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Efrén, doctor de la Iglesia y antisemita




Efré n, doctor de la Iglesia y antisemita

San Efré n (306-373), merecedor del má s alto tí tulo de la Catholica, «cí -
tara del Espí ritu Santo», «mansedumbre», «hombre de paz en Dios»,
fue uno de los má s encarnizados enemigos de los judí os de todas las é po-


cas. El, que descendí a de una familia cristiana y que ya de niñ o dio mues-
tras de un cará cter ofensivo y brutal, como demostró apedreando durante
varias horas la vaca de un pobre hasta matarla, má s tarde hizo gala del
mismo talante en su polé mica contra los judí os. Este profesor de la aca-
demia cristiana de Nisibis, en el paí s de los dos rí os, es decir entre el Ti-
gris y el Eufrates, los apostrofó de canallas y serviles, dementes, servi-
dores del demonio, criminales, sanguinarios incorregibles y «noventa y
nueve veces peores que cualquier no judí o». A los «deicidas», el doctor
de la Iglesia preferí a contemplarlos como simples asesinos. Este santo
antisemita, por otra parte, fue el autor de los cá nticos má s antiguos de la
Iglesia, «el primer cantor de villancicos de la Cristiandad». Formó un
coro de voces femeninas que recorrí a los templos de toda el Asia Menor
interpretando una versió n musical de la Historia Sagrada compuesta por
é l «y que se entendí a sin necesidad de mayores explicaciones» (Hmme-
ler, cató lico). 34

Tampoco hací an falta muchas explicaciones para entender que a san
Efré n no le gustaban los judí os. Este autor, cuyos mé ritos la Iglesia juz-
gó tan importantes que los conmemoró por duplicado (el 28 de enero la
Iglesia oriental, el 18 de junio la occidental), jamá s se cansó de compa-
rar la pureza radiante del catolicismo y de los profetas con «la necedad»,
«el hedor» y «los asesinatos» del pueblo judí o. «Salud a ti, noble Iglesia.
Que todos los labios pronuncien tu elogio, tú que eres libre [,.. ] del he-
dor de los apestosos judí os». Segú n asegura Efré n (cuya proclamació n
como doctor ecciesiae data de 1920), el pueblo judí o «intenta contagiar a
los sanos sus antiguas enfermedades; con la cuchilla, el cauterio y la me-
dicina que requerí an sus propios males intenta descuartizar los miem-
bros llenos de salud [... ]. El esclavo embrutecido intenta colocar sus
propias cadenas a los hombres libres». 35

Con insistencia sugiere «el admirable Efré n» (Teodoreto), «el gran
clá sico de la Iglesia siria» (Altaner, cató lico) que, si el pueblo judí o
mató a los profetas y mató tambié n a Dios, ¿ qué otros crí menes no co-
meterá? «Demasiada sangre ha derramado; ya no dejará de hacerlo,
só lo que antes mataba en pú blico y ahora asesina en secreto [... ] ¡ Huye
de é l [del pueblo judí o], desgraciado, porque no ansia otra cosa sino tu
muerte y tu sangre! Si quiso que cayera sobre é l la sangre de Dios, ¿ pien-
sas que temerá derramar la tuya? [... ] A Dios clavaron en una cruz [... ];

los profetas fueron degollados como corderos [por ellos]. Matarifes se
hicieron cuando vinieron mé dicos a sanarlos. ¡ Corre, huye, busca refu-
gio en Cristo, alé jate de esa nació n enloquecida! [El Hijo de Dios] visitó
a los descendientes de Abrahá n, pero los herederos se habí an converti-
do en asesinos». 36

El Lexikonfü r Theologie una Kirche (Roma, 1959), recopilado por
el teó logo y padre benedictino Edmund Beck, ha dedicado a Efré n un
artí culo relativamente largo, pero no dice ni media palabra del furioso
antisemitismo del santo varó n. 37


Juan Crisó stomo, doctor de la Iglesia y antisemita

Má s furibundo que Efré n en sus ataques contra los «miserables, inú -
tiles judí os», desde el siglo vi Juan Crisó stomo mereció a pesar de ello,
ya que no precisamente por ello, el epí teto de chrysostomos, que signifi-
ca «boca de oro»; desde el vil se le añ adió el predicado de «sello de los
padres», es decir, que su palabra era siempre la ú ltima y definitiva. 38

En muchos escritos y en ocho largos e incendiarios sermones, de los
que prodigaba hacia los añ os 386 y 387 en su ciudad natal de Antioquí a
ese predicador de insignificante apariencia, enfermizo, dotado de poca
voz pero muy popular («predicar me sana» decí a), pocos crí menes o vicios
quedaron pendientes de ser atribuidos a los judí os. (Uno de sus sermo-
nes, en el que, para empezar, presumió de haber alcanzado ya su objeti-
vo de confundir a los judí os y taparles la boca, fue tan largo que el ora-
dor terminó completamente afó nico..., pero reanudó la lucha al dí a si-
guiente, fiesta de las expiaciones por cierto. )39

Hijo de un alto oficial y ex jurista, como predicador considera que la
funció n del sermó n estriba sobre todo en «reconciliar», en «consolar»,
puesto que las Escrituras en sí só lo contienen «consolaciones»; pero en
lo tocante a los judí os no deja de fustigar «el sentido homicida» de los
mismos, su «cará cter asesino y sanguinario». Así como ciertos animales
tienen veneno, explica Crisó stomo, «igualmente vosotros y vuestros pa-
dres está is llenos de afá n de matar». En particular, los judí os contempo-
rá neos de Jesú s «cometieron los mayores pecados», estaban «ciegos»,
carecí an de «escrú pulos de conciencia», «maestros de iniquidades»,
afectados de una «especialí sima corrupció n del alma», «parricidas y
matricidas». Ellos «mataron a sus maestros con sus propias manos», lo
mismo que hicieron con Cristo, «crimen capital» ante el que «palidecen
todas las demá s abominaciones», y por el que recibirá n «un castigo te-
rrible». Será n «proscritos», pero no «segú n las leyes habituales de la his-
toria universal», sino que será «una venganza del cielo», una «venganza
má s insoportable, má s terrible que ninguna de las conocidas hasta aho-
ra, sea entre judí os o en otros confines del mundo». 40

El patró n de los predicadores, cuyas obras (dieciocho tomos de la
Patrologí a Graeca de Migne) han merecido en el siglo XX, y por parte
del benedictino Crisó stomo Baur, la calificació n de «mina inagotable»,
«unió n perfecta y ejemplar del espí ritu cristiano con la belleza helé nica
en las formas», dedica a los judí os epí tetos tales como diabó licos, peores
que los sodomitas, má s crueles que las fieras. Contra ellos, cuyos cultos
y cuya cultura ejercí an precisamente gran influencia sobre los cristianos
de Antioquí a, lanza reiteradas acusaciones de idolatrí a, ademá s de tra-
tarlos de estafadores, ladrones, epulones y lujuriosos. Los judí os viven
só lo para su barriga, sus instintos y só lo entienden de comer, beber y
abrirse las cabezas los unos a los otros. «En su desvergü enza son peores
que los cerdos y los cabrones. » O como dice Baur: «Sus sermones suelen
ser de estilo dialogante, pero noble y elevado». Crisó stomo, cuyos escri-


tos son má s difundidos y leí dos que los de ningú n otro doctor de la Igle-
sia, difama a los judí os má s gravemente que ninguno de sus predeceso-
res; el «má s grande hombre de la Iglesia antigua» (Theiner), que se la-
mentó alguna vez de que «no hay nada má s duro de sobrellevar que los
insultos», enseñ ó que no se debe tener trato con demonios ni con judí os,
que é stos no eran mejores que «los puercos y los machos cabrí os», «peo-
res que todos los lobos juntos» y que mataban a sus hijos con sus propias
manos; aunque de esto ú ltimo hubo de retractarse má s adelante, y dijo
que, aunque ya no acostumbraban matar a sus propios hijos (! ), sí ha-
bí an matado a Cristo y eso era mucho peor. «Los judí os reú nen el coro
de los libidinosos, las hordas de mujeres desvergonzadas, y todo ese tea-
tro junto con sus espectadores lo llevan a la sinagoga. Así pues, no hay
ninguna diferencia entre la sinagoga y el teatro. Pero la sinagoga es má s
que un teatro, es una casa de lenocinio, un cubil de bestias inmundas,
una madriguera del diablo. Y las sinagogas no son el ú nico refugio de la-
drones, mercaderes y demonios, porque lo mismo son las almas de los
judí os. » Aconseja a los cristianos que no consulten a mé dicos judí os,
«antes morir», que se alejen de todos los judí os «como peste y plaga del
gé nero humano que son». Y puesto que los judí os «pecaron contra Dios»,
su servidumbre «no conocerá fin», muy al contrario, «se agravará dí a
tras dí a». 41

Casi palidece un Streicher en la comparació n con este «predicador
de la gracia divina» (Baur). Pero incluso despué s de la segunda guerra
mundial se le certifica su «grandeza», su «humanidad», su «humor sua-
ví simo, que exhala un aroma como a rosas» (Anwander), así como «la
viveza cordial del lenguaje», que todaví a «dice cosas al hombre moder-
no que le tocan de cerca» (Kraft); o que las homilí as de Juan «en parte
se leen todaví a hoy como sermones cristianos, caso seguramente ú nico
en toda la Antigü edad helé nica» (V. Campenhausen); mientras que
Hü mmeler, en tiempos de Hitler, no lo olvidemos, «nuestra agitada é po-
ca», le alaba su «elocuencia arrebatadora» y su «tremenda capacidad de
sugestió n sobre las almas». 42

Con extraordinaria insistencia vuelve Juan Crisó stomo sobre el tema
de la eterna servidumbre de los judí os, y abunda, de acuerdo con Pablo
o los profetas, en lo de los «castigos má s graves» por la incredulidad de
los judí os. Incluso cuando Pablo todaví a busca razones para «presentar
la cuestió n bajo una luz má s benigna», Juan constata, satisfecho, que
«no las encuentra, tal como está n las cosas, e incluso lo que dijo de ellos
sirve de acusació n todaví a má s grave» y supone «una nueva condena
contra los judí os», «un golpe». Y la maldició n del profeta: «Oscuré zcan-
se sus ojos de tal modo que no vean, y haz que sus espaldas esté n cada
vez má s encorvadas hacia la tierra», apenas merece comentario alguno
para el santo, pues: «¿ Cuá ndo ha sido tan fá cil como ahora capturar a
los judí os y hacerlos prisioneros? ¿ Cuá ndo habí a encorvado tanto el Se-
ñ or sus espaldas? Y lo que es má s, que no habrá tampoco redenció n de
estos males para ellos». '3


¿ Cuá ndo ha sido tan fá cil como ahora capturar a los judí os y hacerlos
prisioneros? ¿ No es eso invitar a la persecució n, a la caza contra los ju-
dí os? Para Juan, «gran luminaria del orbe terrestre» (Teodoreto), los
judí os son «como los animales, que no tienen uso de razó n», «llenos de
embriaguez y de gula [... ], de extrema perversidad, [... ] no quieren do-
blar la cerviz al yugo de Cristo ni tirar del arado de la Doctrina [... ],
pero tales bestias, que no sirven para el trabajo, só lo son ú tiles para el
matadero. Y así ha sucedido con ellos, que habiendo resultado inú tiles
para el trabajo se les ha destinado al matadero. Y por eso ha dicho Cristo:

" pero en orden a aquellos enemigos mí os, que no me han querido por rey,
conducidlos acá, y quitadles la vida en mi presencia" (Le. 19, 27)». 44

Con razó n dice Franz Tinnefeid que resulta difí cil no ver en estas pa-
labras «la invitació n al genocidio contra los judí os». Y considera «muy
probable, aunque no demostrable» que hubiese una relació n entre estos
sermones odiosos y las actividades antijudí as en la parte oriental del im-
perio. En sus sermones antisemitas, Juan, con metó dica perfidia, pone
siempre en boca del «Cristo» palabras que en su intenció n eran metafó -
ricas, entresacá ndolas arbitrariamente de las pará bolas, como en la de
las diez minas, que acabamos de citar, donde no es Cristo quien habla
sino el supuesto rey dirigié ndose a sus siervos. 45

Es tambié n caracterí stica la reiteració n de Crisó stomo sobre los «vi-
cios antiguos» de los judí os; en lo tocante a vicios actuales, poco tení a
que enseñ ar a sus ovejas, ni habrí an salido moralmente aventajadas en
la comparació n con los judí os. De los judí os del pasado sí podí a decirse
que viví an «en la impiedad y en el pecado, sin omitir los má s graves [... ],
adoraron el becerro de oro [... ] y profanaron el Templo», que «degolla-
ron profetas y derribaron altares»; en una palabra, que el judaismo ha-
bí a «descendido a todo gé nero de aberraciones [... ] hasta la saciedad». 46

Y es que la realidad era bastante distinta, y no poca la influencia de
los judí os en una ciudad como Antioquí a, capital oriental del imperio,
donde la comunidad judí a era especialmente numerosa; se consultaba a
sus mé dicos, se celebraban sus fiestas, se bailaba a pies descalzos con los
judí os en el mercado, se respetaban sus ayunos, se juraba por los libros
santos de la Sinagoga, se solicitaba la bendició n al rabino, y quizá fue
esto ú ltimo lo que má s molestó a Crisó stomo, que escribe: «Es extrañ o,
pero aunque han cesado las abominaciones, el castigo se ha multiplica-
do y no cabe esperar que muden las cosas. No setenta añ os, no cien ni
doscientos, sino trescientos y muchos má s vienen durando sin que se
atisbe ni una sombra de esperanza. Y eso que ahora no adorá is a los í do-
los ni hacé is ninguna de las cosas que antes osabais. ¿ Có mo se explica
esto? [... ] Os lo habí a anunciado el Profeta cuando dijo que vuestras es-
paldas estarí an cada vez má s encorvadas hacia la tierra». Esto significa-
ba, segú n el «boca de oro», la «interminable prolongació n de las penali-
dades» y la «miseria sin fin», 47


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