El papa León atribuye al emperador la infalibilidad en cuestiones de fe, imponiéndose a sí mismo el deber de proclamar la fe profesada por el emperador
El papa Leó n atribuye al emperador la infalibilidad en cuestiones de fe, imponié ndose a sí mismo el deber de proclamar la fe profesada por el emperador
Pero incluso frente a las personas de rango superior al suyo sabí a este
papa comportarse de manera significativa. Cuando el emperador Valenti-
niano III, hombre dé bil, esplé ndido con la Iglesia y muy influido por la
doctrina petrina de Leó n, visitó Roma en febrero del añ o 450, Leó n se di-
rigió a é l en un sermó n laudatorio, en el tono de aquella tí pica seudohu-
mildad clerical, que rezumaba en realidad arrogancia y afá n de domina-
ció n: «Ved, pues, como Cristo entregó la direcció n de la primera y má s
populosa ciudad del mundo a un hombre pobre e insignificante como Pe-
dro. El cetro de los reyes se sometió a la madera de la cruz; la pú rpura de
la corte se humilló ante la sangre de Cristo y de los má rtires. El empera-
dor [... ] viene y anhela la intercesió n del pescador». El sacerdocium del
papa se equipara así en derechos al imperium del cesar, pero «ya está
echada la semilla de su anteposició n» (Klinkenberg). 22
Ello no quita que cuando la situació n lo requena, tambié n Leó n «Mag-
no» sabí a doblar su espinazo ante los de arriba. Tanto má s cuanto que los
poderosos combatí an a herejes y paganos: actividad que é l les exigí a y
que gustaba denominar «labor», denominació n que tambié n aplicaba a su
propia actuació n. Si ello resultaba oportuno ensalzaba, incluso, a los em-
peradores -que precisamente por entonces (algo a lo que hasta ahora ape-
nas si se ha prestado atenció n) se autotitularon como «pontifex»- como
«custodios de la fe», «hijos de la Iglesia», «heraldos de Cristo». En ese
caso les reconocí a los derechos má s asombrosos hasta en el á mbito ecle-
siá stico, incluso la autoridad en el plano religioso, «santidad sacerdotal».
En los textos leoninos hallamos má s de 15 loas acerca del talante real y
sacerdotal (obispal) del monarca. 23
«Sé -escribe el papa Leó n I al emperador Leó n I- que está is má s que
suficientemente iluminado por el espí ritu divino que mora en Vos».
Acredita al dé spota que «nuestra doctrina armoniza tambié n con la fe que
Dios os inspiró », con lo cual le concede, incluso, la inspiració n doctrinal.
Le certifica incluso el derecho de derogar dogmas relativos a las resolu-
ciones conciliares. ¡ Y en varios escritos esas concesiones culminan in-
cluso en el reconocimiento de la infalibilidad! Pues Leó n I, llamado «el
Grande» (y ú nico papa, si exceptuamos al tambié n «Grande» Gregorio I,
honrado con el nada frecuente tí tulo de «Doctor de la Iglesia»), se humilla
hasta tal punto ante el emperador que en cartas dirigidas a é ste le encare-
ce repetidamente que no necesita de adoctrinamientos humanos, pues
está iluminado por el Espí ritu Santo y ¡ no puede errar por principio en
asuntos de fe! Leó n asevera con auté ntico é nfasis que el emperador ho-
mó nimo «poseí do por la má s pura luz de la verdad, no flaquea en aspecto
alguno de la fe [... ] sino que con juicio santo y perfecto distingue lo rec-
to de lo falso». «Está is -le escribe- má s que suficientemente aleccionado
por el Espí ritu de Dios, que mora en Vos, y no hay error que pueda con-
fundir a Vuestra fe». «Su clemencia no requiere adoctrinamiento humano
y se ha nutrido de la má s pura de las doctrinas desde la superabundancia
del Espí ritu Santo». Es má s, reconoce que es deber suyo (del papa) «re-
velar lo que sabes y proclamar lo que crees» (patefacere quod intelligis et
praedicare quod creá is}: ¡ y todo ello a pesar de que el papa no está en
modo alguno convencido de la infalibilidad del emperador! 24
(Resulta interesante saber que no pocos obispos, por ejemplo, aque-
llos de Secunda Syria y má s aú n los de Prima Armenia usaban incluso el
pasaje de Mt. 16, 18: «Tú eres Pedro y sobre tu roca edificaré yo mi igle-
sia; y las puertas del infierno no prevalecerá n contra ella» como referido
a Leó n, ¡ pero no al papa, sino al emperador! Consideraban, naturalmen-
te, a Cristo como cabeza de la Santa Iglesia cató lica, pero su «fuerza y
fundamento sois Vos», a saber, el emperador, «a ejemplo de la inconmo-
vible roca sobre la que el Creador de todo ha construido su Iglesia». 25
Contrapartida: «Servicio militar en el nombre de Cristo... »
Por otro lado, sin embargo. Leó n no se cansa de repetir que no es tan-
to el emperador sino Cristo y Dios quienes gobiernan; que el emperador
ha recibido su poder desde lo má s alto, «regnatper Dei gratiam». Confió
a Juliá n de Quí os la misió n de transmitir en el momento adecuado al em-
perador las «opportunas sug gestiones». Pues, é l, Leó n, conocí a por «am-
plia experiencia», la fe del glorioso augusto y sabí a que «está convencido
de que el mejor servicio que puede prestar a su poder es el de trabajar
pensando especialmente en la integridad de la Iglesia». Pues el empera-
dor ha recibido su poder, ante todo, para proteger a la Iglesia, como Leó n
acentú a con é nfasis, usando a menudo el apelativo de «cusios fidei», re-
ferido al emperador. Y lo que es bueno para la Iglesia, sugiere, es tam-
bié n bueno para el Estado. «Redundará en ventaja de toda la Iglesia y de
vuestro Imperio el que en todo el orbe no prevalezca má s que un solo
Dios, una sola fe, un ú nico misterio para la salvació n del hombre y una
sola confesió n». Y no contento con ello, este vicario de Cristo muestra
seductoramente cuan provechosa puede ser la religió n del amor para la
guerra; la Buena Nueva para el potencial militar. «Si el Espí ritu de Dios
fortalece la concordia entre los espí ritus cristianos -alusió n a los empera-
dores Marciano y Valentiniano- entonces todo el orbe verá como crece la
confianza en un doble sentido: pues progresando en la fe y en el amor [¡ ]
el poder de las armas [! ] se hará invencible, de forma que Dios, conmovi-
da su gracia por la unidad de nuestra fe, aniquilará simultá neamente el
error de la falsa doctrina y la hostilidad de los bá rbaros. »26
¡ Eso es hablar claro! ¡ El amor y las armas!
Unidad, fortaleza, aniquilació n de los enemigos: todo ello fue, tiempo
ha, programa y, desde luego, tambié n prá ctica habitual de la cristiandad,
singularmente en Roma donde, presumiblemente, en los albores del si-
glo v, el cristiano Aponio, verbigracia, no solamente proclama con fer-
vor la hegemoní a eclesiá stica de la ciudad eterna, sino tambié n una teo-
logí a imperial cristiana. Segú n ella, los reyes romanos son la cabeza del
pueblo, pero «por supuesto, aquellos que han reconocido la verdad y sir-
ven humildemente [! ] a Dios. De ellos emanan las pí as leyes, la paz loa-
ble y la sublime sumisió n [! ] frente al culto de la Santa Iglesia, como des-
de lo alto del carmelo [... ]». Pero para que todo eso: la pí a legislació n, la
loable paz y la sumisió n, emane y cunda bellamente, los reyes tienen
que «prestar su servicio a las armas en el nombre de Cristo, rey de re-
yes [,.. ]». 27
Justamente así lo entendí a Leó n, que pregonaba para todo el orbe un
Dios, un imperio, un emperador (¡ Un Dios, un Reich, un Fü hrer...! ) y, na-
turalmente, una Iglesia, todo lo cual lo presentaba é l como «orden sa-
cro», como «pax christiana», ú nicamente amenazada por dos enemigos:
«los herejes» y «los bá rbaros». «De ahí que tambié n el emperador deba
luchar contra ambos» (Grillmeier, S. J. ). 28 De ahí que este obligado a la
«reparatiopacis», es decir a lo que ellos entienden por ese té rmino: gue-
rra hasta obtener lo que desean, sin reparar en pé rdidas. Y é se sigue sien-
do actualmente su deseo. Algo que ilustran diecisiete siglos de historia
eclesiá stica, má s sangrienta que no importa qué otra historia. Y má s hi-
pó crita...
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