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Difusión del cristianismo en Occidente




Difusió n del cristianismo en Occidente

 

A finales de la Antigü edad y durante los siglos sucesivos el cristianismo conquistó el mundo germá nico. Por obra de ejé rcitos y mercaderes se habí a extendido má s allá del norte de la Galia hasta el Rin. En las antiguas provincias renanas hubo comunidades cristianas probablemente ya desde finales del siglo ni; desde la é poca constantiniana se levantaron iglesias en Bonn, Xanten, Colonia y, especialmente, en Tré veris, residencia oficial del Cé sar desde 293. 3

Materno, obispo de Colonia, intervino en el sí nodo de Letrá n de 313, y un obispo de Tré veris, Agroecio, participó en el sí nodo de Arles del añ o 314. Pero, tras la muerte de Severino (nacido en 397), obispo de Colonia, durante má s de 150 añ os no conocemos el nombre de ningú n obispo en dicha ciudad. El obispo residencial de Maguncia, Sidonio, es el prelado del que tenemos un testimonio histó rico seguro, y no aparece hasta el siglo vi. Só lo en los siglos v-vi se encuentran tambié n en el Concilio de Parí s de 614 (¿ o de 615? ) 35 prelados (de los 79 reunidos) con nombres alemanes, y entre ellos los de Estrasburgo, Espira y Worms. Las inscripciones cristianas má s antiguas (ú nicamente sobre losas sepulcrales) se remontan al siglo v y en su mayorí a proceden del cementerio de la Albankirche de Maguncia, desaparecido en la guerra de los Treinta Añ os. 4

Pero a finales del siglo iv el cristianismo era ya la religió n dominante en algunas zonas renanas, porque «las leyes de Teodosio, Graciano y Valentiniano II imponí an la entrada» en el mismo. 5

Ya antes la Iglesia cató lica habí a alcanzado una dimensió n considerable en la Galia. Hacia 250 habí a ya iglesias episcopales en Lyon, Vienne, Arles, Toulouse, Narbona y Autun, cuyo prelado Simplicio destruyó allí en el siglo iv una estatua de Cibeles (localmente denominada Bereconthia), que fue arrastrada en una procesió n por la campañ a.

En el Concilio de Arles (314) se reunieron 16 representantes de obispados galos. Es interesante observar que por aquella é poca el cuadro de distribució n de las comunidades cristianas coincide aproximada-


mente con las «zonas de mayor fuerza econó mica» (Beisel). En la segunda mitad del siglo iv las sedes episcopales dan la impresió n de que «brotan casi por todas partes» (Demougeot). La Notitia Galliarum, una especie de registro provincial de Galia y Germania relaciona entre 390 y 413 no menos de 17 sedes metropolitanas con 95 dió cesis subordinadas. Por lo demá s, muchas de ellas volvieron a desaparecer a lo largo del siglo v. Numerosos obispados quedaron vacantes con los prelados huidos o desterrados y en ocasiones hundié ndose con su ciudad, como ocurrió entre los helvecios con la sede de Nyon, arrasada por los alemanes. (De todos modos en tiempo de Clodoveo habí a 9 sedes metropolitanas con aproximadamente 120 obispados. )6

Pero estallaron las disensiones entre el episcopado, y eso favoreció la intromisió n de los papas. 7

En las postrimerí as del siglo v empezó la evangelizació n de los francos; a finales del vi la de los anglosajones y los longobardos; en el siglo ix se acometió la cristianizació n del norte de Europa y, acabando el milenio, la de los checos, polacos y hú ngaros. Y, como el cristianismo no era ya una religió n despreciada cual lo habí a sido en la é poca preconstantiniana, sino la religió n oficial de un imperio, los papas ya no atraparon en su red a algunos individuos sino a pueblos enteros, a la vez que en otras partes tambié n aniquilaban pueblos enteros «no dejando verde ni seco», como alardea el padre de la Iglesia, Isidoro; tal ocurrió, por ejemplo, con los ostrogodos o con los vá ndalos, de los que el monje marsellé s Pró spero Tiro proporcionó a la Edad Media un cuadro todaví a vigente, y que a menudo fueron objeto de una «propaganda cruel» (Diesner). 8

 

Mé todos y motivos de conversió n

 

La cristianizació n de los pueblos germá nicos —designados en las fuentes como nationes, gentes, populi, civitates, etc. — no só lo se dio en é pocas muy diversas sino que tambié n de formas muy diferentes.

Pero en la misió n germá nica confluyeron dos actividades cristianas tí picas: la predicació n y la destrucció n. Pero en la é poca merovingia no fue la pré dica el instrumento primordial de misió n. «Hubo un mé todo má s elocuente para demostrar a los paganos la impotencia de sus dioses y el poder supremo del Dios cristiano: la destrucció n de los santuarios gentiles. La predicació n misionera solí a introducir o aclarar tales destrucciones, pasando por alto a un segundo lugar, en contraste con la antigua forma de misió n cristiana» (Blanke). Y Jü rgen Misch escribe:

«Ya los primeros misioneros pasaron por alto sin escrú pulo muchas cosas, que realmente pertenecen a la sustancia de la doctrina de Jesú s. Con vistas a la admisió n nominal se cambiaron, omitieron y falsearon


 

muchas otras cosas. Eso indica con toda claridad que allí no se trataba tanto de la difusió n de una nueva doctrina salví fica para la salvació n de las almas que creyeran cuanto de unos intereses de poder muy reales, que se aprovechaban de los mismos... El reino de Dios sobre la tierra era de naturaleza material y mundana por entero, y su establecimiento se impulsó por todos los medios, realmente por todos los medios». 9

Por supuesto que no só lo se destruyó; con frecuencia se llegó «simplemente» a las denominadas cristianizaciones; es decir, se transformaban los templos gentiles en iglesias cristianas expulsando los malos espí ritus mediante unos ritos de exorcismo y consagrando de nuevo los edificios. Se transformó e incorporó cuanto parecí a ú til, destruyendo todo lo demá s, como obra infame del diablo.

Un motivo importante en la conversió n de los paganos, y tambié n en la tutorí a de los ya convertidos, fue sin duda alguna la constante infiltració n de escrú pulos y temores, en una actitud alarmista que sembró el miedo durante siglos. El miedo, en efecto, fue «el estado caracterí stico del hombre corriente en la Edad Media...: miedo a la peste, miedo a la invasió n de ejé rcitos extranjeros, miedo al recaudador de impuestos, miedo a la brujerí a y a la magia y, sobre todo, mie4o a lo desconocido» (Richards). Los sacerdotes de muchas religiones vivieron y viven del miedo de aquellos a quienes dirigen, tambié n y en especial los sacerdotes cristianos. 10

Es bien significativo el que san Cesá reo de Arles (fallecido en 542), un arzobispo absolutamente fiel a Roma (especialista en la «cura de almas de la regió n», debiendo muy especialmente su fama a la predicació n de cada dí a), en casi todas sus intervenciones propagandí sticas, que suman má s de doscientas, aterra con «el juicio final». Cualquiera que sea la ocasió n de sus efusiones homilé ticas, casi nunca deja de evocar con insistencia el «tribunal de Cristo», el «juez eterno», su «sentencia dura e irrevocable», etc. "

Las conversiones de los germanos paganos al cristianismo se debieron con frecuencia a motivos puramente materiales, actuando ya las «razones de prestigio», sobre todo cuando se entraba bajo la tutela de vecinos cristianos. Gentiles ilustres podí an ser ahuyentados «como perros» de los banquetes de sus cortes principescas, debido a que se prohibí a a los cristianos sentarse con paganos a la misma mesa. Es sintomá tico el que tambié n entre bá varos, turingios y sajones fuese la nobleza la primera que de inmediato se postró ante la cruz.

Tambié n el afá n de lucro desempeñ ó su papel, como lo ilustra elocuentemente la ané cdota de aquel normando que en compañ í a de otros cincuenta acudió para pascua a la corte del emperador Luis, para hacerse bautizar. Mas, como faltasen muchas vestiduras bautismales, se cosieron a toda prisa unos vestidos sustitutorios, por lo que irritado un


viejo neó fito le gritó al emperador: «Veinte veces ya me han bañ ado aquí ponié ndome las vestiduras mejores, pero un saco como é ste no es el que conviene a un guerrero sino a un porquerizo [subulcos}. Y si no me avergonzase de mi desnudez despué s de haber sido despojado de mis vestidos, y sin haber endosado los proporcionados por ti, te dejarí a tu vestidura y a tu Cristo». "

Desde hace largo tiempo sabemos que muchas de las cosas —no todas— que se cuentan a la gente sobre los «germanos» son falsas. El germano no era tan probo, tan sincero, leal y honrado, tan justo y desinteresado, como lo viene presentando desde hace tanto tiempo la imagen tradicional y que en Alemania precisamente se ha convertido en la versió n oficial. O só lo lo fue en un estadio temprano de su evolució n. Los valores tradicionales de la leyenda heroica germana, de la ideologí a polí tica, así como la ilusió n del «noble pueblo» de los alemanes, de sus rasgos sublimes de honradez y lealtad, es algo que suena a cliché kitsch. La imagen del «libro de lectura de los germanos» es falsa y, sobre todo, responde a una inspiració n antité tica, ya que en buena parte es una «contrafigura del romano». Y tanto má s peligroso cuanto que —entre otras cosas— a finales del siglo xix, y a travé s de la identificació n entre vieja cultura alemana y vieja cultura nó rdica, habitual desde el romanticismo, cobró una explosividad polí tica «de cara a las relaciones del " indogermano" con el " semita" » (Von Sea). El «indogermano» se convierte así en una especie de germano revivido, y con ello en el polo opuesto del judí o, como el germano lo fue del romano en los viejos tiempos... Cual si la humanidad, o una gran parte de la misma, encajase en la fó rmula de Werner Sombart, un berliné s especialista en economí a nacional, que figura en su escrito combativo Handler una Helden (Mercaderes y hé roes, 1915).

«Imbuido de militarismo», como é l mismo alardea, a Sombart se le aprecia entonces «la guerra en sí como algo sagrado, como lo má s sagrado sobre la tierra». Y en forma muy similar pensaban, escribí an y predicaban innumerables curas campesinos y de los otros, coetá neos suyos (tanto del bando de Alemania como de sus adversarios). 13

En esa imagen tradicional de los germanos hay, sin embargo, una cosa cierta —entre otras—: su predilecció n por la disputa, la lucha y la guerra. Tan cierto, que los propagandistas del cristianismo empezaron aquí.

 

 

Jesucristo pasa a ser el espadó n germá nico,

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