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El «Henotikon», un intento de unificación religiosa




El «Henotikon», un intento de unificació n religiosa

combatido por Roma, crea divisiones

aú n má s profundas en el Imperio y la cristiandad

El Henotikon (la fó rmula de «unificació n», denominació n extraí da
del lenguaje vulgar, del que el exquisito papado no hizo nunca menció n
nominal) era en sí una obra maestra del patriarca Acacio y de su amigo
Pedro Mongos, expresió n tí pica de la idea de una Iglesia imperial e inten-
to de compromiso entre cató licos y monofisitas, que, sin embargo, acabó
pronto ahondando las diferencias ya existentes. En aras de la unidad del
Imperio, de la que, se pensaba, era condició n imprescindible la unidad
religiosa, querí a reconciliar a monofisitas y difisitas y, sobre todo, pacifi-
car a Egipto y Siria en el plano polí tico-religioso en bien del Estado. Ello
resultaba tanto má s necesario cuanto que el emperador se veí a acosado
tanto por los ostrogodos como por los generales en rebelió n, Iló n entre
ellos.

El Henotikon no era formalmente heré tico. Tomaba como base las
profesiones de fe de Nicea (325) y de Constantinopla (381). Mantení a la
unidad de Cristo y su igualdad esencial con el «Padre» y tambié n el té r-
mino ya tó pico de «Madre de Dios». Sustentaba la teologí a cirí rila de los
«Doce Anatematismos» y tambié n la condena del «hereje» Eutiques y la
del «hereje» Nestorio: Zenó n mandó, en 489, destruir totalmente la es-
cuela de los nestorianos de Edesa. En cambio eludí a algunos puntos con-
trovertidos. Evitaba toda clase de complicaciones dogmá ticas, ciertas
formulaciones de Calcedonia, cuyos estatutos ignoraba, y de modo espe-
cial los conceptos precarios, por no decir peligrosos, de «persona» y de
«naturaleza». Dejando, pues, de lado el punto eminentemente conflictivo
(una o dos naturalezas: de Cristo se decí a ú nicamente que «era uno y no
dos») Zenó n, un cristiano piadoso por demá s, pretendí a ganarse a los
monofisitas para la Iglesia del Imperio, unificar al clero contendiente en
una lí nea intermedia y asegurar de este modo un culto unitario y la paz
religiosa en bien del Imperio. «A quienquiera que piense o pensara de
otro modo, entonces, ahora o en cualquier momento, sea en Calcedonia
o en cualquier otro sí nodo, ¡ lo declaramos Anathema\» Con esa misma


radicalidad, incluso de forma aú n má s resuelta, habí a inculcado un si-
glo antes, el 28 de febrero de 380, otro emperador, Teodosio I, la fe or-
todoxa. 35

Pero si la opresió n sangrienta de Teodosio no logró la unidad, tampo-
co lo consiguió el intento de conciliació n, pues el Henotikon no satisfizo
ni a los ortodoxos ni a los monofisitas. Cada obispo particular obraba
como mejor le parecí a, escribe Evagrio de Antioquí a, quien, dicho sea de
paso, fue, entre los historiadores antiguos de la Iglesia, el que poseyó los
má s elevados tí tulos estatales. Los contendientes cristianos «no tení an ya
la menor comunicació n entre sí. Eso llevó a muchas escisiones en Orien-
te, Occidente y Á frica... La situació n se hizo aú n má s absurda pues tam-
poco los obispos orientales comunicaban lo má s mí nimos entre sí ». Efec-
tivamente, incluso en Oriente, donde el Henotikon habí a sido suscrito por
los patriarcas monofisitas de Alejandrí a, Pedro Mongos («el Tartamu-
do»), el partidario má s significado de Timoteo, por el de Antioquí a, Pe-
dro Fullo, y tambié n por Martirius de Jerusalé n y otros prelados, incluso
allí existí an cuando menos cuatro grupos cristianos principales que riva-
lizaban acremente entre sí: uno a favor de Calcedonia sin Henotikon, otro
en favor de Calcedonia y del Henotikon, otro en contra de Calcedonia y en
favor del Henotikon y otro contra Calcedonia y contra el Henotikon. Es
má s, continuamente se producí an nuevas escisiones: severianos, julianis-
tas, agnoetas (Cristo como hombre no era omnisciente), actistetas (el
cuerpo de Cristo era increado), ctistó latras (adoradores de lo creado), tri-
teí stas, damianistas, cononistas, niobitas, etc., que difundí an doctrinas
má s o menos contrarias o totalmente contrarias, en su caso, acerca de la
naturaleza de Cristo y la resurrecció n del cuerpo humano. Ni siquiera to-
dos los monofisitas aceptaron el Henotikon. No lo hací an, por ejemplo,
los acé falos, la tendencia má s extrema del monofisismo. 36

A pesar de todo ello, el Edictum Zenonis, como se denominó original-
mente, hubiera pacificado paulatinamente la encarnizada lucha eclesiá s-
tica de Oriente, si el obispo de Roma no la hubiera atizado desde lejos. El
Henotikon, una declaració n de fe puramente imperial, lo ignoraba com-
pletamente sin pedirle para nada su consejo. Añ adamos que precisamen-
te su má s enconado rival, el patriarca Acacio, que seguí a desde un princi-
pio un curso intermedio buscando cierto compromiso entre calcedonenses
y monofisitas, alentaba e incluso dirigí a los intentos mediadores del go-
bierno. Aparte de ello, el papado rechazaba de plano cualquier solució n
de compromiso en cuestiones dogmá ticas blasonando como siempre de
su fidelidad a los principios. Por ú ltimo, Roma se aferraba tanto má s fir-
memente a las decisiones de Calcedonia cuanto que la Iglesia romana
tambié n habí a tomado parte en las mismas haciendo oí r su palabra. Fue
incluso la primera vez que pudo siquiera hablar en uno de los grandes sí -
nodos imperiales. «Hasta entonces, todas las decisiones fueron adoptadas


sin su participació n, ú nica y exclusivamente por cuenta de los obispos y

teó logos orientales. » (Dannenbauer)37

De ahí que, muy al revé s que su antecesor Hilario, el papa Simplicio
reanudase la tradició n de Leó n I, aunque con mucha menos habilidad.
Roma querí a a todo trance que no se llegase a un compromiso y menos
aú n a uno conseguido a costa de sus pretensiones de primado universal.

Sus exhortaciones a Oriente para que combatiese la herejí a eran ince-
santes, pero partí a de una valoració n equivocada tanto de Acacio, una ca-
beza eminentemente polí tica y muy superior a la suya, como del empera-
dor. Ambos lo ignoraban a menudo y en cualquier caso no lo tomaban en
serio. Con todo, Simplicio apremiaba una y otra vez a Acacio para que
consiguiera del soberano la deportació n de los «herejes» a lugares inac-
cesibles, para que los apartase de la sociedad humana mediante una dis-
posició n especial, situá ndolos al margen como si tuvieran una enferme-
dad contagiosa, lo que equivalí a a una proscripció n en toda regla. Insistí a
en que no se les concediese la menor posibilidad de rendir satisfacció n
y en que se sacase tambié n de su escondrijo clandestino a Pedro Mongos,
«socio y prí ncipe de los herejes» y se le confinase a un paí s lejano. Habí a
que impedir cualquier rebrote del desvarí o heré tico y no habí a que con-
ceder tregua en ello. Era deber del patriarca asediar al emperador, oportu-
na o inoportunamente, rogá ndole que amparase al catolicismo haciendo
uso del poder del Estado. 38

La resistencia imperial contra los «herejes» le parecí a demasiado dé -
bil a Simplicio. Le desagradaba asimismo que el patriarca de la corte de
Zenó n consagrase al de Antioquí a, sede independiente de Constantino-
pí a, viendo en ello un acrecentamiento intolerable del poder de Acacio.
Y cuando en Alejandrí a, muerto ya en febrero de 482 el recié n nombrado
Timoteo Salophakiolos, los cató licos eligieron al monje Juan Talaia mien-
tras que el emperador y Acacio lo dejaron de lado, por perjuro y por trai»
dor, y entronizaron al obispo cismá tico y amigo de Timoteo «Ailuros»,
Pedro Mongos, al «socius hereticorum» excluido de la Iglesia, como
Simplicio escribí a a Acacio, el difusor de «herejí as militantes», y al mis-
mo emperador (ninguno de los dos contestó: «Nullum responsum», hizo
constar su asombrado sucesor Fé lix), la disputa con Roma estalló sin pa-
liativos. 39

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