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Los santos Jerónimo e Hilario de Poitíers, antisemitas




No es menor el odio antijudí o que destila el cá lamo (bastante vene-
noso por otra parte) de otro doctor de la Iglesia, Jeró nimo, que por cier-
to tuvo bastante participació n en el mí sero final de Juan Crisó stomo a
manos de su principal enemigo, a lo que contribuyó prestando «servi-
cios de esbirro», como ha escrito Grü tzmacher.

El antijudaí smo de Jeró nimo se halla sobre todo en sus exé gesis bí -
blicas, y principalmente en el comentario al libro del profeta Isaí as; la
obra es de tono agudamente polé mico y abunda en sarcasmos contra las
esperanzas de futura grandeza terrenal de los judí os (y de paso contra
los cristianos quiliastas, a los que tiene por «medio judí os» y «los má s
miserables de entre los humanos»), que esperaban el milenio de Cristo
en la tierra y el reinado de la justicia y la felicidad en este mundo, por
má s que tal creencia estuviese entonces muy difundida en la cristiandad
antigua y la hubiesen compartido, entre otros, Ireneo, Tertuliano, Vic-
torino de Poetavium y Lactancio. Una vez má s, los judí os no supieron
leer sus propios libros sagrados, segú n Jeró nimo, que se burla de ellos,
los ridiculiza y desprecia por considerar mentirosa toda su escatologí a.
No anda corto en elocuentes elogios al triunfo de la cristiandad sobre los
judí os, si bien é stos aú n podí an maldecir a los cristianos, bajo el nombre
de nazarenos, tres veces al dí a, en sus sinagogas. Fustiga su altanerí a y
en particular su avaricia, y tan grande es su aborrecimiento que ni si-
quiera quiere conceder la conversió n de Israel al final de los tiempos, en
la que incluso Pablo habí a creí do. 48

Jeró nimo no quiere desaprovechar ocasió n, ni en su corresponden-
cia con Agustí n, tambié n adversario decidido de los judí os, para mani-
festar su aversió n llamá ndolos «ignorantes» y «malvados», ademá s de
«blasfemos contra Dios».

Agustí n es aleccionado en los té rminos siguientes: «Ante Jesucris-
to nada vale la circuncisió n ni el prepucio... », o cuando se afirma: «Los
usos y las costumbres de los judí os son la perdició n y la muerte para
los cristianos; cristiano judí o o de origen pagano, el que los guarda reo
es del demonio». ¿ Acaso no se trata aquí de asuntos «de las sinagogas
de Sataná s»? 49

En Occidente, san Hilario de Poitiers, vastago de noble familia gala
(hacia 315-367), «combatiente del má s inflamado amor a Cristo y de la
má s apasionada fe en Cristo» (Antweiler), se niega a comer en la misma
mesa que un judí o, le niega incluso el saludo. Y aquel rico perverso de la
Biblia, aquel famoso tirano y traidor cuya ruina profetiza el salmo 52,
segú n Hilario no es otro sino el pueblo judí o, que poseí do por Sataná s
só lo puede hacer las obras del mal. «No son hijos de Abraham ni hijos de
Dios, sino de la estirpe de la serpiente, y siervos del diablo [... ], hijos
de una voluntad satá nica. » Y atendido que no existe para ellos la posibi-
lidad de justificació n, «es necesario tacharlos del libro de la vida». Ú ni-
camente los arrí anos serí an enemigos má s grandes de Cristo, segú n Hi-


lario, «Atanasio de Occidente» como le llaman, en lo que aciertan por
má s motivos de los que se suele pensar, cuyos mé ritos fueron todaví a
má s grandes como «azote de herejes» y le valieron, en 1851, el tí tulo de
doctor de la Iglesia, el má s alto honor para un creyente de la fe cató lica,
como se sabe, y que só lo dos de los papas han merecido. 50

Del antijudaí smo de otros grandes patriarcas occidentales, como
Ambrosio y Agustí n, tendremos ocasió n de tratar má s adelante.

Sobre la inquina antijudí a del cristianismo primitivo apenas hay lugar
para la exageració n. En 1940, en plena é poca hitleriana, Cari Schneider
confiesa que «pocas veces en la historia se encuentra un antisemitismo
tan decidido y tan intransigente [... ] como el de aquellos primeros cris-
tianos». Ello fue obra, sobretodo, del clero, al que escuchaba el pueblo
(y pronto serí a escuchado por otros) mucho má s que ahora, y cuyos ser-
mones encontraban un ambiente bien distinto de la indiferencia soñ o-
lienta de nuestros dí as. 51 Ya Pablo de Samosata, gran vividor y desde el
añ o 260 obispo de Antioquí a, censuraba a los que guardaban silencio du-
rante los sermones. Era cuestió n de aplaudir como en el circo y el tea-
tro, de hacer volar pañ uelos; los gritos, las pataletas, el ponerse en pie
de un salto eran gestos habituales. En las catedrales resonaban las inter-
pelaciones: ¡ Campeó n de la fe! ¡ Decimotercer apó stol! ¡ Anatema sea el
que diga otra cosa! En las actuaciones de Crisó stomo, sin ir má s lejos,
cuyas andanadas de odio aclamadas por el pú blico eran registradas si-
multá neamente por varios taquí grafos, el pú blico perdí a la compostura
hasta el punto de que el mismo orador se veí a en la obligació n de recla-
mar orden diciendo que la casa de Dios no era un teatro, ni el predica-
dor un histrió n. Sin embargo, a los demagogos eclesiá sticos de la é poca
no dejaban de agradarles los aplausos, mendigados por algunos, como el
obispo Pablo, con latiguillos, o agradecidos por otros, como el monje
Esquió de Jerusalé n, adulando a los oyentes. Tampoco Agustí n era in-
sensible a los aplausos, de los que segú n decí a só lo le molestaban los de
los pecadores. 52

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