminal. 9

El emperador Marciano, complaciente servidor de Pulquerí a y del
papa, que le testimoniaba complacido la unió n en su persona «del poder
real con el celo sacerdotal» habí a anunciado ya en Calcedonia que toma-
rí a medidas contra quienes rechazasen su definició n: las personas priva-
das del pueblo llano serí an expulsadas de la capital. Militares y clé rigos
serí an depuestos. Indicó la posibilidad de otros castigos adicionales y tan
só lo entre febrero y julio de 452 promulgó cuatro decretos para cimentar
y remachar los acuerdos conciliares, y en ellos, sobre todo en el cuarto, el
18 de julio de 452, se represaliaba a los «eutiquianos». Prohibió sus reu-
niones, sus enseñ anzas, sus sermones y tambié n el consagrar obispos y
sacerdotes o el construir monasterios. Les vetó el enví o de sacerdotes, y a
los monjes, la vida en comunidad. Les privó del derecho de testar o here-
dar y los desterró de Constantinopla. A los clé rigos y monjes del monas-
terio de Eutiques los desterró, incluso, fuera del imperio. Quien los aco-
gí a se exponí a a confiscaciones y a la deportació n. Quien oí a sus sermo-
nes tení a que pagar una multa de diez libras. A los monjes los atropello
con leyes como las aplicadas contra «herejes» y maniqueos. Sus escritos
contra el credo de Calcedonia debí an ser quemados, sus poseedores y di-
fusores, deportados. Y esa represió n, con despliegue de tropas, acabó im-
poniendo pronto la verdadera fe. 10

El emperador conciliar persiguió tambié n a los paganos con toda bru-
talidad. En el añ o 451 amenazó con confiscaciones y ejecuciones toda
acció n de culto pagano, medidas que afectaban a celebrantes, ayudantes
y có mplices. La multa que habí an de pagar los gobernadores que fuesen
negligentes en la aplicació n de la ley -en el añ o 407 era de 20 libras de
oro- fueron elevadas a 50 libras de oro para el gobernador y otras tantas
para sus funcionarios. n

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