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Colaboración para el exterminio de los «herejes» al amparo de la «exaltación de la dignidad del hombre»




Un papa así no conoce el perdó n para los «herejes». Una y otra vez
ataca con encono los «extraví os doctrinales de los herejes de dientes rechi-
nantes», sus «impí os dogmas», sus «monstruosidades». Todos ellos, ense-
ñ a Leó n, está n seducidos por la «perfidia del diablo», «corrompidos por
maldad diabó lica», dados a «todos los vicios posibles», propensos a «pe-
cados cada vez má s graves». Y si bien aqué llos presentan a veces un as-
pecto humilde, halagador, «revestidos con piel de oveja aunque por den-
tro sean lobos carniceros», en realidad se limitan a ocultar «su naturaleza
de fieras sanguinarias tras el nombre de Cristo». Es el diablo quien los
guí a y si esas bestias, esa «trailla de fieras sanguinarias» actú a a veces,
como ya quedó dicho, con artera conmiseració n, con afable simpatí a, «fi-
nalmente acaban por atacar a muerte». 29

Palabras certeras en el fondo: son la descripció n del propio proceder.
Un autorretrato clá sico.

Como profilaxis teoló gico-pastoral Leó n recomienda insistentemente
-lo cual se relaciona estrechamente con lo anterior- el ayuno, la insensi-
bilizació n de la carne, el desprecio del mundo y, particularmente, el des-
precio del placer, algo vigente en esa «moral» hasta muy entrado el si-
glo xx. «El placer -aduce Leó n- conduce a la morada de la muerte. » En
realidad ocurre precisamente todo lo contrario: la represió n del instinto


conduce a la agresió n; la muerte del placer al placer de matar. ¡ Apenas
hay nada al respecto -vé ase Nietzsche- que el cristianismo no haya pues-
to cabeza abajo! De ahí que el cristianismo deba, segú n Leó n Magno,
«luchar incesantemente contra la carne», suprimir de raí z los placeres de
la carne. «Tiene que sofocar sus apetitos, desecar sus vicios» y «evitar
todo placer terreno» en absoluto. Para Leó n «todo amor al mundo está fue-
ra de lugar». Enseñ a literalmente: «Tené is que despreciar lo terrenal para
tener parte en el Reino de los Cielos». 30

Todo ello es diá fano como la luz del sol para Leó n, el papa, el santo,
el Doctor de la Iglesia. Quien piensa de otro modo vive «en la inmundi-
cia». Pues ¿ en favor de quié n, pregunta, «luchan las apetencias de la car-
ne, si no es en favor del demonio? [,.. ]». 31

Leó n Magno enseñ a realmente que «¡ fuera de la Iglesia no hay nada
puro y santo! » y se remite para ello a Pablo (Rom. 14, 23) ¡ De ahí que el
papa prohiba «todo trato» con los no cató licos! Exhorta expresamente a
despreciarlos. A ellos y a sus doctrinas. Ordena rehuirlos como «a un ve-
neno mortí fero». Aborrecedlos, rehuidlos y evitad hablar con ellos». «No
haya comunidad alguna con quienes son enemigos de la fe cató lica y só lo
son cristianos nominales». Todos ellos tendrá n que «recogerse a sus si-
niestras guaridas». 32

Es claro que toda discusió n acerca de la fe, toda controversia religio-
sa, algo que probablemente rechaza todo papa como tal, resultaba, ya de
antemano, especialmente inaceptable para un hombre como é l, que con-
sideraba a los no cató licos poco menos que como a demonios, como «lo-
bos y bandidos». Lo relativo a la doctrina era ya cuestió n decidida y si
algo quedaba por decidir, eso era cosa suya. Sin el menor reparo exponí a
a los padres conciliares de Calcedonia que no podí an abrigar dudas acer-
ca de cuá l era su deseo (de é l) «acerca de aquello que no era lí cito creer
[... ]». Y despué s del concilio apremió al emperador a no permitir ulterio-
res negociaciones. Eso entrañ arí a mostrarse desagradecido frente a Dios,
«Lo que fue formalmente definido (pie et plene) no puede discutirse de
nuevo. En otro caso suscitarí amos la impresió n, como quisieran los repro-
bos, de que nosotros mismos dudamos [... ]». Las «cuestiones dudosas» no
debí an ser, segú n Leó n, sometidas a examen. Só lo é l, exclusivamente é l,
podí a presentar las resoluciones correctas con su «autoridad má xima».
«Pues si a las opiniones humanas les fuera siempre lí cito el debatir (dis-
ceptare),
nunca faltará n personas que se atrevan a oponerse a la verdad y
a confiar en la vanilocuencia de la sabidurí a terrena. » «A la auté ntica fe,
en cambio, le basta saber quié n es el que enseñ a» (scire quis doceat). 33

Pero si alguno enseñ a algo distinto a lo de Leó n, é ste se servirá del es-
tado contra é l siguiendo un uso largamente probado, pero que é l reitera
especialmente. Tambié n el papa Leó n apela al dé spota de Oriente en té r-
minos casi idé nticos a los usados otrora por Nestorio: «Si Vos defendé is


la segura salvaguarda de la Iglesia, entonces, la segura mano de Cristo
defenderá tambié n vuestro imperio». En el oeste, la firme mano de Cris-
to se las tení a que haber con una «mujer mojigata» y un «emperador im-
bé cil» (Gregorovius): con la augusta Gala Placidia, muy sumisa a la Igle-
sia, que durante mucho tiempo gestionó los asuntos del Estado como
regente de su hijo, y despué s con é ste, el no menos cató lico Valentinia-
no III. Aqué lla siguió, posteriormente, tomando parte en importantes de-
cisiones polí ü cas y ello hasta su propia muerte, acaecida el 27 de noviembre
de 450. (Uno de los consejeros que le sirvió por má s añ os fue san Barbi-
tiano, un sacerdote autor de muchos «milagros», primero en Roma y des-
pué s en Ravena. )34

El gobierno tení a, ciertamente, interé s en fomentar las tendencias cen-
tralizadoras de la Iglesia aunque tan solo fuera porque el vacilante Im-
perio espera sacar de ellas su propio provecho en aquellas provincias
ocupadas o amenazadas por los bá rbaros. Tales consideraciones contri-
buyeron cabalmente al é xito de Leó n en Occidente. A lo largo de los si-
glos iv y v, toda la polí tica del Estado frente a la Iglesia perseguí a, por
una parte, el objetivo de unificarla y pacificarla. Por otra parte, sin em-
bargo, era reacio a que una sede particular ejerciese una dominació n en
exclusiva. Es así como el Estado, aliado con Roma, se impuso a Alejan-
drí a en el Concilio de Calcedonia, pero el intento de mantener en jaque a
Roma a travé s del patriarca de Constantinopla fracasó. El Estado era dé -
bil y el papa se valió de esa debilidad para sus objetivos. A ese fin, com-
prensiblemente, é l mismo se mostró siempre acomodaticio y nunca in-
subordinado. 35

Leó n I mantení a relaciones ó ptimas con los monarcas. Una gran parte
de la correspondencia que de é l conservamos -144 cartas- va dirigida a
la casa imperial. El cató lico Camelot comenta elogioso: «Una colabora-
ció n en la confianza y la armoní a». El jesuí ta K. Rahner habla de la «de-
voció n imperial de Leó n». Y ya en sus epí stolas má s antiguas el papa
lanza vehementes pullas contra los «herejes»: no eran otra cosa que una
turba de facciosos, sectaria y levantisca, poseí da por los extraví os, la co-
rrupció n, la mendacidad y la impiedad; llena de perfidia y necedad. Su
doctrina un ú nico delirio, maligno y pestilente: error, pravus error, totius
erroris praví tas, pestí ferus error, haereticus error. 36

La iniciativa para esta cooperació n antiheré tica, la lucha de los «hijos
de la luz» contra los «hijos de las tinieblas» partió evidentemente del
papa. Era é l quien enviaba escritos de elogio y agradecimiento a sus ma-
jestades por el castigo de sus adversarios. Sabí a muy bien que sin el apo-
yo del poder estatal la «herejí a», y particularmente en Oriente, se harí a
predominante. De forma expresa y reiterada exhortaba por ello a Valenti-
niano III, a Marciano, a Leó n I y a la emperatriz Pulquerí a, ardiente par-
tidaria de la idea papal, a combatir a los «herejes», a «pro fide agere».


Deseaba que quienes sostuvieran credos disidentes fuesen expulsados de
cargos y dignidades. Ansiaba sobre todo su destierro, pero tambié n justi-
ficaba apasionadamente para ellos la pena capital, exigiendo que se les
impidiera a toda costa «seguir viviendo con semejante credo». La pesti-
lencia de la herejí a era «para el papa como una enfermedad» que «habí a
que extirpar del cuerpo de la Iglesia» (haereses a corpore Ecciesiae rese-
cantur).
El emperador, que debí a perseguir a los «heré ticos» tanto con la
«espada de su lengua» como con la «espada refulgente», se le antoja a
Leó n auté ntico «Vicarias Christi vel Del», «brazo ejecutor de Dios». Ese
talante sanguinario le merece al teó logo cató lico Stockmeier este comen-
tario, hecho ya en 1959: «Se invita al Estado a que, con todos sus medios
y posibilidades, coadyuve a la obtenció n de la situació n ideal [! ]». «Bajo
la mano protectora del emperador, la religió n se entrega a la fecunda
abundancia de sus valores [! ] y bienes y halla tambié n allí su refugio. Su
mirada se vuelve agradecida hacia é l [... ]. »37

A su agente, el obispo Juliá n de Quí os (en la Bitinia pó ntica), que fue
probablemente el primer apocrisiario en la corte imperial de Constanti-
nopla, escribí a Leó n que si hay gentes «que se aventuran hasta el delirio,
hasta el punto de que prefieren el loco desenfreno a ser curados, el empe-
rador está legitimado para reprimir con energí a tanto a los perturbadores
de la paz eclesiá stica como a los enemigos del Estado, que se glorí a, con
razó n, de sus cristianos soberanos». «En tal caso deben al menos -como
dice en otra misiva a su legado- temer al poder de quienes tienen la po-
testad punitiva. »38

Al patriarca Anatolio de Constantinopla, de cuyas ambiciones recela-
ba é l, poseí do por los celos, y a quien denunció ante el emperador, le ex-
puso el 11 de octubre de 457 su «profundo malestar por el hecho de que
entre tus clé rigos hay algunos proclives a la maldad de nuestros adversa-
rios [... ]. Tu solicitud debe atender vigilante para seguir sus pasos (inves-
tigarí ais)
y castigarlos con el debido rigor (severitate congrua). Aquellos
en quienes el castigo no surte efecto alguno, deben ser apartados sin mi-
ramiento». 39

Y como el rigor de Anatolio no le parecí a suficiente, el añ o 457 escri-
bió al emperador Leó n que si su hermano «Anatolio se muestra laxo por
excesiva bondad y miramiento en la represió n de los clé rigos " heré ticos",
tened a bien, en aras de vuestra fe, dispensar a la Iglesia la medicina salu-
tí fera para que aqué llos no só lo sean separados del orden sacerdotal, sino
desterrados de la ciudad». «Pues el mal debe tambié n inflamar en el mo-
mento oportuno el sentido obispal y apostó lico de vuestra piedad exigien-
do el justo castigo. »40

A Genadio, el exarca de Á frica, le escribió que la misma violencia
con que se volví a contra los enemigos debí a aplicarla a los enemigos de
la Iglesia y «librar, como guerrero de Dios, las batallas de la Iglesia en lu-


cha por el pueblo cristiano». Pues es bien sabido que los «herejes», si se
les deja en libertad, «se alzan turbulentamente contra la fe cató lica para
inocular el veneno de la herejí a en los miembros del cuerpo de Cristo».
Ya en su momento habí a agradecido al emperador Marciano el que «por
designio divino, la herejí a fue destruida mediante vuestra intervenció n». 41

Era esto, no cabe duda, lo que el papa Pelagio loaba como «ubé rri-
ma solicitud por la fe» en Leó n y tambié n lo que el emperador Valenti-
niano ensalzaba el 17 de julio de 445 como la «humanidad del clemente
Leó n I». Y tambié n es, a todas luces, lo que un moderno panegirista, el
jesuí ta H. Rahner, celebra una y otra vez como «moderatio» de Leó n:

«En un sentido amplio y no traducible de este té rmino, auté nticamente
romano y cristiano, que tan del gusto de Leó n era [... ], moderatio era un
sentido fino de la justicia distributiva, de la noble mesura, del equilibrio
intermedio entre los extremos, de la atinada y a menudo certeramente di-
plomá tica evaluació n de lo posible en cada momento dado, actitud que
pese a su elegante ductilidad persigue imperté rrita sus objetivos [... ]». En
una palabra, de lo que se trata para Leó n, dice tambié n el teó logo cató lico
Fuchs, ya en la segunda mitad del siglo xx es de «realzar la dignidad hu-
mana». Caso, pues, similar al de Juan Pablo II (vé ase mi folleto Un papa
viaja al lugar del crimen). 42

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