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El papa Simplicio corteja al usurpador Basilisco y al emperador Zenón




En Roma, entretanto, Hilario fue sucedido por Simplicio (468-483).
É ste volvió a convertir la polí tica cara a Oriente en una cuestió n central
en el desempeñ o de su cargo y rodeó de halagos al usurpador con tanta
devoció n como si se tratara del soberano legí timo. En una palabra: se
comportó como tantos otros papas en una situació n similar. «Apenas con-
sidero la veneració n con la que yo, el má s humilde de los servidores,
contemplo a los emperadores cristianos -así iniciaba, el 10 de enero de 476,
un agitador escrito de homenaje-, abrigo el deseo de dar expresió n, me"
diante ininterrumpida correspondencia con Vos, al agradecido sentimiento
que me embarga. » Simplicio habla allí de su «veneració n humildí sima»
«amorosa, respecto a Vuestra Majestad», de su deber de «saludar como
es debido a Vos, hijo glorioso y clementí simo, excelso emperador». Pero
a continuació n fustigaba «los latrocinios de los doctores extraviados» de
Oriente y especialmente a «Timoteo, asesino de un obispo», «que ha ati-
zado de nuevo el incendio de la anterior locura..., reuniendo a tambor
batiente una pandilla de depravados -¡ todos ellos ellos cristianos sin ex-
cepció n! -, apoderá ndose otra vez de la Iglesia de Alejandrí a, otrora man-
cillada por é l con sangre obispal. Ha llegado ademá s a nuestros oí dos que
este hombre sanguinario ha expulsado al actual y legí timo obispo...

»Mi espí ritu, venerable emperador, se estremece cuando considero
los muchos crí menes cometidos por este «gladiador». Má s aú n me horro-
riza, lo confieso con franqueza, que todo ello pudiera suceder, por así de-
cir, ante los mismos ojos de Vuestra Majestad. Pues, ¿ quié n ignora o
duda -se deshace nuevamente en halagos gratos al usurpador- del talante
de sincera piedad propio de Vuestra Majestad, de Vuestra entrega a la
causa de la verdadera fe? Fue, sin duda, el divino designio de la Provi-
dencia quien dispuso todo para que, en bien de la salud del Estado, Vos
crecieseis edificá ndoos en el virtuoso ejemplo de ambos emperadores, Mar-


ciano y Leó n, siendo instruido por ellos en el sentimiento de tierna sim-
patí a con la verdad cató lica y así nadie osará pensar que vais a la zaga en
la fidelidad religiosa respecto a ellos, que os precedieron en la dignidad
imperial» Y tras exponer, naturalmente, a Basilisco que «el soberano pia-
doso debe atender por encima de todos los asuntos del Imperio a aquello
que preserva su soberaní a», es decir, que «debe anteponer el recto cum-
plimiento de sus deberes para con el cielo a cualquier otro asunto», «sin
lo cual nada goza de só lida duració n», le conjura «con ahí nco y con la
voz del bienaventurado apó stol Pedro (beatí Petri apostoli voce), sea
cual sea la calidad de mi persona como ministro de mi sede: no dejé is
que los enemigos de la antigua fe prosigan impunemente su mala obra si
queré is que tambié n Vuestros propios enemigos se os sometan... No su-
frá is que la fe, nuestra ú nica esperanza de salvació n, sea vulnerada de
forma alguna, si queré is que Vos mismo y Vuestro Estado gocen de la
gracia de Dios». 33

Una vez má s era deber del soberano amparar la verdadera fe cató lica
y deponer a Timoteo, quien no só lo era un asesino, sino má s vil que Caí s,
«Anticristo» y «divini culminis usurpator». Eso mientras el papa usaba
simultá neamente los té rminos de «christianissimus princeps» para ensal-
zar al usurpador. Y efectivamente, el Enkykiion, que convertí a al monofi-
simo en confesió n oficial del Imperio, pero que provocó la inmediata y
resuelta resistencia del patriarca de Constantinopla, Acacio (472-489),
unido conspirativamente a Zenó n, fue derogado formalmente por medio
de un Antienkykiios. Acacio era un polí tico de descollante talento y se
fue con virtiendo crecientemente en centro de los ataques del romano. El
patriarca, seguramente el primer obispo de la capital que exigió para sí el
tratamiento de «Patriarca ecumé nico» (uní versalis Patriarcha), ignoraba
ademá s frí amente el deferre ad sedem apostolicam y tení a de cierto en su
mente algo má s importante que la simple preservació n de la «recta fe», a
saber, el mantenimiento de sus pretensiones como patriarca, los derechos
de soberaní a anejos a su thronos, la vigencia del canon 28. De ahí que
llegase a rogar a Daniel Estilita, a quien las masas veneraban con frenesí,
que bajase de su columna, situada en Anaplous, cerca de Constantinopla,
y encabezase una gigantesca muchedumbre que é l puso en marcha contra
Basilisco, quien la esquivó refugiá ndose en su palacio. Fue una manifes-
tació n refinadamente organizada, tan fructí fera para el patriarca como
penosa para el emperador. «El enemigo de la Santa Iglesia hubo de hin-
car su rodilla», dice exultante la Vita S. Danielis Stylitae. Con todo, era
Zenó n quien inspiraba mayor temor a Basilisco, pues aqué l preparaba ya
su contragolpe desde una posició n militar de superioridad, a partir de las
montañ as isaurias. De ahí que Basilisco, despué s de pocos meses, revo-
case el «Decreto de la Fe» (mediante un nuevo decreto redactado en un
estilo retorcido, que delataba su interna renuencia) declará ndose ahora


sin ambages en favor del punto de vista opuesto: «Que la fe apostó lica y
ortodoxa... siga, ella sola, en vigor, inviolada e incó lume, y que impere
para siempre en todos los templos de la ortodoxia cató lica y apostó li-
ca... ». Y con todo, el usurpador fue barrido de la escena a finales de agos-
to de 476, pese a las escasas simpatí as de que Zenó n gozaba entre la po-
blació n. Su final se reputaba má s bien como castigo del cielo que como
é xito del emperador retomado, al que pronto acudieron en tropel los pre-
lados a rendirle su homenaje. «¡ Qué cambio venido de la mano del Altí w
simo! », exclamó inmediatamente Simplicio en tono exultante. Ahora exi-
gí a una y otra vez la deposició n y el destierro de sus enemigos en Orien-
te; la de Pablo de É feso, la de Pedro Fullo, la de Timoteo «Ailuros» y la
de muchos otros. Apremiaba al emperador para que ahora, con la ayuda de
Dios, «expulse a los tiranos de la Iglesia», imponié ndoles un «exilio sin
remisió n» (ad inremeabile... exilium). En un santiamé n el papa se aco-
modó a la nueva situació n. Hizo como si nunca hubiese tenido el menor
contacto con el derrocado Basilisco, burda treta de la que la clericalla se
sirvió secularmente, sin interrupció n, hasta la misma é poca postnazi: pri-
mero su «hijo gloriosí simo y clementí simo, excelso emperador», despué s
«tirano», «tirano heré tico», incluso, en palabras de su sucesor, Fé lix III.
Simplicio hizo como si no hubiese solicitado los favores del usurpador,
al igual que hací a ahora con Zenó n; como si no hubiese recordado a Ba-
silisco que se mirara en sus grandes modelos, Marciano y Leó n I, como
ahora se lo recordaba a Zenó n. La epí stola papal «rezuma literalmente de
un servilismo untuoso, de devota lisonja y de loas delirantes al empera-
dor» (ü llmann).

Zenó n causó, de momento, una inmensa alegrí a al papa gracias a una
profesió n de fe ortodoxa, disponiendo ademá s, a requerimiento suyo, el
destierro de Timoteo «Ailuros», destierro que fue impedido por la muer-
te de é ste, acaecida el 31 de julio de 477, justamente cuando se lo habí an
de llevar a su destino. Se dijo que se habí a envenenado. Su archidiá cono
y sucesor monofisita, Petros III Mongos, só lo pudo mantener 36 dí as su
sede patriarcal. Los monjes de la oposició n la reconquistaron en favor
del cató lico Salophakiolos, no sin que se produjesen al respecto batallas
callejeras. Pedro Mongos fue condenado a la deportació n, pero se sustra-
jo a la misma pasando a la clandestinidad. Alejandrí a tení a ahora dos pa-
triarcas: uno visible, a quien no se respetaba, y otro respetado, pero invi-
sible.

Entretanto, Zenó n, que habí a recuperado el poder en Constantinopla
con ayuda de la ortodoxia y de Acacio, pensaba má s en el interé s de su
capital que en el de Roma y tanto menos en el de su servil obispo. De ahí
que pronto decretase con toda claridad: «La Iglesia de Constantinopla es
la madre de nuestra propia piedad y de todos los cristianos ortodoxos,
y la santí sima sede de nuestra ciudad debe gozar, legí timamente y para


siempre, de todos los privilegios y honores relativos a los derechos de
consagració n y a la preeminencia que posee frente a las demá s, tal y como
eran reconocidos antes de que asumié semos nuestro cargo». Al mismo
tiempo, Zenó n intentó mediar entre ambos partidos eclesiá sticos conten-
dientes promulgando, en 482, un Decreto de Unió n, auté ntico edicto de
fe en forma de carta a los cristianos de Alejandrí a, Egipto, Libia y Pentá -
polis. 34

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