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De subditos convencidos a convencidos señores




Al principio los obispos romanos reconocieron la supremací a del imperio bizantino en forma espontá nea, plenamente libre e incondicional. Esto es algo que puede decirse incluso de Gregorio I Magno («el Grande», fallecido en 604). Bizancio era una potencia mundial, que abarcaba regiones fundamentales de Asia y de Europa, y cuya influencia se extendí a desde Persia al Atlá ntico. Y la administració n eclesiá stica, desde siempre fuertemente apoyada en la estructura polí tica del imperio universal, se orientaba por la misma. El denominado cesaropapismo, que hizo su aparició n con el primer emperador cristiano, afectó tanto a la Iglesia oriental como a la occidental. Los monarcas, cuya autoridad se tení a por derivada de Dios, durante la é poca de las invasiones de los pueblos del norte, daban ó rdenes a todos los patriarcas y obispos. Y todos tení an que obedecer, incluido naturalmente el obispo de Roma. Como cualquier otro prelado estaba sujeto al emperador. No hubo resistencia alguna o protesta por parte de ningú n papa o patriarca contra la ingerencia del poder civil en los asuntos eclesiá sticos. Los emperadores ejercieron esa intromisió n «sin diferencia alguna en Oriente y en Occidente, y ninguna de ambas secciones de la Iglesia parece que encontró nada malo en el cesaropapismo» (Alivisatos). La vieja palabrerí a apologé tica de los papas, hablando de la «cautividad bizantina», se demuestra así como un manifiesto «sin sentido». Los papas fueron «subditos convencidos y no esclavos del imperio romano» (Richards). 6

Pero en 476 el fracaso del imperio occidental afianzó al papado, el cual experimentó un gran aumento de poder y una ampliació n de su


 

campo de influencia. Y, en su conjunto, tambié n siguió ese camino el episcopado.

'Cierto que en los comienzos el final de la hegemoní a romana, el derrumbamiento de la nobleza senatorial y el desmantelamiento de la administració n se les aparecieron a los cí rculos clericales como una verdadera catá strofe, toda vez que habí an colaborado estrechamente con aquel Estado, y gracias a ello habí an ido ganando cada vez mayor influencia. Pero la ruina del imperio no arrastró en ningú n caso tras de sí la del catolicismo romano. Bien al contrario: al igual que é ste casi siempre y en todas partes sabe sacar provecho de los descalabros y catá strofes, tambié n lo hizo en su tiempo.

En Roma se hundieron los templos, se derrumbó el palacio imperial, en los teatros y en las termas gigantescas se amontonaron las ruinas y creció la maleza y la yedra. Y los sacerdotes se aprovecharon. Las antiguas sillas de los bañ os se convirtieron en cá tedras episcopales, las suntuosas bañ eras de alabastro y pó rfido pasaron a ser pilas bautismales y dudosas urnas de má rtires. Se arrancaron los revestimientos marmó reos de las paredes, los preciosos suelos de mosaico, las bellas columnas y las piedras de las villas antiguas para enriquecer los templos cristianos. Los templos paganos se convirtieron en iglesias cristianas y la Roma de los Cé sares en una ciudad clerical, en la cual prevaleció lo religioso (o lo que se tení a por tal); y en la cual todas las fiestas civiles desaparecieron en favor de las festividades eclesiá sticas, y en ocasiones la creencia en el inminente fin del mundo se generalizó hasta tal punto y tales proporciones adquirió el asalto a los privilegios de los sacerdotes, que el emperador Mauricio prohibió en 592 el ingreso de soldados en los monasterios y de los funcionarios civiles en el estado clerical.

Y como en lo pequeñ o, así tambié n en lo grande. El poder civil de los papas —que fue la base del futuro Estado pontificio o de la Iglesia— brotó formalmente de unas ruinas: de los escombros del imperio romano de Occidente, gracias a la impotencia de Bizancio y a una ambició n curial de dominio siempre creciente. Ya en el siglo v los obispos de Roma, supuestos sucesores de Jesú s, el cual no quiso reino alguno de este mundo ni que sus discí pulos llevasen dinero en la bolsa, eran los mayores terratenientes del imperio romano. Y el desmoronamiento de aquel imperio no hizo sino acelerar la ascensió n de los obispos de Roma, heredando por entero la decadente estructura imperial. 7

Bajo los merovingios, en los primeros tiempos del imperio bizantino, los obispos ganan poder e influencia tambié n en los asuntos «mundanos» o civiles, en todo el á mbito comunal. Controlan los trabajos y los oficios estatales, las fortificaciones urbanas, el suministro de las tropas; má s aú n, intervienen en el nombramiento de los gobernadores de provincias.


Toda la desgracia y decadencia la transforman los obispos romanos en prosperidad suya, cada fracaso lo convierten en ventaja personal, ya se trate de un desastre del reino del Cé sar o del reino de Dios. Y hasta de la desdicha de la invasió n longobarda saben hacer fortuna. Primero se distancian de Bizancio con ayuda de las espadas longobardas —y Bi-zancio estaba debilitada por la mú ltiple presió n de los «bá rbaros»—; má s tarde acabará n con los longobardos gracias a los francos... siempre del lado de los salteadores, con una estrategia parasitaria, como el mundo jamá s habí a conocido.

Sus pretensiones de primado frente a sus iguales los otros patriarcas, y especialmente frente a los de Bizancio, las vení an sosteniendo los papas desde hací a largo tiempo con mú ltiples astucias y falseamientos. Y ya en el siglo vn, al menos como cabezas supremas de la Iglesia de Occidente y como gobernadores de las partes romanas, fueron ya de fació relativamente independientes; de jure lo serí an tambié n en el siglo vin, aunque a travé s de una pura transgresió n jurí dica. Cierto que todaví a hasta 787 fechan sus cartas por los añ os de reinado de los emperadores bizantinos; pero ya bajo Gregorio II (715-731) el gobernador bizantino fue expulsado de Roma con motivo de la «revolució n romana», como fue expulsado el ejé rcito bizantino de Benevento y de Spoleto, con ayuda por supuesto de las tropas longobardas. Despué s que los longobardos habí an contribuido a un poder excesivo de los papas, é stos se valieron de los francos para aniquilarlos. A partir de entonces colaboraron y prosperaron con los emperadores francos. Y cuando se sintieron lo bastante fuertes, quisieron ser tambié n los señ ores del imperio.

Hasta el añ o 753 el papa romano es un subdito devoto (en mayor o menor grado) de Constantinopla. Pero pronto en Roma se deja de contar el tiempo por los añ os del emperador, se dejan de acuñ ar monedas imperiales, se eliminan de las iglesias las imá genes imperiales y se deja de mencionar el nombre del emperador en el servicio litú rgico. El papa se alia, por el contrario, con el rey germá nico en contra de quienes habí an sido hasta entonces sus soberanos. Y al rey germá nico confiere el papa los privilegios imperiales, entre los que no faltan algunos nuevos por completo, y hasta le ofrece la corona imperial. Es una polí tica, que beneficia sobre todo al papa pues casi le convierte en el «padre de la familia gobernante». 8

La coronació n imperial de Carlos el añ o 800 en Roma por parte del papa Leó n III fue un hecho antijurí dico, una provocació n al emperador bizantino, hasta entonces ú nica cabeza suprema legal del mundo cristiano, y en Constantinopla só lo pudo interpretarse como una rebelió n. De hecho el giro de los papas hacia los francos provocó la ruptura definitiva con Bizancio.

Y aunque en 812 el emperador Miguel I reconoce a Carlos «el Grande»


como imperator de Occidente y como soberano parigual, en el fondo Bizancio siempre consideró el imperio occidental como una usurpació n. En la coronació n de Lotario, en 823, el papa le entregó la espada para la defensa y protecció n de la Iglesia: y paso a paso Roma puso bajo su influencia a los reyes romanogermá nicos. Efectivamente, tras la caí da de los monarcas romanooccidentales se introdujeron simbiosis nuevas con los nuevos gobernantes, con Teodorico, Clodoveo, Pipino, Carlos. Pero tambié n los futuros grandes imperios germá nicos de Alfredo (871-899), de Otó n I (936-973) y de Olaf el Santo (1015-1028), que promovió la expansió n del cristianismo con mé todos bá rbaros, só lo pudieron asentarse sobre una base cristiana, por no hablar del imperio germá nico medieval. 9

Ese Sacro Imperio Romano ciertamente que apenas tuvo algo de romano y absolutamente nada de sacro y santo, a no ser que (con toda razó n) como Helvé tius, Nietzsche y otros se vea en lo sacro el compendio de lo criminal. Comoquiera que sea, mediante la liquidació n de los logros relativos de arrí anos y paganos y con la obtenció n de un Estado propio el papado consiguió el agrandamiento constante tanto de su poder como de sus posesiones. 10

Sobre todo a comienzos de la Edad Media el encadenamiento de Estado e Iglesia fue muy estrecho. El derecho civil y el canó nico no só lo tení an la misma base, sino que los deseos y exigencias clericales tambié n encontraron expresió n en leyes civiles. Los decretos de los «concilla mixta» tení an vigencia para el Estado y para la Iglesia por igual.

Tambié n los obispos procedí an de la aristocracia y con ella se relacionaban, como hermanos, sobrinos e hijos de la nobleza cí vica. Y con ella compartí an los mismos intereses polí ticos y econó micos. Consecuentemente a lo largo de la Edad Media tambié n se vieron arrastrados a la lucha de los grandes, combatieron con los reyes contra el emperador y con el emperador contra el papa, y con un papa contra el otro durante 171 añ os. Combatieron con los clé rigos diocesanos contra los monjes y tambié n contra sus colegas, dá ndoles batalla en el campo, en las calles y en las iglesias, con el puñ al y con el veneno y de todos los modos imaginables. La alta traició n y la rebelió n fueron para el clero —segú n el teó logo cató lico Kober— «un fenó meno completamente habitual». "

Frente a los Estados y las denominadas autoridades la gran Iglesia cristiana no tuvo en la prá ctica otro principio que é ste: pacta siempre con el poder má s provechoso. En todos sus contactos estatales só lo se dejó guiar por su ú nica ventaja (en su lenguaje: por «Dios», ¡ el conocimiento má s importante en la historia de la Iglesia! ). El oportunismo fue siempre el principio supremo. Ú nicamente cuando esa Iglesia alcanzaba lo que querí a, estaba tambié n dispuesta a dar algo, y naturalmente que lo menos posible, aunque prometiera mucho. «Aniquila tú conmigo a


los herejes, y yo aniquilaré contigo a los persas», invitaba el patriarca Nestorio al emperador, en su discurso de toma de posesió n en 428 (sin imaginar que bien pronto é l mismo serí a condenado como «hereje»).

Eran dé biles, se doblegaban como juncos azotados por el viento. Cuando el patriarca Poppo de Aquileya tomó posesió n de Grado y de su sede patriarcal, habrí a sido posible el comienzo de la incorporació n de Venecia al imperio germá nico, y el papa Juan XIX enseguida estuvo de acuerdo. Mas cuando Poppo hubo de huir ese mismo añ o regresando el patriarca legí timo, dicho papa Juan tambié n le dio su bendició n. Tres añ os despué s —Conrado II se dirigió a Roma para la coronació n imperial— de nuevo Juan condenó al patriarca veneciano accediendo a los deseos germá nicos y devolvió Grado a la jurisdicció n de Aquileya. Y tras el fracaso de las ambiciones alemanas, Benedicto IX, sucesor de Juan, de nuevo devolvió la independencia a la ciudad de Grado. 12

Y con la mira puesta en el propio poder, tambié n los emperadores y prí ncipes cató licos combatidos mantuvieron estrechamente unidos Iglesia y Estado, pese a las tensiones, conflictos y enfrentamientos de todo tipo, desde finales de la Edad Antigua hasta el tiempo de la reforma protestante. A lo largo de má s de un milenio no cabe separar la historia de ambas instituciones. Má s aú n: «En el epicentro de todos los intereses, ya fuesen de orden espiritual o polí tico, estuvo la Iglesia; a ella pertenecieron la acció n y la omisió n, la polí tica y el poder legislativo, todas las fuerzas motrices del mundo estuvieron a su servicio y de ella derivaban sus prerrogativas. La cultura y la historia de la Edad Media se confunden con la Iglesia». 13

Mas con su poderosa protecció n material, su fuerza organizativa y la participació n en la vida jurí dica y polí ticoestatal, su influencia creció de continuo. La Iglesia cató lica preconstantiniana prohibió a los clé rigos con todo rigor que aceptasen cargos pú blicos; pero ya a finales de la antigü edad se le confiaron a un obispo de Galia ciertas opciones militares, como la construcció n de una fortaleza. Y lo que se perdí a en el sur a manos de los á rabes, los «infieles», se compensaba con la expansió n del cristianismo hacia el norte.

Bajo los merovingios el cristianismo llegó a ser el poder ideoló gico decisorio. Casi se dieron dinastí as formales de obispos, hasta el punto de que Chilperico de Soissons pronunció la famosa frase: «Nadie gobierna má s que los obispos; é sa es nuestra gloria».

Tambié n entre los ostrogodos arrí anos asumió el episcopado funciones estatales. En la Inglaterra de comienzos de la Edad Media los prelados eclesiá sticos son miembros de las dietas, estadistas y mariscales de campo. A una con el regente definen el derecho, son sus primeros consejeros; ellos eligen a los reyes, los derriban y los aupan. Tambié n en Italia actuaron obispos y abades, junto a los condes, como funcionarios


 

de la administració n y, a una con los grandes de la aristocracia civil, ejercieron de legisladores. Es evidente que desde mediados del siglo vi hasta finales del vil la vida pú blica estuvo allí totalmente marcada y dominada por la Iglesia. '4

Tambié n má s tarde, si proyectamos la mirada má s allá del perí odo de tiempo al que nos estamos refiriendo, la Iglesia sobrevivió a sus aliados y superó todos los derrumbamientos. Se hundí a una potencia, y ya estaba ella alzá ndose con la siguiente; o al menos se mantení a preparada para ello. Cierto que no era má s que un Estado junto a otros estados, pero su «metafí sica» se adelantaba a todos. Y mientras pretextaba siempre lo religioso, las visiones espirituales, la predicació n espiritual, mientras que proclamaba a todo el mundo «lo superior», aspiraba al dominio polí tico del mundo.

Relativamente temprano papas y obispos habí an ya intentado convertir al Estado en su alguacil, sometié ndoselo para encaramarse ellos mismos. Algunos padres de la Iglesia, como Ambrosio o Juan Crisó sto-mo, así lo dan a entender claramente; pero es el papa Gelasio I (492-496) el que só lo unas generaciones despué s proclama con la mayor arrogancia su «doctrina de los dos poderes», que tanta relevancia iba a tener en la historia universal. Poco despué s el poder real tendrá que someter «piadosamente la cerviz» a la sagrada «autoridad» de los obispos.

Agustí n, sin embargo, no conoce todaví a la doctrina de una subordinació n del Estado. En una é poca en que la Iglesia viví a en armoní a con é l, pudo el santo asegurar —sabe el cielo cuá ntas veces— que la fe cristiana reforzaba la lealtad de los ciudadanos al Estado y que creaba subditos obedientes y bien dispuestos. Para ello era totalmente indiferente quié n fuese el gobernante. «¿ Qué importa el gobierno bajo el que vive el hombre, que de todos modos ha de morir? ¡ Lo ú nico que importa es que los gobernantes no lo induzcan a la impiedad y la injusticia! » Cierto que si faltaba la «justicia» —y eso significa aquí la Iglesia, el obispo—, para Agustí n los gobiernos apenas eran otra cosa que «grandes bandas de salteadores». '5

Pero en la Edad Media la ambició n de dominio del clero creció a la par que su poder. La miseria de las masas no lo movió ni de lejos como el propio egoí smo.

Los sí nodos francos de principios del siglo ix se preocupan mucho menos de la necesidad general que de la inviolabilidad de los bienes de la Iglesia y de la liberació n de los prelados de cualquier opresió n civil. Así, en junio de 829, cuando las masas populares sufrí an terribles penalidades desde hací a añ os, el sí nodo de Parí s declara: «Y el emperador Constantino —segú n contaban, apoyá ndose en el relato de Rufino— habrí a manifestado a los obispos en el Concilio de Nicea: " Dios os ha


constituido sacerdotes y os ha otorgado el poder hasta de juzgarnos, y por ello seremos juzgados por vosotros con justicia, mas vosotros no podé is ser juzgados por los hombres, pues vosotros, el don que Dios os ha otorgado, sois de Dios, y los hombres no deben juzgar a los dioses" ». 16

Mas los «dioses» empezaron entonces a comprender la doctrina ge-lasiana de los dos poderes y a tomarse en serio lo que antes só lo contaba con un respaldo teó rico. Para Nicolá s I (858-867), que llevó el papado «a la altura soberbia de una posició n en el mundo, que dejó muy por detrá s a todos los otros poderes» (Sappeit), resultaba evidente que el poder espiritual prevalecí a sobre el poder profano y le correspondí a una «suprema autoridad de direcció n». De lo cual derivaba a su vez un deber de obediencia por parte de los prí ncipes, que poco a poco fue ganando terreno, no só lo frente a los preceptos en el á mbito eclesiá stico, sino tambié n en los conflictos fronterizos y en todas las cuestiones de la ley moral cristiana. En la prá ctica eso significó que, siempre que el clero viese lesionados sus intereses, el Estado podí a y debí a doblegarse (como ocurre todaví a hoy en muchos casos, por ejemplo en el aborto o en lo que se llama perturbació n de la paz religiosa). 17

Pero si al principio el papado defendió la doctrina de los dos poderes o autoridades, la auctoritas sacra pontificum y la regalis potestas, que se completaban mutuamente, al socaire de la misma se introdujo despué s la doctrina de las «dos espadas» (dú o gladii). Estando a la misma, y segú n la afirmació n romana, Cristo habrí a otorgado al papado las dos espadas, el poder espiritual y civil; en una palabra, le habrí a otorgado la hegemoní a. Pues cuando los pontí fices romanos se hicieron con el poder y fueron soberanos de un Estado, ya no tuvieron necesidad de una fuerte monarquí a germá nica hereditaria, como tampoco necesitaron de la unidad moná rquica de Italia, a la que por lo mismo combatieron con todos los medios a su alcance, incluso con la fuerza de las armas, hasta la segunda mitad del siglo xix. 18

Objetivo del papado fue entonces el dominio polí tico del mundo bajo consignas espirituales (y a este respecto todaví a hoy no existe en general duda alguna). Mientras ejercí a una tutela espiritual sobre las masas y mientras —con una actitud tí pica de toda la Edad Media cristiana— referí a la vida toda a un futuro reino de Dios, a la obtenció n de la felicidad eterna, no dejaba de perseguir en forma cada vez má s rigurosa unos intereses puramente materiales, se emancipaba definitivamente del imperio occidental y en una lucha secular hací a morder el polvo a los Hohenstaufen para convertirse en soberano de todos y de todo. Un verdadero pará sito, que tras haber bebido la sangre de los demá s, tras haberse encaramado a lo alto con mentiras y falsedades y tras haber ido sonsacando cada vez má s derechos y competencias, los despojó y hasta


empuñ ó las armas, y con discursos celestiales continuó preocupá ndose de su poder terreno en forma extremadamente brutal.

En teorí a llegó a ser fundamental para las relaciones con el Estado la doctrina paulina de la institució n divina de la autoridad y del deber de una sumisió n general. La obediencia que ahí se predica, la docilidad absoluta de los subditos, contrasta abiertamente con el odio contra el Estado tan difundido entre los primeros cristianos, pero ha continuado siendo determinante hasta nuestros dí as. De ese modo la Iglesia se gana a los respectivos gobernantes, con los que ha de colaborar para mantenerse a sí misma en el poder. 19

Con Gregorio VII (autor del Dictatus papae), que en 1076 inicia la lucha contra el emperador, que reivindica derechos sobre Có rcega y Cerdeñ a, sobre el reino normando de Italia meridional, sobre Francia, Hungrí a, Dalmacia, Dinamarca y Rusia, se perciben ya ciertas resonancias de una teorí a, segú n la cual al papa le compete todo el poder, incluido el derecho a disponer de los Estados. Gregorio y sus sucesores reclaman al menos una «potestas indirecta in temporalice que la bula «Unam sanctam» (1302) de Bonifacio VIII eleva a una «potestas directa in tem-poralia», en la cual insiste todaví a el Concilio de Letrá n de 1517, y de la que só lo en 1885 se distanciará oficialmente Leó n XIII.

Segú n Gregorio VII y sus sucesores de la baja Edad Media, y siempre en conexió n con el pensamiento de Agustí n, el poder imperial tiene su origen en el diablo. Es un poder «carnal», como en general todo principado mundano, y está en posesió n de «pecadores». Pero el poder diabó lico puede convertirse en bendició n mediante el poder perdonador, sanante y salví fico del papado, mediante la subordinació n al Sacerdote/Rey. Má s aú n, la fundació n de cada nuevo Estado en este mundo tiranizado por el diablo só lo se legitima mediante el reconocimiento papal. El papa aparece ahí como el ú nico sosté n de la verdad y de la justicia, como el señ or y juez soberano del mundo. Todo debe prestar obediencia al sucesor de Pedro. Así escribí a dicho papa: «Quien está separado de Pedro no puede obtener victoria alguna en la lucha ni felicidad alguna en el mundo, pues con rigor duro como el acero destruye y hace añ icos cuanto le sale al paso. Nadie ni nada escapa a su poder». 20

Desde esa posició n eminente del papa saca Bernardo de Claraval la consecuencia siguiente: «La plenitud del poder sobre las iglesias del orbe le ha sido conferida a la sede apostó lica mediante unas prerrogativas singulares. De ahí que quien se opone a esa autoridad se resiste a las ó rdenes de Dios». Cierto que a otros escritores cristianos de la é poca los soliviantaba ¡ que el papa prefiriese ser emperador! Tambié n adopta por entonces el sistema feudal, factor jurí dico-polí tico determinante de aquel tiempo. Como supremo señ or feudal adjudica reinos y principados. Y así como Gregorio VII habí a querido recompensar a Guillermo


el Conquistador con Inglaterra, así má s tarde Adriano IV asignó Irlanda a Enrique II, aunque ni uno ni otro consintieran en ello.

Todaví a en el siglo xx figura en la basí lica de San Pedro una estatua de Pí o XII, el gran interlocutor del fascismo, como «rector mundi», como caudillo del mundo. 21

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CAPÍ TULO 1

 

 

LA CRISTIANIZACIÓ N DE LOS GERMANOS

 

 

«La introducció n del cristianismo entre los germanos fue el don má s precioso del cielo... El cristianismo ha ennoblecido las buenas dotes naturales de nuestros antepasados y consagró la misió n histó rica del pueblo alemá n en Occidente... »

carta PASTORAL DEL EPISCOPADO ALEMÁ N,

 7 DE JUNIO DE 1934'

 

 

«En este sentido tambié n anhelaban formalmente un cambio y una conversió n [... }. Cuando se consiguió hacerles llegar correctamente la figura de Cristo, el mensaje cristiano debió de sonar en sus oí dos como la epopeya má s excelsa que jamá s habí an escuchado. »

antó n stonnar, 19342 (con imprimá tur eclesiá stico)


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