El papa Hilario, el emperador Antemio y algunas farsas grotescas entre cristianos asaltantes del trono
A Leó n I le siguió en el solio el sardo Hilario (461-468), que tomó
posesió n el 19 de noviembre, «no por mé rito propio, sino por la gracia de
Dios». Era el mismo diá cono que huyó tan precipitadamente del «Latro-
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ciñ ió de É feso» y en acció n de gracias por su salvació n fundó una capilla
en Roma.
Sus experiencias en Oriente dejaron en é l una huella profunda. Su co-
rrespondencia iba dirigida, casi exclusivamente, a destinatarios occiden-
tales y especialmente a obispos hispanos o galos. De sus siete añ os de
pontificado, que no son tan pocos, no se conserva ni una sola carta sobre
el problema cristoló gico de Calcedonia. Es má s, aparte de un insignifi-
cante fragmento, ¡ no hay un solo escrito suyo dirigido a Oriente! La in-
quieta situació n en el sur de la Galia, las conquistas de los germanos en
esa regió n, la usurpació n de la sede de Narbona por parte de Hermes, la
privació n parcial de derechos de este ú ltimo, la constante rivalidad entre
Arles y Vienne, los disturbios que tambié n afectaron a Españ a, todo ello
no explica del todo aquel hecho. Tanto menos cuanto que el papa tam-
bié n tuvo tiempo para perseguir en Roma a los «macedonianos» (favore-
cidos por el emperador Antemio) y, sobre todo, para satisfacer una des-
bordante pasió n constructora, embelleciendo aú n má s el Laterano y, tras
el saqueo de los vá ndalos, tambié n y con gran pompa otras «casas de
Dios», como San Pedro, San Pablo y San Lorenzo. La Iglesia romana era
ya la má s rica de todo el mundo cristiano, bastante má s rica, incluso, que
las de Constantinopla y Alejandrí a. Mientras que la ciudad vení a a me-
nos, se empobrecí a y decaí a progresivamente, las basí licas fulgí an con
fabuloso esplendor: pilas bautismales con ciervos de plata, cruces recama-
das de piedras preciosas, altares refulgentes de lujo, antecriptas con arcos
dorados... Mientras que en toda la correspondencia papal «no hay ni aso-
mo de un problema religioso [... ]» (Ullmann). 26
En polí tica exterior, el emperador Leó n I, cató lico santurró n, desple-
gó, generaciones antes de Justiniano, un tremendo esfuerzo por aniquilar
el reino vá ndalo, cuya religió n resultaba tan odiosa a los cató licos roma-
nos como su raza y sus costumbres.
Comoquiera que desde finales del añ o 465 no hubiese ya emperador
en Occidente, Leó n nombró en 467 a Antemio, yerno de Marciano, cesar de
Occidente. Antemio, que ya habí a vencido a ostrogodos y a hunos, entró en
Italia con un ejé rcito, se convirtió allí en augusto y amenazó a Genserico
con una guerra en la que tambié n intervendrí a Oriente si no cesaba de
hostigar al Imperio occidental. Pero cuando de ahí a poco el mismo Gen-
serico declaró la guerra, la Roma de Oriente equipó un ejé rcito por la gi-
gantesca suma de unas sesenta y cuatro mil libras de oro y setecientas mil
de plata, causa a la que se atribuyen los apuros financieros que padeció
Bizancio incluso en el siglo siguiente. Pero habí a que hacer desaparecer a
toda costa al reino «hereje». En todo caso la guerra anti vá ndala de Leó n,
en la que su cuñ ado Basilisco, hermano de la emperatriz Verina, iba, en 468,
al mando de 1. 100 barcos y má s de cien mil hombres -cifras supuestas
y a buen seguro considerablemente abultadas- constituyó un fiasco to-
tal. Ya tení an la victoria casi en el bolsillo, pero, en el ú ltimo momento,
fueron ví ctimas, una vez má s, de la arterí a del anciano Genserico, quien
se apoderó de nuevo de todas las conquistas realizadas por la Roma
oriental. 27
El emperador Antemio (467-472) era indiferente en lo religioso y pue-
de que, en su fuero interno, hostil al cristianismo. Nombró prefecto de la
ciudad a un filó sofo y creyente en los antiguos dioses y concitó con ello
las iras del papa Hilario. Su tolerancia frente a paganos y «herejes» sus-
citó desconfianza y acabó siendo ví ctima de Ricimero, el todopoderoso
hacedor y deshacedor de emperadores en Occidente, que creyó amenaza-
da su posició n. Ricimero elevó el añ o 472 al senador Flavio Anicio
Olibrio a la dignidad de augusto (el marido de Placidia, hija de Valen-
tiniano III) y despué s de cinco meses de guerra civil conquistó Roma.
Una horda germá nica, compuesta de cristianos de fe amana se abatió el
11 de julio sobre la ciudad, ya castigada por el hambre y la peste, some-
tié ndola al asesinato y al saqueo. Segú n una antigua narració n, si bien las
fuentes divergen una vez má s, só lo tuvieron miramientos con el territorio
vaticano, repleto ya de monasterios e iglesias, y con San Pedro. Antemio,
en todo caso, murió despedazado a golpes de espada en una batalla calle-
jera, en la iglesia de San Crisó gono. Pero al mes siguiente, a mediados de
agosto, falleció el mismo Ricimero (siendo enterrado en el barrio de la Su-
burra, en la iglesia de Santa Á gata por é l construida o renovada). A las
pocas semanas le siguió Olibrio. Ambos fueron ví ctimas de la peste. 28
Comoquiera que en 474 murió tambié n en Constantinopla el empera-
dor Leó n, se hizo imposible una nueva intervenció n en Occidente, en el
que poco antes se produjo una nueva ruptura con Genserico. En Oriente,
sin embargo, la contienda religiosa convulsionó al Imperio de tal manera
que los dos regentes que siguieron a Leó n hubieron de transigir en mayor
o menor medida con el monofisismo: en medio de circunstancias tan gro-
tescas que podrí an figurar en una farsa.
Leó n I habí a nombrado a su nieto, el hijo de Zenó n, corregente y suce-
sor suyo el añ o 473. Despué s de la muerte de Leó n, el 18 de junio de 474,
Zenó n (su verdadero nombre era Tarasis Kodissa, 474-475 y 476-491),
un capitá n de forajidos oriundo de Isauria y muy odiado por el pueblo, se
hizo elevar a augusto y corregente en febrero, siendo tambié n el primer
emperador que se hizo coronar por el patriarca. Su pequeñ o vastago,
Leó n II, no sobrevivió ni hasta finales de añ o. La emperatriz viuda, Veri-
na, intentó conseguir la pú rpura para su amante y puso en escena la farsa
de una revolució n palaciega para engatusar a Zenó n. El emperador huyó
como una exhalació n a sus lares bandidescos, pero no olvidó llevarse con-
sigo el tesoro estatal mientras los cristianos masacraban a los isaurios en
la capital. Quien realmente ascendió al trono fue -contra lo previsto en el
guió n-, no el amante de Verina, sino el hermano de é sta, Basilisco (475-476,
só lo dieciocho meses), el lastimoso perdedor de la guerra contra los vá n-
dalos, a quien se le supone, con cierta probabilidad, un origen germá nico.
Basilisco envió contra Zenó n a un pariente de é ste, Iló n, tambié n jefe de
salteadores isaurios, un cristiano ortodoxo a quien el usurpador encandiló
con grandes promesas. Pero en vez de eliminar a Zenó n, su antiguo jefe,
Iló n se pasó a sus filas y laboró por su reposició n unido al patriarca Aca-
cio. A finales de 476, Zenó n recuperó el poder. No mediante la guerra
-estuvo a punto de darse a la fuga ante las tropas conducidas por el gene-
ral de Basilisco, que no era otro que el notorio amante de la emperatriz,
galá n bien conocido en la capital-, sino con dá divas y promesas. Zenó n
supo retener ese poder pese a su impopularidad, al desafecto de los cí rcu-
los senatoriales y a las continuas guerras civiles. É l, por su parte, orde-
nó la liquidació n de Basilisco, de su esposa y de su hijo, mientras que
sus compatriotas, que volvieron con é l a la capital, cometí an nuevos y
peores desafueros. 29
Los desó rdenes religiosos vinieron ademá s a complicar los polí ticos.
En efecto, el usurpador Basilisco, que halló la muerte por hambre al ser
encerrado con su familia en una cisterna seca, en Asia Menor, habí a in-
tentado, despué s de rebelarse, granjearse apoyos mediante una polí tica
estrictamente promonofisita. Influido por el patriarca Timoteo «Ailuros»
(«la comadreja» o «el gato», segú n otras versiones), repuesto tras 16 añ os
de exilio, revocó sin má s las decisiones de Calcedonia y el Tomus Leoní s,
dá ndolos al anatema, pues só lo habí an provocado descontento y desave-
nencias. A todo el que no estuviera dispuesto a suscribir el nuevo decre-
to, el llamado Enkykiion (conservado en dos versiones), le amenazó con
aplicarle las leyes «antiherejes» de Constantino y de Teodosio II: ¡ Má s
de medio millar de obispos firmaron al momento la profesió n de fe «he-
ré tica»! Era, por añ adidura, el primer «decreto sobre la fe» promulgado
por un emperador al margen de cualquier sí nodo, autocrá ticamente. Por
cierto que la mayorí a de esos obispos se habí an declarado hací a poco,
bajo Leó n, decididamente calcedonenses... 30
No es fá cil confundir a un teó logo: su impudicia es ilimitada.
Dí as de triunfo para Timoteo «Ailuros». Otra vez tení a el timó n en
sus manos tras ser recibido entusiá sticamente en Alejandrí a despué s de
un prolongado exilio. Ahora tomó, ciertamente, un rumbo má s modera-
do. Y en Antioquí a, tercer foco de disturbios tras Alejandrí a y Jerusalé n,
Pedro Fullo (Petrus «Gnapheus», «el batanero»), un monje monofisita,
ascendió a la sede obispal. Tambié n aquí se trataba de una reposició n:
añ os antes habí a desalojado de la misma al patriarca cató lico Martyrios
(459-471) hasta ser depuesto en 471 por Leó n I, que lo encarceló, depor-
tó a Egipto y enclaustró, finalmente, en el monasterio superortodoxo de
los akoimetas, cerca de la capital. Con todo -hagamos una breve antici-
pació n-, Pedro retomarí a una vez má s, la tercera, desde el añ o 485 al 488,
a la codiciada sede antioquena, otrora baluarte de la ortodoxia, y murió
cuando aú n la ocupaba con rango de patriarca. Previamente pasaron estas
cosas: su suplantador, Juan de Apamea, a quien é l mismo habí a nombra-
do obispo, fue, a su vez, rá pidamente descabalgado. El sucesor de Juan,
el calcedonense Stefanos II (477-479), pereció en batalla callejera. El si-
guiente, Stefanos III, murió despué s de pocos añ os, y Calandió n, su suce-
sor, fue tambié n expulsado. 31
«La antigua Iglesia -exulta hoy F. van der Meer- es tema de moda
porque se vuelve a tener conciencia de que el agua má s cristalina es la
má s pró xima al manantial. »32
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