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Rarezas romanas




Desde el siglo vi, con el gran aumento de la influencia bizantina fueron
acudiendo a Roma cada vez má s peregrinos procedentes de Oriente, que
tantos gloriosos santuarios tení a, y aú n má s en el siglo vn, cuando casi to-
dos los papas eran griegos o sirios. En Occidente, la peregrinació n a Roma
habí a comenzado ya hací a tiempo, en especial procedente del norte de Ita-
lia y de las islas Britá nicas, pero la mayorí a procedí an de las Galias, que en
los siglos v y vi fueron el auté ntico hinterland peregrinatorio de Roma. 126

La principal atracció n eran, evidentemente, los presuntos sepulcros de
Pedro y Pablo, aunque sorprendentemente, hasta el siglo ni no se conoce
nadie que peregrinara por ellos. Apenas se discute la muerte de Pablo en
Roma, sobre la que los Hechos de los Apó stoles guardan silencio, pero
está rodeada de leyendas. Las pruebas proceden de má s tarde y la decapi-
tació n de Pablo no se puede demostrar con seguridad. Tampoco se cono-
ce con certeza el añ o de su muerte, quizá entre el 64 y el 68. Y desde luego
que no se sabe cuá l es su tumba. Primero se veneraba en la catacumba de
S. Sebastiano, pero a finales del siglo iv se hací a en otro lugar y se levan-
tó allí la basí lica S. Paolo fuori la mura. Las reliquias de Pablo son ficti-
cias pero está n en San Pedro, y su cabeza, que tambié n lo es, está en el
palacio de Letrá n. En realidad, el polvo de Pablo, si es que está en Roma,
«se encuentra en algú n lugar bajo tierra junto con el polvo de los campe-
sinos y los cesares» (Bradford). 127

Si Pedro estuvo aquí alguna vez o murió es algo que no puede demos-
trarse de ninguna manera. El presunto descubrimiento de su tumba no es
má s que un cuento. No obstante, las reliquias y las tumbas de los apó sto-
les fueron el centro de interé s. Sobre ellas se alzaron las suntuosas basí li-
cas de San Pedro y San Pablo. Briticus, el expulsado sucesor de san Mar-
tí n, peregrinó a la Ciudad Eterna. San Gregorio de Tours envió en 590 a
su diá cono Agiulfo a la tumba de Pedro, junto a Martí n, el hé roe nacional
y despué s patró n má s popular de los francos.

Hubo tambié n otras celebridades que peregrinaron en la Antigü edad a
Roma: el poeta españ ol Prudencio en 402-403. Un siglo despué s, el obis-
po Fulgencio de Ruspe, un antiguo recaudador de impuestos que se habí a
convertido en decidido luchador contra el arrianismo y el semipelagia-
nismo, hizo escaí a allí en todos los lugares de los «má rtires», como era la
tradició n de los peregrinos. Sidonio Apolinar, yerno del emperador Avi-
lo, de palabra fá cil pero corto de mente, que desde 469 fue de mala gana
obispo de Arvema (Clermont-Ferrand), acudió dos veces a Roma. Pauli-
no, obispo de Ñ ola, peregrinó todos los añ os. Y eso que en la misma Ñ ola
se habí a desarrollado un culto bien cé lebre en tomo a la tumba de su pa-
trono, San Fé lix (cantado por 14 poemas de Paulino), a donde acudí an
tambié n peregrinos. 128

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Pero no só lo obispos y santos peregrinaron a la Ciudad Eterna sino
tambié n prí ncipes, reyes y emperadores. Teodosio I quizá. Con certeza su
hija Gala Placidia y su hijo Valentiniano III. En las islas britá nicas, Cead-
wall, Ina y otros dejaron la corona y viajaron a Roma. Incluso se constru-
yeron iglesias de San Pedro en el propio paí s para que todos los que no
podí an ir a Roma visitaran aquí a san Pedro, como se indica en 656 en el
documento de fundació n de la catedral de Peterborough. 129

La fiesta comú n de Pedro y Pablo atraí a auté nticas masas de pere-
grinos y, segú n sabemos por Agustí n, se procedí a de modo bastante re-
lajado, organizá ndose todos los dí as en la basí lica de San Pedro banque-
tes y bacanales. Pero ademá s de los prí ncipes de los apó stoles, la «corona
sanctorum martyrum»
brindaba muchos otros atractivos sobre má rtires ysantos. 130

Con gran prodigalidad se celebraba tambié n el aniversario de san Hi-
pó lito (13 agosto), algo bastante grotesco si recordamos con cuá nta sañ a,
veneno y bilis este obispo romano combatió antañ o a otro obispo romano,
san Calixto. Pero en los siglos iv y v, las procesiones en la festividad de
Hipó lito atraí an a gentes de todos los lugares, patricios y plebeyos de Roma,
pí cenos, etruscos, samnitas, fieles de Capua, Ñ ola. Y de manera similar a
como con Hipó lito, se agasajaba tambié n a otros santos romanos como, cu-
riosamente, a su contrincante el papa Calixto, a Ponciano, Pancracio, Iné s,
Sebastiá n o Lorenzo, que fue el má s conocido. 131

Tantos má s cristianos peregrinaban a Roma cuanto má s se fanfarro-
neaba allí, aunque algo má s tarde que en Oriente, de tener má s tumbas de
má rtires que en ningú n otro lugar del mundo; y se acostumbraba a «visi-
tar todos los lugares de má rtires». A menudo habí a indicaciones: aquí yace
el cuerpo del má rtir (ubi martyr in corpore requiescit). Así se dice por
ejemplo de santa Tecla, aunque no hubo tal santa romana. Se tení a una
gran manga ancha a este respecto. «Es evidente que algunos má rtires se
" hicieron" » (Kó tting). Uno que siguió especialmente el rastro de «muchos •
cuerpos de santos» y que les rindió tributo con locuciones horriblemente
malas, en las que se apoyaba constantemente en Virgilio, fue el papa ase-
sino Dá maso. Y precisamente sus lirismos constituyeron «la base de la
importante implantació n de las peregrinaciones a las tumbas de los má r-
tires» (Clé venot, cató lico). 132

En el siglo vi los peregrinos visitaban en Roma má s de sesenta tum-
bas de má rtires reales o supuestas. Lo sabemos por un catá logo que se
confeccionó cuando la reina de los lombardos Teodelinda, una princesa
bá vara cató lica, solicitó reliquias al papa Gregorio I. Su enviado recibió
ampollas, botellas de metal de Palestina, con aceite de las lá mparas que
ardí an ante las tumbas de los má rtires. Cada una de las botellitas (inicial-
mente destinadas para tierra y aceite de «Tierra Santa», por ejemplo para
«aceite de la madera de la vida») fue etiquetada y en el catá logo se rese-


ñ aron 65 tumbas, de cada una de las cuales se habí an recogido algunas
gotas del valioso aceite. No obstante, no se consignaron ni mucho menos
todas las tumbas de má rtires veneradas por los romanos. 133

Lo mismo que sobre san Pedro y san Pablo, sobre muchos má rtires
y santos se elevaron iglesias inmensamente ricas, y no só lo literalmente:

la iglesia del Salvador en el palacio de Letrá n, la basí lica en honor de la
Santa Cruz en el palacio sesoriano. San Sebastiá n, San Lorenzo, Santa Iné s,
la majestuosa iglesia de Santa Marí a sobre el Esquilmo, la basí lica de los
Má rtires Juan y Pablo sobre Celio, etc. Tambié n santos «ajenos» acaba-
ron teniendo iglesia, como san Esteban, pero sobre todo los taumaturgos
Cosme y Damiá n, a los que ya el papa Sí maco habí a construido un orato-
rio en S. Maria ad praesepe y a los que poco despué s Fé lix IV (526-530)
consagró una basí lica en el foro romano, situada sobre dos antiguos tem-
plos paganos. Muchos peregrinos dejaban aquí exvotos. Y no eran pocas
las basí licas que mostraban las má s extrañ as rarezas. Así, por ejemplo,
JSanta Marí a con el pesebre de Jesú s, San Pedro de Vinculis con las cade-
nas de Pedro, muy veneradas. Habí a limaduras de esta ú ltima y reproduc-
ciones de las llaves de la presunta tumba del «portador de las llaves». Se
las llevaban los devotos, aunque tambié n el papa las enviaba, se hací an a
veces de metales preciosos y se colgaban del cuello. Estaban tambié n las
llaves del Confessio Pauli y las de Lorenzo. De la parrilla de este ú ltimo
podí an adquirirse igualmente las limaduras. Se obtení an tambié n imita-
ciones del presunto clavo de la cruz de Cristo, que se guardaba en Santa
Croce. Por supuesto que los pereginos de Roma podí an contar con aceite
de las lá mparas de las tumbas de los má rtires. 134

Para ello daban todo lo que podí an llevar, a menudo toda su fortuna, y
viví an despué s como clé rigos de las iglesias de peregrinaje o de otras.
Otros regalaban enormes fincas o fijaban una entrega anual de determi-
nados productos, como por ejemplo vino, o cera. Las personas que no te-
ní an nada, en compensació n cuidaban a los enfermos; en Menuthis, los que
sanaban se obligaban normalmente a hacerlo. Por supuesto que una par-
te, si no la mayor, de estos lugares de peregrinaje habí a sido fundada por
dinastí as de soberanos y por otros «notables» aunque ellos mismos no
hubieran estado allí como peregrinos. Pero tambié n esas donaciones pro-
cedí an de los bienes de todos, del trabajo del pueblo, eran su dinero, ex-
primido mediante impuestos, opresió n, violencia, y todo arrojado por un
delirio.

Y claro está, que para beneficio de los prí ncipes y de los sacerdotes,
Constantino I, Justino y Belisario donaron enormes sumas. Una buena
parte del libro oficial del papado, el Lí ber Pontificalis, parece «un í ndice
de regalos y donaciones que se hicieron a los má s diversos santuarios de
Roma. Extendí an certificados de los objetos de oro, de piedras preciosas,
tapices de seda y otras telas que recogí an en los santuarios de los má rtires


protocristianos [... ]. Roma se convirtió en el siglo iv en la ciudad má s rica
en iglesias y en suntuosidad eclesiá stica de toda la cristiandad» (Kó tting).
Alrededor del añ o 400 habí a allí 25 iglesias titulares. Y la pompa de la
Roma cristiana era tan grande que el obispo Fulgencio de Ruspe, que pe-
regrinó aquí alrededor del añ o 500, sacó un paralelismo con el reino de
los cielos: «¡ Qué sublime ha de ser la Jerusalé n celestial, si la Roma te-
rrena brilla con tal esplendor! », 135

¿ Hablamos de dí as lejanos?

En el añ o del Señ or 1989, casi un milló n de peregrinos acudieron a la
«santa capilla» del centro de peregrinaciones bá varo de Altó tting. 136

Sin embargo, las bases de este gigantesco embrutecimiento del mundo
(cristiano) se sentaron en la Antigü edad; de manera amplia, como mues-
tran los capí tulos vistos hasta aquí y deberá documentar en detalle el pró -
ximo volumen.

 

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