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El antijudaísmo en la Iglesia de los siglos II al IV




La hostilidad creciente contra los judí os en tiempos del cristianismo
primitivo se observa en los escritos de iospatres aevi apostolici, es decir,
de los padres apostó licos, designació n é sta creada por la patrí stica del si-
glo XVII para referirse a los autores que vivieron poco despué s que los
apó stoles: «Cuando la tierra todaví a estaba caliente de la sangre de
Cristo», segú n la expresió n de san Jeró nimo.

De ellos só lo conocemos bien a uno, Ignacio, obispo de Antioquí a
de Siria, que escribió, a comienzos del siglo n, varias epí stolas contra los
judí os. «Cuando alguien venga a predicaros de cosas de judí os, no le es-
cuché is», exhorta Ignacio, porque las doctrinas del judaismo son «falsas
y erró neas», «astucias», «consejas de viejos, que de nada sirven», «fala-
cias que son como columnas funerarias y cá maras sepulcrales». Los ju-
dí os «no han recibido la gracia», al contrario, persiguieron a los «profe-
tas inspirados por el Señ or». «Apartad de vosotros la levadura que se ha
corrompido... ». 23

Toda la literatura cristiana, siguiendo la lí nea que empieza a marcar
el Nuevo Testamento, vilipendia a los judí os llamá ndolos asesinos de
profetas..., como si aqué llos no se hubieran dedicado a otra cosa; sin
embargo, de los numerosos profetas citados en el Antiguo Testamento,
só lo dos fueron efectivamente asesinados, 24 mientras que Elias, segú n la
Biblia, hizo degollar a 450 sacerdotes de Baal, como ya hemos visto.

La carta de Bernabé, originaria de Siria hacia el añ o 130, muy aprecia-
da por la Iglesia antigua y que figuró durante algú n tiempo entre los tex-
tos de lectura obligada, les niega a los judí os sus Sagradas Escrituras di-
ciendo que no las entienden, «porque se dejan persuadir por el á ngel del
mal». En cambio, el autor de la epí stola, un pagano converso y visible-
mente iluminado, ofrece pruebas de una comprensió n muy superior. Al
glosar, por ejemplo, la prohibició n de comer carne de liebre, explica
que va contra la pederastí a y similares, porque la liebre renueva el ano


todas las temporadas y «tiene tantos orificios cuantos añ os ha vivido».
Tampoco quiere admitir el desconocido autor que los judí os tengan al-
gú n tipo de alianza con el Señ or, puesto que se hicieron indignos de ello
«a causa de sus prevaricaciones». Al fin y al cabo, Cristo vino al mundo
«para que fuese colmada la medida de los pecados de quienes habí an
perseguido a sus profetas hasta la muerte», por lo que Jerusalé n e Israel
estaban «condenados a desaparecer». 25

San Justino, importante filó sofo del siglo II, se manifiesta (lo mismo
que Tertuliano, Atanasio y otros) muy complacido con la terrible des-
trucció n de Palestina a manos de los romanos, la ruina de sus ciudades y
la quema de sus habitantes. Todo ello lo juzga el santo como un castigo
del cielo, «lo que os ha sucedido, bien empleado os está [... ], hijos des-
naturalizados, ralea criminal, hijos de ramera». Y no acaban ahí las in-
vectivas del «suaví simo Justino» (Harnack), cuya fiesta figura adscrita al
14 de abril por disposició n de Leó n XIII (fallecido en 1903); dicho santo
dedica muchos otros epí tetos a los judí os: los llama enfermos de alma,
degenerados, ciegos, cojos, idó latras, hijos de puta y sacos de maldad.
Afirma que no hay agua suficiente en los mares para limpiarlos. Este
hombre, que segú n el exé geta Eusebio vivió «al servicio de la verdad» y
murió «por anunciar la verdad», afirma que los judí os son culpables de
todas las «injusticias que cometen todos los demá s hombres», calumnia
en la que no cayó ni siquiera Streicher, el propagandista de Hitler. Sin
embargo, vemos que el prior benedictino Gross no dice ni una sola pala-
bra acerca del antijudaí smo de Justino en el correspondiente artí culo del
Lexikonfü r Theologie und Kirche, de 1960. En cambio, el mismo autor
figura en un libro de texto, la Historia de la Iglesia antigua de 1970, como
«personaje ejemplar». 26

A finales del siglo II, Melitó n de Sardes (poco despué s colocado
por su colega Polí crates de Efeso entre las grandes estrellas de la Igle-
sia en el Asia Menor) escribe un sermó n terrible. Una y otra vez fustiga
la «ingratitud» de los judí os, y lanza de nuevo «la terrible acusació n del
deicidio [... ] entendido como una culpa hereditaria» (segú n el cató lico
Frank).

Israel nació n ingrata...,

tesoros de gracia recibiste

y los pagaste con negra ingratitud,

devolviendo mal por bien,

tribulaciones por alegrí a,

¡ muerte por vida!

Tú debí as morir en su lugar.

Mas no fue así, truena la voz del predicador «universalmente reco-
nocido como uno de los profetas que recibieron aú n los ú ltimos fulgores
del cristianismo primitivo» (Quasten), conservada en un papiro manus-
crito cuyo contenido no fue publicado hasta 1940:


¡ Mataste a Nuestro Señ or
en medio de Jerusalé n!
Oí dlo todas las generaciones
y vé alo:

«Se ha cometido un crimen inaudito»... 27

A comienzos del siglo III, el obispo romano Hipó lito, discí pulo de san
Ireneo y padre de la «cató lica Iglesia primitiva», redactó un panfleto vene-
noso, Contra los judí os, llamados «esclavos de las naciones», y pide que la
servidumbre de este pueblo dure, no setenta añ os como el cautiverio de
Babilonia, no cuatrocientos treinta añ os como en Egipto, sino «por toda
la eternidad». San Cipriano, que fue un hombre muy rico, retor y obispo
de Cartago en el añ o 248 despué s de divorciarse de su mujer, se dedicó a
coleccionar aforismos antijudí os y suministró así munició n a todos los an-
tisemitas cristianos de la Edad Media. Segú n las enseñ anzas de este cé lebre
má rtir, caracterizado por su «indulgencia y cordial hombrí a de bien» (Er-
hard), los judí os «tienen por padre al diablo»; exactamente lo mismo que
decí an los ró tulos de los escaparates en la redacció n del Stü rmer, el perió di-
co de agitació n de las SS hitlerianas. El gran autor Tertuliano dice que las
sinagogas son «las fuentes de la persecució n» (fontes persecutionum), olvi-
dando que los judí os no intervinieron en las persecuciones de los siglos u,
III y IV contra los cristianos. Ló gico, porque tales reproches pertenecen al
repertorio habitual de la comunicació n entre religiones, basada en la ca-
lumnia mutua. Tertuliano tambié n nos hace saber que los judí os no van
al cielo, que ni siquiera tienen nada que ver con el Dios de los cristianos, y
afirma: «Aunque Israel se lavase todos los miembros a diario, jamá s lle-
garí a a purificarse». Incluso el noble Orí genes, pronto clasificado entre
los herejes, opina que las doctrinas de los judí os de su é poca no son má s
que fá bulas y palabras hueras; a sus antepasados les reprocha, una vez
má s, «el crimen má s abominable» contra «el Salvador del gé nero huma-
no [... ]. Por eso era necesario que fuese destruida la ciudad donde Jesú s
padeció, y que el pueblo judí o fuese expulsado de su patria». En la epí s-
tola de Diogneto, autor cuyo nivel intelectual y dominio de la lengua tie-
ne en mucha estima la teologí a actual, hallamos asimismo las burlas usua-
les contra las costumbres de los judí os y la caracterizació n de é stos como
estú pidos, supersticiosos, hipó critas, ridí culos, impí os; en una palabra,
«establece todo un catá logo de vicios judaicos» (C. Schneider). 20

Con el aumento del poder del clero en el siglo IV, tambié n creció la
virulencia del antijudaí smo, como ha observado el teó logo Harnack.
Cada vez es má s frecuente que los «padres» se dediquen a escribir pan-
fletos Contra judí os. Algunos de los má s antiguos se han perdido; nues-
tras referencias empiezan con los de Tertuliano (otro que luego se des-
colgó de la Iglesia oficial), Hipó lito de Roma, y una serie de doctores de
la Iglesia, desde san Agustí n hasta san Isidoro de Sevilla en el siglo vil.
Los opú sculos antijudí os se convierten en literatura de gé nero dentro de
la Iglesia (Oepke). 29


Gregorio Niseno, aun hoy celebrado como gran teó logo, condenó a
los judí os en una sola letaní a, donde los llama asesinos de Dios y de los
profetas, enemigos de Dios, gente que aborrece a Dios, que desprecia la
Ley, abogados del diablo, raza blasfema, calumniadores, ralea de fari-
seos, pecadores, lapidadores, enemigos de la honradez, asamblea de Sa-
tá n, etcé tera. «Ni siquiera Hitler formuló contra los judí os má s acusacio-
nes en menos palabras que el santo y obispo de hace mil seiscientos añ os»,
alaban unos «cató licos estrictos» en un panfleto de varios cientos de pá -
ginas. .., contemporá neo del Concilio Vaticano II, por cierto. 30

San Atanasio, «una de las figuras má s importantes de la historia de
la Iglesia», un «emisario de la divina Providencia» (Lippl), no só lo atacó
durante toda su vida a los paganos, llamá ndoles «herejes», sino tambié n
a los judí os, cuya «contumacia», «locura», «necedad» segú n é l, provie-
nen directamente «del traidor Judas, que era uno de ellos». «Los judí os
han perdido el sendero de la verdad», «babean de frenesí [... ] má s que
el mismo demonio», «han recibido el justo castigo de su apostasí a, pues
ademá s de su ciudad perdieron tambié n el sentido comú n». 31

En Eusebio, obispo de Cesá rea e historiador de la Iglesia, hallamos
frecuentes alusiones, no exentas de complacencia, al sino de los judí os,
insistiendo en que «en tiempos de Pilatos y con el crimen contra el Salva-
dor comenzó la desgracia de todo el pueblo» que, a partir de entonces,
«en la ciudad y en toda Judea no quieren acabar las insurrecciones, las
guerras y los atentados» y que, «cuando nuestro Salvador hubo subido
al cielo, ellos aumentaron sus culpas con los crí menes inenarrables que
cometieron contra sus apó stoles»: lapidació n de san Esteban, decapita-
ció n de Santiago, «tribulaciones sin cuento» de los demá s apó stoles...,
«por lo que finalmente cayó el castigo de Dios sobre los judí os, por sus
muchas prevaricaciones [... ], quedando borrada de la historia humana,
de una vez por todas, esa ralea de impí os». 32

Todo ello, el giro antijudí o de la interpretació n teoló gica de la histo-
ria, el triunfo sobre las «iniquidades» de los judí os, su «desgracia sin pa-
rangó n», sus «continuas tribulaciones», su «miseria sin redenció n posi-
ble», las «hecatombes de judí os» en que «hasta treinta mil de ellos pere-
cieron pisoteados» o «por el hambre y la espada [... ] hasta un milló n y
cien mil judí os», la satisfacció n con que se comentan «las terribles des-
venturas» de los deicidas, no dejarí a de influir en los primeros empera-
dores cristianos, cuyo favor supo ganarse muy pronto el obispo e influ-
yente consejero Eusebio. No es casual la orientació n cada vez má s anti-
judí a de las leyes romanas a partir del mismo Constantino. 33

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